Pero lo que Hegel y Marx sí compartieron fue su convicción de que el nivel de las certezas sensibles era, en realidad, el nivel de las peores de las abstracciones, pues se trata de abstracciones incontroladas, inconscientes, confusas. Compartieron también la convicción de que, para la ciencia, lo último y lo más difícil era, precisamente, la experiencia y, con ella, lo concreto. De todos modos, como estamos señalando, en esto ambos pensadores estarían perfectamente de acuerdo con los fundadores de la moderna ciencia experimental. Reproducir el diálogo de Marx con Hegel a este respecto puede resultar algo más complicado que ver las cosas a través de Galileo, Descartes o Torricelli. Sin embargo, conviene que hagamos el esfuerzo de intentarlo un poco, aunque sea de un modo superficial, pues así nos vendrán a la cabeza muchos de los errores, exageraciones y delirios con los que la tradición marxista imaginó la actitud de Marx respecto de Hegel.
¿Por qué la ciencia no puede partir, sencillamente, de los datos empíricos, elaborando primero conceptos muy concretos, para luego irse elevando a categorías más complejas y abstractas? Éste es el camino científico correcto, según la concepción positivista de la ciencia. Ya hemos visto decir a Schumpeter que la economía debe comenzar por acumular observaciones –«lenta y laboriosamente», «piedra y mortero»–, hechos y estadísticas. Luego, con la madurez de la ciencia, ya vendrá la teoría. Se imagina, así, que el camino científico va de lo concreto a lo abstracto. El camino de la ciencia experimental moderna, lo hemos visto, es, empero, más bien el contrario. Se comienza por la teoría y sólo después se está en condiciones de descender a la experiencia para observar, medir y pesar. Los datos concretos vienen al final.
No cabe duda de que Marx está convencido de que la economía política tiene que comenzar por liberarse de la idea positivista de ciencia. Liberarse, ante todo, de la ilusión que hace creer que es posible partir de los «datos», de lo «real y concreto», de las cosas mismas que tenemos delante, esperando a ser observadas sin prejuicios conceptuales. No hay una observación espontánea de la realidad. O mejor dicho, si se logra una observación espontánea de la realidad es, normalmente, en un laboratorio muy complicado, en el que todo un sistema de compuertas y aparatos científicos velan para que no se perturben los datos en cuestión. La espontaneidad es algo muy difícil y muy complicado cuando se trata de dejar que las cosas se muestren como son. Lo que habitualmente consideramos observación espontánea y sin prejuicios no es más que una observación ignorante de todos los prejuicios y construcciones mentales, ideológicas, doctrinales, etc., que se están dando cita en ese supuesto trato directo con las cosas. Normalmente, lo que la gente llama un vistazo espontáneo sobre la realidad está atiborrado de construcciones mentales incontroladas. Hay mucha «metafísica» en la forma en la que es posible, por ejemplo, hablar de las manzanas para una mentalidad que tiene en su cabeza grabado el Génesis desde su infancia, de modo que lo primero que le viene a la mente cuando piensa en manzanas es la figura de Eva a punto de descubrir la diferencia entre el bien y el mal (un tema de lo más metafísico).
Por ejemplo, nos dice Marx, en economía parece justo y normal comenzar por lo real y lo concreto, es decir, por la «población», que es, podríamos decir, lo que todo el mundo ve que tiene delante. Ahora bien, a poco que se fija uno, aquí hay un malentendido. La «población» no es nada concreto. Al contrario, si no se tienen en cuenta las clases sociales que la componen, la población es una abstracción. Pero las «clases» son un concepto vacío si no se tienen en cuenta cosas tales como el trabajo, el salario, el dinero, la propiedad, el precio, etc. Sin poner en juego todas esas determinaciones (y en el orden adecuado, además), el concepto de población es una abstracción, pero una abstracción, asimismo, que es abstracta a fuerza de ser un «amasijo caótico de confusiones», una especie de «noche en la que todos los gatos son pardos». Lo que pasa es que para poner en juego todas esas determinaciones hace falta un trabajo teórico tan enorme como toda la economía misma.
