—Ya tengo —pensó Gabriel al volver a su cuarto— campo libre y carta blanca—. Pasábase el cepillo por la cabeza a fin de alisar y distribuir mejor sus cabellos finos y escasos, cuando el corazón le dio un brinco absurdo, inverosímil: unos dedos menudos herían aprisa la puerta, una voz que le era imposible confundir ya con otra alguna, preguntaba:
—¿Hay permiso?
Manolita entró. Venía vestida con algún más esmero que el día anterior, y su traje de —percal color garbanzo salpicado de cabecitas de perros, látigos y gorras de jockey, revelaba pretensiones de seguir la moda y procedencia orensana o pontevedresa. El peinado también indicaba más larga elaboración que la víspera, y había un lazo azul de raso al extremo de las trenzas. La muchacha se adelantó sin cortedad alguna por el cuarto de su tío, y con cierta sequedad le dijo, de carretilla y en tono uniforme, a manera de chico que recita la lección:
—Buenos días. ¿Cómo ha descansado usted? Yo… bien. Dice papá que le lleve a ver el huerto y la casa toda.
—Gracias, niña… ¿Y para venir conmigo te has compuesto así?
—Mandó papá que me pusiese el vestido nuevo para acompañarle a usted.
—¿Te sería igual tutearme… o te parezco demasiado viejo? Di —añadió con unos visos de melancolía.
—Algo viejo es… y me da vergüenza.
Gabriel se quedó encantado de la contestación. «Ella me tuteará» —pensó para sí; y añadió en voz alta:
—Pues cuando tengamos más confianza. Ahora, vámonos por ahí, al huerto… Tengo más ganas de aire libre que de ver la casa. ¿Quieres mi brazo?
—¡Brazo! ¡Ay, qué chiste! Tengo los dos que Dios me dio. Puede que…
—¿Qué?
—Que si fuésemos por ahí… por montes… le tuviese yo que dar la mano.
—Pues mira… Justamente quería pedirte ese favor. Que me enseñases paseos largos, sitios bonitos… Tú que conoces todo este país como tu propio cuarto.
—Sí; pero a esta horita —notó la muchacha castañeteando los dedos— ¿quién se atreve a pasar más allá del bosque? No se aguantará la calor, y usted que no tiene costumbre…
—Pues al bosque ahora, y a la tarde… me llevarás a donde gustes, chiquilla.
Volviose la muchacha con un movimiento de malhumor y aspereza, que ya dos veces había observado en ella Gabriel; y este síntoma infalible de detestable educación, en vez de desalentar al artillero, le atrajo más. —Es un terreno inculto, virgen, lleno de espinos, ortigas, zarzales… ¡Pobre huérfana, y pobre hermana mía! Si viviese… A falta suya, yo desbrozaré esa maleza, a fuerza de paciencia y de cariño.
La montañesa echó delante, ágil y airosa como una cabrita montés, y su tío la seguía, rumiando aquello del terreno virgen, y observando con gran placer que era aplicable así a lo moral como a lo físico de la muchacha. La cintura de Manolita, en vez de ser de forma cilíndrica, tenía las dos planicies delante y detrás, que suelen delatar la inocencia del cuerpo; su nuca (descubierta por la raya que dividía las trenzas colgantes), su nuca, esa parte del cuerpo femenino que el arte moderno ha rehabilitado devolviéndole todo su valor expresivo, era de las más tranquilizadoras, por su delgadez y pureza, y lo raro y lacio del pelo corto que la sombreaba; su andar era andar de cervatilla, sin languidez alguna, y sus sienes rameadas de venas azules y su frente convexa la hacían semejante a las santas mártires o extáticas que se ven en los museos.
—¡Cuánto tengo aquí que enmendar, que enseñar, que formar! —reflexionaba Gabriel, muy encariñado ya con su oficio de preceptor—. Pero hay terreno, hay sujeto… ¡La han descuidado tanto! Lo que exista aquí de bueno ha de ser bueno de ley, por deberse exclusivamente a la fuerza e influjo del natural, a la rectitud del instinto. Más fácil es habérselas con esta niña, entregada a sí misma desde que nació, que con esas chicas criadas en una atmósfera artificial, y a quienes la solicitud y los sabios… o hipócritas consejos de las mamás, tías, y amiguitas, han cubierto de un barniz tan espeso y compacto, que el demonio que sepa lo que hay debajo de él. —¿Conque adónde me llevas?, ¿al bosque? ¡Pero qué modo de correr! —exclamó en voz alta, viendo que Manolita atravesaba velozmente las habitaciones de la casa, bajaba las escaleras de cuatro saltos, y sin aflojar el paso se metía por el huerto.
—Corra también —respondió la niña casi sin volver la cara—: ¡Todo esto de la casa y la huerta es más cargante! Ya iremos despacio por el soto… Allí da gusto.
Realmente el huerto parecía un horno. El día amenazaba ser del todo canicular, y en la superficie del estanque, los mismos escribanos de agua tenían pereza de echar complicadas firmas con sus largos zancos, y adormecidos sobre las verdosas plantas palúdicas se entregaban al goce de beber sol. Los átomos del aire vibraban, prontos a inflamarse cuando el astro ascendiese a su zénit; innumerables insectos zumbaban entre la hierba; gorjeaban con viveza y regocijo los pájaros, seguros de que con aquel día tropical la espiga se abriría sola y los surcos se llenarían de derramada simiente; de cuando en cuando, una bandada de mariposas ejecutaba en el ambiente de fuego una figura de rigodón, y luego se desvanecía. Gabriel, sofocado, se había quitado el hongo, y abanicábase con él. Sin pararse, de soslayo la chica lo vio.
—Va a pillar un soleado… ¡Ave María Purísima! Coja una hoja de berza y métala en el sombrero, que si no… mañana a estas horas está en la cama con un mal.
Obedeció el sabio consejo el artillero, y colocó dentro de su hongo una hoja de col bien aplicada.
—¿Y tú? —exclamó en seguida—. ¿Por qué no coges un soleado tú? No llevas nada en la cabeza.
—¡Uy! ¡Yo! Yo ya tengo confianza con el sol.
A lo lejos, más allá de los frutales del huerto, que apenas daban sombra, destacábase el soto, como una promesa de frescura y bienestar; el soto de castaños floridos, donde los rayos del sol no tenían acceso. Pero Gabriel, fuese por detenerse un minuto, o porque realmente el paseo convidaba a refrescar la boca, se detuvo al pie de un ciruelo cargado de fruta, y llamó a su sobrina.
—¿Manuela?
Ella se volvió, asaz impaciente.
—¿Sabes