—¿Y su padre de usted?
—Murió años ha. Era vascongado, emigrado carlista, hombre de grande energía, de muchos ánimos: internáronle en Francia, viose pobre y solo, trabajó como se había batido... como un león, hasta llegar a poder establecer una vasta agencia de comercio, enriquecerse, adquirir en París casa propia, y casarse con mi madre, que es de una familia distinguida de Bretaña, legitimista también. No tuvieron más hijo que yo: me adoraron, sin descuidar mi educación ni excederse en mimos y locuras; estudié, vi mundo; dije que quería viajar, y me abrió mi madre su bolsa anchamente; tuve, hombre ya, algún capricho, muchos caprichos, y se cumplieron. He visto los Estados Unidos y el Oriente, sin hablar de Europa; paso los inviernos en París, y los veranos suelo visitar España; mi salud es buena y no soy viejo. Ya ve usted que soy lo que suele la gente denominar... un mimado de la fortuna, un hombre feliz.
—Es cierto—dijo Lucía—; pero ¡quién sabe si por eso mismo estará usted así! He oído decir que para que el pan sepa bien hay que ganarlo: verdad que yo no lo gano, y hasta ahora no me amargó.
—Tiempo hubo—murmuró Artegui como respondiéndose a sí mismo—en que creí provenía mi indiferencia de la seguridad de mi vida, y en que deseé deberme a mí mismo, a mí solo, el subsistir. Dos años rehusé los auxilios de mis padres, y, entrando en calidad de socio industrial en una gran empresa, dime a trabajar con ardor. Gané más de lo necesario; me seguía, como rendida amante, la suerte; pero aquella especulación sin tregua ni entrañas me provocaba náuseas, y quise probar alguna labor en que entendimiento y cuerpo fuesen unidos, y en que la ganancia no alcanzase más que a no dejarme morir de hambre. Estudié la medicina, y, aprovechando la guerra que a la sazón ardía en el Norte de España, vine al cuartel de Don Carlos. El nombre de mi padre me abrió todas las puertas y me dediqué a ejercer en los hospitales....
—¿Fue entonces cuando curó usted a Sardiola?
—Exactamente. Tenía el pobre diablo un metrallazo horrible: partida la mejilla, interesada la mandíbula, y desangrándose a más andar por la arteria. Una cura difícil, pero afortunadísima. Muchas hice entonces, y fue aquel el tiempo en que menos me acosó el cansancio moral. Pero en cambio....
Artegui se detuvo, temeroso de proseguir.
—Diga usted, diga usted—interrogó Lucía ansiosamente.
—¡Para qué, señora! ¿para qué? Ni sé por qué le he contado a usted ya tantas cosas ridículas, y para usted, probablemente, ininteligibles... como son los sueños del demente para los cuerdos.
—No, señor—declaró Lucía ofendida—; le entiendo a usted muy bien, y en prueba de ello voy a adivinar eso que se calló. ¡Verá usted que sí!—gritó, cuando Artegui hubo meneado sonriendo la cabeza—. Usted se aburrió menos en esa temporada en que fue médico de afición; pero en cambio... con ver tanto muerto, y tanta sangre, y tanta barbaridad, aún se volvió usted más... más judío que antes. ¿No es así? ¿Di o no di en ello?
Artegui la miró, y con mudo asombro frunció el entrecejo sin replicar.
—¿Y quiere usted que le diga? Pues eso, eso es lo que usted tiene, y por lo que está usted tan a mal con la suerte y consigo mismo. Si usted fuese buen cristiano podría usted estar triste, pero... de otra manera, vamos, de otra manera; con tristeza más dulce y más resignada. Porque quien espera irse al cielo, sabe sufrir acá y no se desespera.
Y como Artegui, silencioso y apretados los labios volviese a otra parte la cabeza, murmuró la niña, en voz suave como una caricia:
—Don Ignacio, el padre Urtazu me ha dicho que había unos hombres que no querían admitir lo que la Iglesia enseña y creemos nosotros, pero que allá... a su manera, a su capricho, en fin, adoraban a un Dios que ellos se forjaban... y creían en la otra vida también, y en que el alma no muere al morir el cuerpo.... ¿Es usted de esos?
Él no respondió palabra, y doblando violentamente dos o tres ramas de mimbre, hízolas estallar. Cayeron inertes los tronchados troncos; pero unidos aún por la corteza, quedaron colgando como rotos miembros de inválido.
