Incapaz de los vastos cálculos de Primitivo, había dedicado a comprar tierras todo el dinero heredado de su difunto suegro, que no era poco y andaba esparcido por el país en préstamos a un rédito usurario. El Gallo amaba las fincas rústicas a fuer de labriego de raza. Instalado en los Pazos de Ulloa, la casa más importante del distrito, vio desde —luego lo ventajoso de su situación para papelonear; y como el Gallo antes pecaba de pródigo que de mezquino, condición frecuente en los gallegos, dígase lo que se quiera, su sueño dorado fue subir como la espuma, no tanto en caudal cuanto en posición y decoro; y se propuso, ya casado con Sabel, convertirse en señor y a ella en señora, y a Perucho en señorito verdadero… Aquí conviene aclarar un delicado punto. Era de tal índole la vanidad del buen Gallo, que dejándose tratar de papá por Perucho y sin razón alguna para regatearle el título de hijo, la idea de que por las venas del mozo pudiese circular más hidalga sangre, le ponía tan esponjado, tan hueco, tan fuera de sí de orgullo, que no había anchura bastante para él en toda el área de los Pazos. Lo pasado, el ayer de Sabel en aquella casa, lejos de indignarle o disgustarle, era el verdadero atractivo que aún poseía a sus ojos una mujer marchita y cuadragenaria.
El matrimonio salió a esperar al huésped en la meseta de la escalera, deshaciéndose en obsequiosos ofrecimientos al «señorito». Parecían los verdaderos dueños de la casa. Aunque Sabel no guisaba ya, ¡pues no faltaría otra cosa!, se enteró minuciosamente de lo que el huésped podía apetecer para su cena. ¿Una ensaladita? ¿Tortilla? ¿Lonjas de carne? ¿Chocolate? Gabriel repetía que cualquier cosa, que él comía de todo; y en esta porfía me lo iban llevando de habitación en habitación, a cual más destartalada y sin muebles. En el comedor dieron fondo, y según la costumbre del país, sentáronse ante la mesa libre de manteles, presenciando cómo la cubrían. Gabriel, al comprender que se trataba de cenar, buscó con los ojos algo que no parecía por el comedor. Y al fin no pudo contenerse.
—¿Y Manolita? —preguntó—. ¿Y Manolita? ¿No cena?
—¿La chiquilla?… ¡Busca! ¿Quién cuenta con ella? —respondió el marqués de Ulloa, como si dijese la cosa más natural y corriente del mundo—. ¿En tiempo de siega? Echarle un galgo. Ahora se juntarán en la era todas las segadoras, y armarán un bailoteo de cuatrocientos mil demonios, y pandereta arriba y pandereta abajo, y copla va y copla viene, y habiendo una luna hermosa como hay, tenemos broma hasta cerca de las diez.
No replicó palabra Gabriel, por lo mismo que se le ocurrían infinidad de objeciones: pero no era ocasión de soltar la sin hueso allí delante de la criada que entraba y salía llevando platos, vasos y servilletas. Su impulso era decir: —Pues mira, vámonos a la era, y luego cenaremos juntos—, pero se contuvo: todo le parecía prematuro, indelicado y fuera de sazón mientras no tuviese con su cuñado una entrevista, lo que se llama una entrevista formal.
Trató de entretenerse observando. Le parecía poético aquel comedor tan distinto de los que se ven en todas partes, sin aparadores, sin platitos japoneses o de Manises colgados por la muralla, sin cortinas ni chimenea; por todo adorno, barrocas pinturas al fresco, desconchadas y empalidecidas, representando pájaros, racimos, panecillos, ratones que subían a comérselos, y otros caprichos de la fantasía del pintor; y en el centro, frente a la vasta mesa de roble y a los bancos duros, de abacial respaldo, el péndulo solemne. También la mesa se le antojó que tenía carácter o cachet, ese no sé qué de arcaico que enamora a las cansadas imaginaciones modernas, y se confirmó en ello al fijarse en el plato que le pusieron delante, en cuyo fondo campeaban emblemas curiosísimos, que le trajeron a la memoria su edad infantil, pues en su casa siendo niño había visto loza idéntica. Era en efecto resto de dos docenas de platos traídos por doña Micaela, la madre del marqués, que debían formar parte de alguna soberbia vajilla hecha para un Pardo virrey o magnate: tenía en el centro el escudo de los Pardos de la Lage dividido en dos cuarteles; en el de la derecha se encabritaban dos leones rampantes en campo de gules, y en el de la izquierda otro león y cuatro cruces de Malta en campo de oro. Un casco con una cruz de Caravaca por cimera remataba el escudo: sobre él se leía en una banderola la divisa: Fortis in fide et regi fidelis; bajo el escudo, en otra banderola, Per cruces ad triumphos. ¡Resto de algo glorioso, esculpida y dorada proa que recuerda al buque náufrago! Distrajo a Gabriel de la contemplación del plato, su cuñado que con inmenso cucharón de plata le servía una sopa de pan humeante, grasienta y doradita. La sopa cubrió en un momento los lemas heroicos y los fieros leones, y no quedó ni señal de la pluma flotante del casco, ni de los airosos picos en que se bifurcaban al extremo las gallardas banderolas de las divisas.
Si Gabriel pudiese recordar otras épocas de los Pazos, notaría, no sólo en aquella exhibición de vajilla blasonada, sino en mil detalles más, que allí reinaba cierta suntuosidad desconocida cosa de veinte años antes. Y no era que don Pedro Moscoso se hubiese pulido y civilizado algo; al revés: con la mengua de sus fuerzas físicas, con el paso de la vida nómada de cazador a la más sedentaria de hidalgo que cultiva sus tierras, con el terror de la gota, de la vejez y de la muerte, terror que se iba escribiendo en su huraño semblante, le había entrado mayor indiferencia