En realidad, esto último, que parece más difícil de entender a simple vista, es mucho más sensato y cualquier inversor lo comprende ipso facto. La teoría del valor puede resultar muy de sentido común, pues es razonable que la gente quiera cambiar su trabajo por trabajo ajeno en cantidades equivalentes. Pero también es muy de sentido común que al vender mercancías haya que compensar la inversión y ganar algo, algo más, o al menos lo mismo, que se ganaría invirtiendo a plazo fijo en cualquier oferta bancaria. La cuestión (que sería crucial desde el punto de vista de la teoría del valor) de cuánto trabajo han costado esas mercancías, de si han sido el producto de largas jornadas laborales de un ejército de obreros, o más bien de una tecnología punta japonesa, no tiene aquí la menor relevancia. El factor determinante será el monto de la inversión que se ha realizado, independientemente de en qué se haya invertido. Las cosas acaban inevitablemente por funcionar así debido a la competencia de los capitales entre sí. Si hubiera un sector productivo en que se obtuviera mucha más ganancia que en otros, los capitales migrarían hacia ese sector, y no dejarían de migrar hasta que la situación se estabilizara en una especie de ganancia media entre todos los sectores. Así pues, aunque las empresas que utilizan más mano de obra produjeran más plusvalor, de todos modos, la ganancia que rendirían los capitales en ellas invertidos sería igual que en los otros sectores. Pero esto es tanto como decir que los precios a los que se van a vender las mercancías no van a depender ya del trabajo cristalizado en ellas, sino del monto de capital adelantado para su producción. Todos estos problemas se discutirán con detenimiento en la segunda parte de este libro. Ahora nos podemos conformar con una visión superficial del asunto.
Se podría pensar que, mirando al microscopio los precios de producción, uno terminará por encontrar, tarde o temprano, el valor. La mayor parte de los economistas marxistas se ocuparon, así, de un famoso problema consistente en transformar los valores en precios de producción. La polémica resultó, como ya hemos dicho, interminable y no parece que se lleguen a acuerdos definitivos al respecto. Ya veremos esto más adelante. Independientemente del juicio que nos merezcan estas polémicas, lo que siempre resultará hartamente llamativo es la chocante naturalidad con la que, en el momento más culminante de todos, Marx se ocupa de plantear el problema como de pasada. Tras algunos millares de páginas que «seguían» supuestamente a la dichosa Sección 1.ª del Libro I, Marx hace la siguiente declaración sorpresiva: «Lo expuesto vale sobre la base que, en general, ha sido hasta ahora el fundamento de nuestro desarrollo: la de que las mercancías se vendan a sus valores»[64]. Lo que de grave tiene esta aseveración es que está hecha justo en el momento en que Marx está demostrando que si en la sociedad capitalista no se formara una tasa de ganancia media entre los distintos sectores (independientemente de que movilicen mucho o poco trabajo o mucha o poca maquinaria), el capitalismo mismo se haría imposible. Y que, por tanto, las mercancías, bajo el capitalismo, no pueden en ningún caso venderse a su valor y que la cantidad de trabajo cristalizada en cada mercancía no es la que determina el precio de las mismas.
Ahora, a la luz del propio texto de Marx, sí que se podría dar la razón a Schumpeter y considerar más absurda que nunca la decisión de Marx de partir de la teoría del valor. Ahora resulta que es el propio Marx quien sabe mejor que nadie que, en aquella sociedad que está precisamente estudiando, la sociedad capitalista, la ley del valor no puede regir los intercambios individuales de mercancías. ¿Qué queda entonces de ella, una vez desprovista de esta funcionalidad económica, más que el embrollo de una disquisición metafísica con Aristóteles y Hegel? La cosa encajaría muy bien, por ejemplo, si resultara que habiendo Marx comenzado por la teoría del valor, hubiera ido a dar, al final de sus días, con una teoría de los precios de producción al escribir un libro que la muerte no le dejó terminar (y mucho menos modificar, en consecuencia, su punto de partida, renegando de la teoría del valor). Pero ocurre que el manuscrito del Libro III estaba ya escrito cuando publica el Libro I. Y, de hecho, en una carta a Engels del 27 de junio de 1867, Marx le indica que se ha negado a hacer desde el principio la advertencia de que en el capitalismo las cosas no se pueden vender a su valor. El chocante comentario sarcástico con el que explica esta decisión no deja de sorprender: el método que ha seguido en su exposición busca «tender constantemente trampas» a los «filisteos y los economistas vulgares» para que se pasen de listos con sus objeciones y las «intempestivas manifestaciones de su borriquería»[65].
Pero mucho más chocante es la forma en la que Marx zanja el problema en el pasaje del Libro III que estamos citando. Puesto que, bajo el capitalismo –nos dice–, las cosas no pueden en ningún caso venderse a su valor, «parecería, por tanto, que la teoría del valor resulta incompatible, en este caso, con el movimiento real, incompatible con los fenómenos efectivos de la producción, y que por ello debe renunciarse en general a comprender estos últimos»[66]. ¡Texto notable, realmente! Eso de «en este caso» no hace referencia a una excepción perdida en alguna isla de Polinesia, sino a la mismísima sociedad capitalista, aquella respecto a la cual Marx se ha propuesto encontrar en esta obra la ley económica fundamental. Ahora bien, según él, si resultara que la teoría del valor se mostrara impotente para la comprensión del capitalismo, lo que habría que hacer no sería en ningún caso seguir los consejos de todos los economistas del futuro y apuntarse a una teoría mejor, sino, sencillamente, «renunciar a entender el capitalismo».
Unas páginas antes ha sido igualmente radical. Al formarse una tasa de ganancia media debida a la competencia entre las distintas ramas de capital, Marx deja muy claro que las mercancías no pueden ya venderse a su valor. Pero eso no quiere decir que Marx esté a punto (¡por fin!) de deshacerse de la teoría del valor. Al contrario, lo que dice es que si en virtud de esta realidad aparente (y, sin embargo, clara como la luz del sol) renunciáramos a la teoría del valor, «desaparecería todo fundamento racional de la economía política»[67].
Recordemos la aseveración de Schumpeter: lo importante no es si la teoría del valor es interesante desde un punto de visto filosófico o ético, o ni siquiera si es verdadera o no, lo importante es, para una ciencia positiva como es la economía, ver si funciona bien o mal. Y el caso es que funciona mal y que hay otras teorías que funcionan mejor. Tanto más chocante ha de resultar entonces la actitud de Marx, porque lo que está viniendo a decir es algo así como que, si la sociedad capitalista no funciona según la ley del valor, la culpa no la tiene la teoría del valor… ¡sino el capitalismo!
Visto lo visto, ahora ya no podemos estar nada seguros de que Marx defienda la teoría del valor en tanto que premisa a partir de la cual deducir todas las leyes del modo de producción capitalista. De lo que sí estamos seguros es de que considera imprescindible para el estudio de la sociedad moderna dar un primer paso metódico: la construcción de un modelo