En cambio —¡oh transacciones de la estética!— Gabriel se indignó de que alguien hubiese dudado de la hermosura de Manolita. ¡Manolita! Manolita sí que era guapa. Así como a Perucho se le estaba despegando la americana y el pantalón, y su musculatura pedía a voces el calzón de estopa de los gañanes que erigían la meda, a Manolita (seguía pensando Gabriel) no le cuadraba bien el pobre vestidillo de lana, y su fino talle y su airosa cabecita menuda reclamaban un traje de cachemir de corte elegante y sencillo, un sombrero Rubens con plumas negras —que lo llevaría divinamente—. ¿Parecido con su madre? Sí; mirándola bien, se parecía, se parecía mucho a la inolvidable mamita; los mismos ojazos negros, las mismas trenzas, la frente bombeada, el rostro larguito… pero animado, trigueño, con una vida exuberante que la pobre mamita no gozó nunca. Y además, serena e intrépida y despegada y arisca. Al decirle su padre: —Este señor es tu tío Gabriel Pardo, el hermano de tu mamá—, la montañesa apuntó a boca jarro las pupilas, y murmuró con desdeñosa gravedad:
—Tenga usted buenas tardes.
Si más conversación, volvió la espalda, deslizándose tras de la meda. Gabriel se quedó algo sorprendido de semejante conducta por parte de su sobrina. Entre los números del programa trazado por su imaginación, se contaba el del recibimiento. Con el candor idílico que guardan en el fondo del alma los muy ensoñadores, durante el camino se había imaginado una escena digna del buril de un grabador inglés: una doncella candorosa aunque algo brava y asustadiza, que se ruborizase al verle, que le hiciese muy confusa y bajando los ojos varios saludos y reverencias, que luego consultase con tímida mirada a su padre, y autorizada por una seña de este, saliese precipitadamente, volviendo a poco rato con una bandeja de frutas y refrescos que brindar al forastero… Sí, ¡buenos refrescos te dé Dios! Maldito el caso que le hacía Manolita; y su padre, en vez de mostrar que extrañaba semejante comportamiento, ni lo notaba y seguía conversando con Gabriel, informándose asiduamente de ¿cómo había encontrado los asuntos de su padre, al hacerse cargo de ellos? ¿Cómo andaba el partido H y los foros X? El artillero contestaba; pero de soslayo observaba atentamente lo que acontecía en la era. A su sobrina no la veía entonces; sí a Perucho, que en mangas de camisa, habiendo echado la americana sobre el yugo de los bueyes, ayudaba a descargar el carro, mostrando deleitarse en la actividad muscular, que esparcía su sangre y la enviaba —en olas a enrojecer su pescuezo y su frente blanca y lisa. Así que la carga del carro estuvo por tierra, llegose a la meda empezada, en cuya cima vio Gabriel alzarse, como estatua en su pedestal, a Manolita. Cruzáronse entre los dos muchachos frases, risas y una especie de gracioso reto; y empuñando Perucho con resolución una horquilla de palo, dio principio al juego de levantar con ella un haz y arrojárselo a la chica, que lo recibía en las manos como hubiera podido recibir una pelota de goma, sin titubear, y se lo pasaba al punto a un gañán encaramado también sobre la meseta de la meda, el cual lo sentaba y colocaba, espiga adentro, medando hábil y rápidamente.
Gabriel no tenía ojos ni oídos más que para el juego. Su cuñado seguía habla que te hablarás, en el tono llano y cansado del hombre para quien pasó la edad de los retozos y no cree que ya le importen a nadie. Y Gabriel se consumía, contestando cortésmente, pero distraído, con el alma a cien leguas de la plática. Al fin no pudo contenerse, y se levantó.
—¿Tú querrás descansar? ¿Tomas algo? ¿Cenas?… —interrogó obsequiosamente el marqués, dando muestras de querer llevarse a su huésped hacia casa.
