—Está usted triste, Lucia—dijo Artegui a la niña afectuosamente.
—Un poco, Don Ignacio—y Lucía arrancó del pecho doliente suspiro—. Y usted tiene la culpa—añadió en blando son de amenaza.
—¿Yo?
—Usted, sí. ¿Por qué dice usted esas tonterías que no pueden ser?
—¿Que no pueden ser?
—Sí, señor. ¿Cómo es posible que no sea usted cristiano? Vamos, que no dice usted lo que siente.
—¿Qué le importa a usted eso, Lucía?—exclamó él, llamándola segunda vez por su nombre—. ¿Es usted acaso el Padre Urtazu? ¿Soy yo alguien que a usted le interese o le importe? ¿Le han de pedir a usted cuenta de mi alma en algún tribunal? ¡Niña!, eso a usted no le va ni le viene.
—¡No que no! ¡Vaya, Don Ignacio, que hoy está usted de lo más... de lo más desatinado! ¡Que no me ha de importar a mí que usted se condene o se salve, que usted sea cristiano o judío!
—Judío... lo que es judío no lo soy—respondió Artegui, tratando de dar al diálogo giro festivo.
—Es lo mismo... renegar de Cristo es ser judío en suma.
—Dejémonos de eso, Lucía; no quiero verla a usted con ese gesto; ¡se pone usted fea!—dijo en tono desahogado él, aludiendo por vez primera a las condiciones físicas de Lucía—. ¿Qué desea usted ahora? ¿Quiere usted que la lleve a ver alguna curiosidad de este pueblo? ¿El hospital? ¿Los fuertes?
Hablaba afable cual nunca, y Lucía se aplacó, como las crespas olas al cubrirlas capa de aceite.
—¿No podríamos salir a dar una vuelta por el campo? Me muero por los árboles.
Artegui torció hacia el teatro, ante cuyo pórtico aguardaban dos o tres cochecillos de los llamados cestos. Hizo breve seña al más próximo, y el auriga vasco, alzando su fusta, halagó con ella el anca de las tarbesas jaquitas, que, la cerviz enhiesta, se prepararon a arrancar. Saltó Lucía, recostándose en el ligero vehículo, y Artegui se acomodó a su lado, ordenando:
—Camino de Biarritz.
Salió el carruaje veloz como un dardo, y Lucía cerró los ojos, gozando en no pensar, en sentir las rápidas caricias del viento, que echaba atrás las puntas de su corbata, los undívagos mechones de su cabellera. Pintoresco y ameno, el camino merecía, no obstante, una mirada. Eran cultivadas tierras, casas de placer con picudos techos, parques ingleses de fresco césped y menuda grama, amarillenta ya, como de otoño. Al divisar torcida vereda que, desviándose de la carretera, culebreaba por entre los sembrados, detuvo Artegui con un grito al cochero, y dio a Lucía la mano para que descendiese. Buscó el vasco el abrigo de unas tapias donde parar sin riesgo el sudoroso tronco, y Artegui y Lucía se internaron a pie siguiendo el senderito, ella delante, recobrada su alegría infantil, su gozar inocente en el cansancio del cuerpo. La cautivaba todo, las flores del trébol, que salpicaban de una lluvia de pintas carmesíes el verdinegro campo; las manzanillas tardías y los acianos pálidos en las lindes, las digitales que cogía risueña haciéndolas estallar con las dos manos, los rizados airones del apio, las acogolladas coles, puestas en fila, separada cada fila por un surco, semejante a una trinchera. La tierra, de puro labrada, abonada, removida, tenía no sé qué aspecto de decrepitud. Sus poderosos flancos parecían gemir, sudando una humedad viscosa y tibia, mientras en los linderos incultos, al borde del caminillo, quedaban aún rincones vírgenes, donde a placer crecían las bellas superfluidades campestres, las gramineas vaporosas, las florecillas multicolores, los agudos cardos.