La gente suele pensar que en la calle, en los bares, en los taxis, en los teledebates del corazón se dicen cosas muy concretas y que, en cambio, en la Ciudad Universitaria, en la academia (y no digamos en el Departamento de Metafísica) se dicen cosas muy abstractas. Hegel y Marx estaban convencidos de lo contrario. Cuando la conciencia vive las cosas «a ras de tierra», poniendo en juego certezas puramente sensibles, en contacto con toda la inabarcable riqueza de la realidad, es como si estuviera navegando en un océano de abstracciones. Todos los conceptos (tan supuestamente inmediatos, simples y concretos) que intenta poner en juego se revelan en seguida como nociones imprecisas y vacías de todo contenido específico. A fuerza de imprecisión, cada cosa que se dice acaba por poder significar cualquier cosa. La mejor manera de experimentar este paradójico resultado es proporcionar a los interlocutores suficiente tiempo para agotar su tema de conversación. En seguida comprobarán que su supuesto tema era, en realidad, otro tema, y otro y otro y otro, hasta que, al final, tras haber comenzado discutiendo sobre el derecho al aborto, haber pasado sin saber muy bien cómo por el tema del terrorismo y después por el del racismo y la educación infantil, habiendo sido llevados por el viento de la conversación a no se sabe qué preguntas sobre las familias reales europeas, el hambre en el mundo, la extinción de las tortugas y los viajes espaciales, acaban finalmente por reconocer que la única manera de resumir el verdadero tema de la conversación es decir que se ha estado hablando «de todo y de nada». El caso es que eso del todo y la nada es, curiosamente, lo que la gente cree que se estudia en el Departamento de Metafísica, en el más alto nivel de abstracción.
Cuando nos situamos frente a la realidad para vivirla de forma espontánea y directa lo único que ocurre en que no somos conscientes del complejo entramado de mediaciones conceptuales que la historia, la mitología y los prejuicios han condensado en esta supuesta espontaneidad. Lo primero que de forma espontánea se le ofrece a la conciencia no son datos empíricos, sino más bien lo que Althusser llamó con mucho acierto un «macizo ideológico», un tejido de evidencias y lugares comunes, al cual es muy difícil arrancarse. Así pues, la ciencia no puede partir de los datos empíricos, sino de este tejido ideológico de la conciencia común. Puede partir también, por supuesto –y lo hace todos los días–, de la ciencia del día anterior; pero, en el límite, su contacto con la realidad viene acompañado de todo el complejo de representaciones espontáneas de la conciencia ordinaria. Lo característico de las representaciones, intuiciones, nociones o conceptos que conforman esta red ideológica es su imprecisión y, por lo tanto, su vaciedad. Se trata, en efecto, de representaciones muy abstractas, pero de un género de abstracción muy distinto a las abstracciones que construye la comunidad científica. La ciencia trabaja en la abstracción en aras de la precisión, mediante definiciones y construcciones conceptuales teóricamente blindadas. Las abstracciones ideológicas de la conciencia espontánea, por el contrario, son abstractas a fuerza de indefinición. Y mientras que la ciencia camina pacientemente hacia lo concreto, la conciencia se hunde tanto más en el marasmo de la abstracción cuanto más se le solicita que diga algo concreto.
Se suele decir, por ejemplo, que los niños son muy concretos y que todavía no han desarrollado la capacidad del pensamiento abstracto. Incluso hay pedagogos que montan teorías con cosas así. En verdad, es absolutamente al revés. En todo caso, basta oír a un niño relatar un suceso cualquiera para desesperar ante las desoladas abstracciones con las que teje su discurso: ocurrió «eso», «ahí», cuando fuimos «allá» y estuvimos manejando «la cosa esa», había «bichos» y «muchas hierbas»… Resulta imposible saber a qué está señalando en su cabeza. Pretende señalar cosas muy concretas, pero no llega a decir más que cosas máximamente abstractas: cualquier cosa es un «eso», cualquier «ahí» es un «ahí» o un «allá». El niño habla de todo y de nada al mismo tiempo. Si su padre le interrumpe para explicar que donde estuvieron en realidad fue en la selva del Amazonas, clasificando coleópteros valiéndose de un microscopio de 100 aumentos, y que entonces fue cuando les picó ese mosquito de la especie Anopheles, portador de parásitos Plasmodium falciparum, que les transmitió la malaria de tipo hemórragico (más grave que la causada por el Plasmodium Malariae o paludismo cuartano),