—No… Sí… Quisiera… —murmuró Gabriel un tanto confuso, porque al verse de pie le pareció ridículo decir: —Lo que estoy deseando, a pesar de mi brazo vendado, es ponerme también a echar haces a la meda… —. Y no atreviéndose a confesar el capricho, se dejó guiar resignado hacia la gran mole de la casa solariega. Al salir siguió escuchando durante algunos segundos las risas de la pareja, el ¡jeeem! triunfal que dilataba la cavidad pulmonar de Perucho al lanzar los haces, y el impaciente —¡venga otro!— de Manolita cuando tardaban.
Capítulo 14
Al entrar en los Pazos experimentó Gabriel la impresión melancólica que sentimos al acercarnos a la sepultura de una persona querida, y la emoción profunda que nos causa ver con los ojos sitios que desde hace mucho tiempo visita nuestra imaginación. En sus años de colegio, Gabriel se representaba la casa de su hermana como una tacita de plata, elegante, espaciosa, cómoda; después sus ideas variaron bastante; pero nunca pudo figurársela tan ceñuda y destartalada como era en realidad.
A la escalera salieron a hacerle los honores el Gallo y su esposa, la ex—bella fregatriz Sabel, causa de tantos disturbios, pecados y tristezas. Quien la hubiese visto cosa de diez y ocho años antes, cuando quería hacer prevaricar a los capellanes de la casa, no la conocería ahora. Las aldeanas, aunque no se dediquen a labrar la tierra, no conservan, pasados los treinta, atractivo alguno, y en general se ajan y marchitan desde los veinticinco. Sus extremidades se deforman, su piel se curte, la osatura se les marca, el pelo se les vuelve áspero como cola de buey, el seno se esparce y abulta feamente, los labios se secan, en los ojos se descubre, en vez de la chispa de juguetona travesura propia de la mocedad, la codicia y el servilismo juntos, sello de la máscara labriega. Si la aldeana permanece soltera, la lozanía de los primeros años dura algo más; pero si se casa, es segura la ruina inmediata de su hermosura. Campesinas mozas vemos que tienen la balsámica frescura de las hierbas puestas a serenar la víspera de San Juan, y al año de consorcio no es posible conocerlas ni creer que son las mismas, y su tez lleva ya arrugas, las arrugas aldeanas, que parecen grietas del terruño. Todo el peso del hogar les cae encima, y adiós risa alegre y labios colorados. Las coplas populares gallegas no celebran jamás la belleza en la mujer después de casada y madre: sus requiebros y ternezas son siempre para las rapazas, las nenas bunitas.
Sabel no desmentía la regla. A los cuarenta y tantos años era lastimoso andrajo de lo que algún día fue la mejor moza diez leguas en contorno. El azul de sus pupilas, antes tan claro y puro, amarilleaba; su tez de albérchigo era piel de manzana que en el madurero se va secando; y los pómulos sobresalientes y la frente baja y la forma achatada del cráneo se marcaban ahora con energía, completando una de esas cabezas de aldeana de las cuales dice cualquiera: «Más fácil sería convencer a una mula que a esta mujer, cuando se empeñe en algo».
Con todo, su marido Ángel de Naya, por remoquete Gallo, la tenía no sólo convencida, sino subyugada y vencida por completo, desde los tiempos ya lejanos en que anhelaba dejar por él su puesto y corte de sultana favorita en los Pazos, e irse a cavar la tierra. Era una devoción fanática, una sumisión de la carne que rayaba en embrutecimiento, y una simpatía general de epidermis grosera y alma burda, que hacían de aquel matrimonio el más dichoso del mundo. El varón, no obstante, calzaba más puntos que la hembra en inteligencia, en carácter, y hasta en ventajas físicas. Ajada y lacia ella, él conservaba su tipo de majo a la gallega y su triunfadora guapeza de sultán de corral: el andar engallado, el ojo claro, redondeado y vivo, las rizosas patillas y la fachenda en vestir y el empeño de presentarse con cierta dignidad harto cómica. Es de saber que el Gallo,