No cabiendo juntos por la angosta senda, iban Lucia y Artegui uno tras otro, si bien Artegui a veces se echaba a campo traviesa, sin gran respeto de la ajena propiedad. Detuvo al fin la niña su indisciplinada carrera al pie de espesos mimbrales, que, creciendo al borde de un pantano, sombreaban pendiente ribazo muy mullido de hierba, y desde el cual se oteaba todo el paisaje recorrido. Dejáronse caer en el natural diván, y vieron tenderse ante ellos la vega, como remendada de varios colores, según eran los de las verduras que en cada heredad se cultivaban. En la blanca cinta de la carretera distinguieron un punto negro: el cesto con las jacas. No picaba el sol; su luz se cernía por un velo de nubes, y la campiña tenía tonos mates, verdes glaucos, amarilleces areniscas, lejanías delicadamente cenicientas, suaves matices que se copiaban en la ciénaga tranquila.
—Esto es muy hermoso, Don Ignacio—dijo Lucía por decir algo, pues pesaba sobre su alma el silencio, la soledad profunda del lugar—. ¿No le gusta a usted?
—Sí que me gusta—contestó Artegui distraídamente.
—Bien que a usted parece que no le gusta nada.... Siempre está usted como cansado... es decir, cansado no, es más bien triste. Mire usted—siguió la niña, asiendo de un flexible mimbre y divirtiéndose en coronarse con la obediente rama—, ¡a que no es usted capaz de creer que su tristeza se me va pegando, y que también yo me hallo así... no sé cómo, preocupada, vamos! Diera... lo que no sé por verle contento y... natural, como son todos los hombres. Usted no tiene el mirar ni la cara como los demás, Don Ignacio.
—Pues viceversa—respondió él—; a mí se me comunica su alegría de usted, y a veces aún gasto mejor humor del que usted misma gastaría. También el júbilo es contagioso.
Díjolo atrayendo a sí otra rama de mimbre que descortezó con las uñas, arrojando las tiras de película tierna al pantano, y mirando fijamente los círculos que en el agua abrían al caer.
—Claro está que sí—afirmó Lucía—. Y si usted quisiera ser franco, si usted se decidiese a... confiarme lo que así le aflige, vería cómo en un santiamén le disipaba yo esa sombra que tiene en la cara. No sé por qué se me figura que tanta seriedad, tanto ceño, tanto caimiento de animo, no nace de que usted sea desdichado de veras, sino allá de.... ¡qué sé yo!, de niñerías, de ideas sin ton ni son que le bullen a usted en los cascos. ¿A que acerté?
—Tan plenamente—exclamó Artegui soltando la rama de mimbre y asiendo la mano de la niña—, que ahora me confirmo en creer que los seres puros poseen cierta presciencia, cierta intuición maravillosa y singularísima, negada a los que conocemos, en cambio, el triste misterio del vivir.
Lucía, seria e inmutada, miraba a su compañero de viaje.
—¡Lo ve usted!—acertó a pronunciar por fin, buscando en los ángulos de su boca la sonrisa, y hallándola a duras penas—. De modo que ya pasaron todas esas ideas sin fundamento, que son como los castillos de naipes que me hacía padre siendo yo chiquita; soplaba, y, ¡patatás!, al suelo.
—En eso yerra usted, hija—dijo Artegui soltándole la mano con uno de sus lánguidos movimientos de autómata—. Es lo contrario lo que sucede. Cuando nace y se engendra la tristeza de alguna causa, puede desaparecer si la causa cesa; pero si la tristeza brota espontáneamente como esas malas hierbas y esos juncos que usted ve al borde del pantano; si está en nosotros; si forma la esencia de nuestro ser mismo; si no se encuentra aquí ni allí solamente, sino en todas partes; si ninguna cosa de la tierra alcanza a darle alivio, entonces... créame usted, niña, el enfermo está desahuciado. No hay esperanza.
Hablaba sonriente, pero era su sonrisa semejante a la luz que alumbra un nicho.
—Pero, sepamos...—interrogó Lucía a pesar suyo con angustiosa y febril curiosidad—. ¿Pesa sobre usted alguna desdicha?