La vieja verde: Estudios al natural. Manuel Fernández y González. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Manuel Fernández y González
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 4057664140470
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vistosa como doña Emerenciana.

      Como doña Emerenciana, tenia que hacer inventario, cuando se acostaba, de las prendas más bellas que aparecian en su persona.

      Y aún aventajaba á doña Emerenciana, porque tenia un ojo postizo.

      Esta señora se habia mostrado espléndida conmigo en más de una ocasion.

      Del café á ver una racion de teatro, despues de la racion de teatro una racion de amor.

      Despues vuelta al café, una merienda, y al despedirnos cuatro ó seis pesetillas.

      Y hasta pasados ocho ó diez dias.

      No era una gran cosa, bajo el punto de vista utilitario, porque gastaba de mí más que yo aprovechaba de ella; pero, en fin, ménos dá una piedra.

      —¡Oh desgracia!

      —Cuando entraba yo lleno de esperanzas en la casa del canónigo donde se me recibia como un antiguo conocido, no ménos que como sobrino de Rosita, que así se llamaba la cocinera, me encontré con que ésta derretia sus mantecas hablando con el mayor gusto del mundo con un músico de ingenieros.

      ¡Horror!

      Aquel infame me miró de una manera sesgada, conoció en mí un rival.

      Me faltó de una manera indecente.

      Me llamó... no importa qué.

      Se rió Rosita.

      Yo la solté un revés, que hizo saltar su ojo postizo.

      Arrebaté el machete al músico.

      Le desnudé de una paliza.

      Acudió el mayordomo.

      Le eché la peluca al aire.

      Se alborotó la vecindad.

      Me escurrí, escapé.

      Doblé la esquina.

      Me fuí á las Américas viejas.

      Vendí en dos pesetas el machete.

      Esto era algo.

      Se salia del dia.

      Pero tambien se salia de Rosita, ó más bien, no se podia ya volver á pegar la hebra con Rosita.

      El rompimiento habia sido decisivo.

      Sobre todo contundente.

      Habia que temer un nuevo juicio de faltas.

      En fin, aquello era una ruina, la fin del mundo.

      Iba llegando el plazo fatal.

      Es cierto que yo podia ocultarme, pero amo extraordinariamente la libertad.

      Podia cambiar de poblacion.

      Pero Madrid me enamora.

      En Madrid, mal que bien se vive.

      El que no vive en Madrid no tiene habilidad de ningun género.

      En Madrid abundan los medios de vivir.

      Que lo digan sino todos los excelentísimos que han rodado por todas las inmundicias, y muchos de los cuales han empezado por limpiabotas.

      Pues que les tosan hoy.

      Son don fulano, don fulano y don fulano, conde, duque y marqués, y en fin, es inútil, todo el mundo los conoce.

      Yo espero ser como la mayor parte de ellos, salidos de la bohemia.

      Y cátate aquí á don Periquito hecho fraile.

      El que en Madrid no es una gran persona, es porque es una persona muy pequeña.

      Ni siquiera persona.

      Un tonto.

      Un guillado.

      Una cualquier cosa.

      O un desgraciado de esos que si van á coger una esquina, la esquina se les escapa.

      Pero yo me escapo de mi propósito.

      Me pierdo en digresiones.

      Volvamos al negocio.

      Era domingo.

      Al otro dia se cumplia el plazo fatal.

      El martes, dia funesto, debia yo ser preso si no aflojaba la mosca.

      ¡Quince dias y pico de encerrona!

      ¡Espantoso!

      Estaba de un humor tremendo.

      Todo lo veia lúgubre.

      Me hastiaba la vida.

      Filosofaba á más y mejor.

      Iba hablando recio por la calle.

      El martes próximo me causaba un terror invencible.

      Me sentia ya sepultado en una galería del Saladero.

      Yo sé las penalidades que un novato pasa en el Saladero.

      Hé estado en él algunos dias por desacato á un órden público.

      ¡Oh, y qué peluca aquella!

      Doña Sinforosa.

      Pero no demos en nuevos incidentes.

      Abreviemos.

      Eran las diez de la noche.

      Hacia un frio insufrible.

      Yo estaba traspillado.

      Se habian contado ya treinta y seis horas desde mi última alimentacion.

      El estómago exigia, las piernas flaqueaban.

      Hay un venerable establecimiento en la calle de Peregrinos.

      La fonda de Europa.

      Antidiluviano á lo que yo creo.

      Allí se rinde culto á la economía.

      Allí se da de comer hoy lo mismo que se daba allí mismo cuando asesinaron á Julio César.

      En fin; continúan sirviéndose las dos sopas, la una de yerbas, la otra de fideos blancos hechos canutos con el nombre de macarrones, la ternera en salsa, las cocretas y los sesos fritos; en fin, otros dos platos de carne, las pasas y las almendras, y la crema y los pastelillos.

      Todo por dos pesetas.

      Un banquete económico.

      Podeis además echar á los manjares toda la pimienta y toda la mostaza que os dé la gana.

      Podeis comer cuanto pan querais.

      Os podeis dispensar de dar propina al camarero.

      Y aún dadas las circunstancias, os podeis pasar sin pagar.

      Esto es ya algo más grave.

      Os suelen llevar á la prevencion.

      De cuando en cuando se arma una culebra sobre los respetables pavimentos de la venerable fonda de Europa.

      No hay nada más audaz que el hambre.

      Pero yo embisto con las dificultades.

      Me tragué un cubierto de dos pesetas.

      Item un café con media tostada.

      Item dos copas de rom y marrasquino.

      Item una vuelta de sopapos con el mozo, un agarramiento con un pinche y una docena de palos que me arrimaron los otros camareros.

      Pero se habia comido.

      Se habian echado fuerzas.

      Habia llevado escolta hasta Capellanes.

      Habia gran baile de trajes.