La vieja verde: Estudios al natural. Manuel Fernández y González. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Manuel Fernández y González
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 4057664140470
Скачать книгу
doncella, segun afirma.

      Y no hay por qué no creerla.

      Se dan casos.

      Pero es la cosa que los casos escasean.

      Su acompañante era y está siendo por su tos perruna no una mujer, sino un becerro.

      No una vieja, sino un vestiglo.

      Tomaba además rapé á puñados.

      Sundelaba á momia.

      Habia que acercarse á ella con abanico, y hablarla á una distancia de treinta pasos.

      Vestía contínuamente un traje negro, que fué nuevo en 1823.

      Una mantilla de color de ala de mosca, con numerosos agujeros en la blonda.

      Sobre esta mantilla, en los hombros, un gran pañuelo de muleton, tambien anciano.

      Con este pelaje se plantaba, siempre que era necesario, en una butaca del teatro Real, sin que se la diera de ello dos cominos.

      Decia tambien que era doncella, y se la podia creer, y aún el más escrupuloso y devoto, podia jurar sólo con verla, por la salvacion de su alma, que doña Rufa no mentia.

      ¡Oh que doña Rufa!

      Me crispo cuando me acuerdo de ella.

      Dios la haya perdonado.

      Y tenia pretensiones.

      Una noche, y sea entre paréntesis, me ví obligado á acompañarla á su casa.

      Doña Emerenciana se habia quedado en la suya, me habia despedido con un expresivo apreton de manos, y al confiarme su amiga me habia dicho:

      —Cuidadito, no sea usted calavera.

      Yo me encogí.

      Dí el brazo á doña Rufa.

      Llevé constantemente la nariz hácia la izquierda.

      Se apoyaba indolentemente en mi brazo.

      Andaba con lentitud.

      Yo la hablaba del tiempo.

      Ella suspiraba, y se apoyaba más y más en mí.

      Llegamos al cabo.

      Doña Rufa sacó la llave.

      Eran las tres de la mañana.

      —Esto es un disparate,—me dijo.

      —Y por qué es disparate,—le contesté yo.

      —Que en vez de traer la llave de abajo, me he traido la del cuarto, y no entra, ¡válgame Dios! y yo que vivo sola, y no tengo quien me abra... ¡y con el frio que hace! Vamos á ver que hacemos. Usted debe... No se puede sufrir este viento.

      Yo llamé al sereno.

      —¡Ay!—exclamó.—¿Qué hace usted? ¡para que me vea el sereno con un hombre á estas horas... mi reputacion...

      Yo me hice el sordo; el sereno llegó, abrió la puerta, doña Rufa me miró ferozmente, resolló fuerte y se entró, el sereno cerró, yo escapé á la carrera.

      Al dia siguiente dije á doña Emerenciana, que si queria volver á verme hiciese de manera que yo no volviese á acompañar á doña Rufa, sobre todo cuando hiciese frio.

      Estas dos señoras frecuentaban todos los cafés, iban á todas las iglesias, se dejaban ver en todos los paseos, en todos los teatros.

      Doña Emerenciana siempre rozagante, siempre grande: era alta y gruesa, una especie de Cleopatra; siempre elegantísima.

      Doña Rufa siempre hecha un avechucho.

      Siempre horrible.

       Índice

      Tales para cuales.

      La noche aquella de invierno que llovia y hacia un frio de mil diablos me entré en el café que ya he dicho, y me senté junto á una mesa, frente al hueco, en el cual junto á la vidriera estaban las dos ya casi conocidas señoras del lector.

      Yo no conocia á doña Emerenciana.

      Miré por casualidad, y me dió golpe.

      A mí me gustan mucho las mujeres homéricas.

      Es decir, las mujeres altas, protuberantes, grandilocuentes.

      Sobre todo, las que tienen la garganta larga, redonda, vigorosamente modelada, voluptuosa.

      Yo me fijé.

      A poco doña Emerenciana me relampagueó una mirada de ataque.

      Empezaba la lucha.

      Se cruzaron las miradas, vinieron de una parte los guiños del ojo izquierdo.

      Sobrevino en ella una seriedad hechicera.

      Yo me hice el distraido.

      Me puse á guiñar á otra individua que con un sargento de inválidos estaba en una mesa más allá.

      Doña Emerenciana me miró airada, como queriendo decirme esta frase:

      —Caballero, usted es un grosero, despues de haber conocido mis méritos, y de haber llegado al caso grave de guiñarme el ojo, como diciéndome: usted me conviene, no ha debido usted mirar á otra.

      Brotaban fuego los negros ojos de doña Emerenciana.

      Relampagueaban de ira.

      Me levanté, me acerqué á su mesa, y me senté.

      —Necesito una explicacion,—la dije.

      —Y yo otra,—me contestó.

      —Yo la amo á usted,—añadí.

      —No hace usted más que lo que puede y lo que debe,—me contentó con una gran sangre fria, y con una gran posesion de sí misma.

      Estábamos en esto, cuando doña Emerenciana, oprimiéndome un codo con una fuerza suma, me dijo:

      —Por Dios, disimule usted, tenemos encima un compromiso.

      Yo diré que usted es un primo mio, que ha venido usted del pueblo, y que le he hospedado en casa.

      —¡Ah, señora!...—exclamé.

      —Cállese usted, porque ya el que ha mirado por la vidriera y que va á entrar, no le coja á usted en embuste, hágase usted el mudo.

      —¿El mudo?

      —Sí; nos favorece la feliz casualidad de que yo tengo un sobrino mudo á quien no conoce don Bruno: ya está ahí, déjeme usted hacer.

      Y me tocó con la rodilla.

      —¡Hum, hum!—hizo una voz áspera á mis espaldas.

      Yo no me volví.

      Los mudos son generalmente sordos; debia representar bien mi papel.

      —Beso á usted los piés, mi señora doña Emerenciana, como tambien á su acompañante. ¿Qué caballerete es este? ¡Eh! ¡Los pichones, los pichones!

      Y la voz de don Bruno tenia algo del ronquido del perro dogo cuando se prepara á ladrar.

      Yo permanecia impermeable.

      —¡Si es mi sobrino Toñito, el de Zafra!—contestó doña Emerenciana sonriendo.—¡Un pichon! ¡Ya lo creo, y de los levantados! La delicia y el consuelo de mi hermana Ruperta.

      —¡Ah, el mudo!—dijo don Bruno suavizando la ansiedad que habia sentido al verme sentado de una manera tan propíncua junto á doña Emerenciana.