—¿Tampoco es usted de esos?—siguió la niña volviéndose hacia él, con las manos juntas, semiarrodillada en el ribazo—. ¿Tampoco así cree usted? Don Ignacio, de veras, ¿no cree usted en nada? ¿En nada?
Levantose Ignacio de un brinco, y, quedándose en pie sobre la parte más elevada del ribazo, dominando el paisaje todo, pronunció lentamente:
—Creo en el mal.
De lejos, era escultural el grupo. Lucía, anonadada, casi de hinojos, cruzadas las manos, imploraba: Artegui, alzado el brazo, erguido el cuerpo, mirando con doloroso reto a la bóveda celeste, pareciera un personaje dramático, un rebelde Titán, a no vestir el traje llano y prosaico de nuestros días. Más entoldado cada vez el celaje, se acumulaban en él nubarrones plomizos, como enormes copos de algodón en rama, hacia la parte donde caían Biarritz y el Océano. Ráfagas sofocantes cruzaban, muy bajas, casi a flor de tierra, doblegando los tallos de los juncos y estremeciendo el agudo follaje de los mimbrales a su hálito de fuego. Poderoso gemido exhalaba la llanura al percibir los signos precursores de la tormenta. Dijérase que el mal, evocado por la voz de su adorador, acudía, se manifestaba tremendo, asombrando a la naturaleza toda con sus anchas alas negras, a cuyo batir pudieran achacarse las exhalaciones asfixiantes que encendían la atmósfera. Lóbrego y obscuro, como la luna de un espejo de acero, el pantano dormía, y las florecillas acuáticas se desmayaban en sus bordes. La voz de Artegui, más intensa que elevada, resonaba entre el pavoroso silencio.
—En el mal—repetía—, que por todas partes nos cerca y envuelve, de la cuna al sepulcro, sin que nunca se aparte de nosotros. En el mal, que hace de la tierra vasto campo de batalla, donde no vive cada ser sin la muerte y el dolor de otros seres; en el mal, que es el eje del mundo y el resorte de la vida.
—Señor de Artegui...—balbució débilmente Lucía—, usted, según creo, dará culto al demonio, negándoselo a Dios.
—¡Culto! no, ¿he de dar culto al poder inicuo que, guarecido en la sombra, conspira al daño común? Luchar, luchar con él quiero ahora y siempre. Usted le llama demonio: yo el mal, el dolor universal. Yo, sé cómo se le vence.
—Con fe y buenas obras—exclamó la niña.
—Muriendo—respondió él.
Quien de lejos divisara aquella pareja, mancebo galán y lozana doncellita, departiendo solos en la vega frondosa, tomáralos, a buen seguro, por enamorados novios; y no creyera que hablaban de dolor y muerte, sino de amor, que es la vida misma. Artegui, de pie, se veía claramente en los garzos ojos que hacia él alzaba Lucía, ojos que, a pesar de la obscuridad del cielo, parecían salpicados de pajuelas luminosas.
—¡Muriendo!—repitió ella, como el árbol repercute el sonido del golpe que le hiere.
—Muriendo. El dolor no concluye sino en la muerte: sólo la muerte burla a la fuerza creedora que goza en engendrar para atormentar después a su infeliz progenitura.
—No le entiendo a usted—murmuró Lucía—; pero tengo miedo—. Y su cuerpo temblaba todo como los mimbrales.
Artegui no contestó palabra: mas una voz grave y poderosa, retumbando en los cielos, se unió de pronto al extraño dúo. Era el trueno, que estallaba a lo lejos, solemne y terrible. Lucía exhaló un gemido de pavor, cayendo con la faz contra la hierba. Desgarráronse las nubes, y anchas gotas de agua cayeron, sonando como goterones de plomo líquido en la crujiente seda de las frondas de mimbre. Bajose rápidamente Artegui, y tomando con nervioso vigor a Lucía en sus brazos, dio a correr sin mirar por dónde, saltando zanjas, atravesando barbechos, pisando apios y coles, hasta llegar, azotado por la lluvia, perseguido por el trueno que se acercaba, a la carretera. El cochero renegaba del mal tiempo enérgicamente cuando Artegui depositó a Lucía casi exánime en el asiento, subiendo a toda prisa el hule, para guarecerla algo. Las jacas, espantadas, salieron sin aguardar la caricia