1.3.6 Del Libro I al Libro III y de la Sección 1.ª a la Sección 2.ª
Este «paso metódico» imprescindible (al que luego vamos a ver que Marx llama «análisis» en el Prólogo de 1867) lo hemos caracterizado por ahora como la tarea de delimitar o de construir con un nivel de exigencia tozudamente socrática los conceptos que van a estar en juego. Es decir, la tarea de delimitar los temas fundamentales de tal modo que no comiencen a mezclarse nada más empezar. Una bola que rueda, si realmente hemos delimitado lo que es una bola y lo que es el rodar, rueda hasta el infinito. ¿Será, entonces, que hay que operar mediante modelos geométricos, reconociendo que, sin embargo, la realidad efectiva es siempre un amasijo de impurezas e imperfecciones? ¿Tendremos que acabar concluyendo, entonces, respecto de Marx, que el viaje que nos lleva desde la teoría del valor, en la Sección 1.ª, hasta los confines del Libro III consiste en arrastrarnos desde un modelo ideal hasta su versión impura e imprecisa en la realidad? Mal asunto sería éste, desde luego, de que la ciencia tuviera que decretar que la realidad es imprecisa e imperfecta en comparación con la perfección y la precisión de sus construcciones teóricas. Un feo asunto al que sin embargo son, como veremos, muy propensas algunas mentalidades empiristas, empeñadas en resaltar la «riqueza inabarcable de la realidad». Por otro lado, el peor Platón que suele contarse en los manuales tampoco estaría en desacuerdo con esta idea de la imperfección de la realidad comparada con sus modelos ideales.
Así pues, conviene no confundir las cosas en este punto. El camino que lleva al Libro III no es el camino hacia aquella sopa originaria en la que la realidad es tan compleja que ya no deja ver sus estructuras. Puede que sea, como a veces dice Marx, el camino hacia una «apariencia» o hacia un «fenómeno superficial» o «periférico», pero, sea como sea la manera en la que a lo largo de este libro veamos cómo entenderlo, se puede ya adelantar que esta «apariencia» o «periferia» no tendrá nada que ver con el irrumpir de todas las imprecisiones de la realidad capaces de desbordar las competencias de la teoría. Pretenderlo así sería tanto como creer que todo lo que la física moderna tiene que decir sobre una bola que frena su velocidad hasta detenerse es que ha estado rodando de forma imprecisa; añadiendo, además, que de ese tipo de imprecisiones la ciencia jamás logrará hacerse cargo. A este respecto, Koyré tenía toda la razón al advertir que lo que hace Galileo no es contraponer las abstracciones matemáticas a las cosas materiales marcadas por la imprecisión, sino, de forma enteramente diferente, negar el carácter abstracto de las matemáticas al mismo tiempo que negaba cualquier privilegio ontológico al mundo de las figuras regulares.
Una esfera no es menos esfera porque sea real: sus radios no son por ello desiguales; si no, no sería una esfera. Un plano real –si es un plano– es tan plano como un plano geométrico: si no, no sería un plano. Esto parece evidente. ¿Cómo ha podido negarlo Simplicio? Lo que pasa es que para él la esfera real es imposible; tanto como lo es el plano real. Por el contrario, la objeción galileana implica que lo real y lo geométrico no son en modo alguno heterogéneos y que la forma geométrica puede ser realizada por la materia. Más aún: que siempre lo es. Porque, aunque nos fuera imposible hacer un plano perfecto o una esfera cabal, esos objetos materiales que no serían «esfera» o «plano» no estarían por ello privados de forma geométrica. Serían irregulares, pero de ningún modo imprecisos: la piedra más irregular posee una forma geométrica tan precisa como una esfera perfecta; es sólo infinitamente más complicada[68].
De hecho, en Galileo no hay «salto» alguno desde su supuesto «modelo ideal» hasta una realidad empírica que sólo se le «aproximaría». En absoluto, porque lo que dice Galileo es que si una esfera real rodara sobre un plano real indefinido, seguiría rodando eternamente (o, en efecto, «mientras durara su materia»). Lo que ocurre es que no hay esferas reales ni planos reales. Pero no porque, sobre el terreno real, estemos ante el ámbito de lo impreciso e inexacto. Lo que no estamos es en un universo de figuras regulares.
Más arriba ya habíamos hecho hincapié en este punto: el rodar de la bola no se opone al chocar contra el aire y al rozar contra el plano, al modo en que lo «platónicamente ideal» se opondría al sombrío mundo de las realidades materiales. El chocar o el rozar no son realidades ni más ni menos precisas que el rodar. En el momento en que la física decida ocuparse del rozamiento tendrá que operar del mismo modo matemático que ha actuado hasta el momento: tendrá que aislar algo así como un «rozamiento puro» para no confundirlo, por ejemplo, con otra realidad distinta, como, por ejemplo, el choque con el aire o la dilatación de los cuerpos. Se buscarán y se encontrarán, así, coeficientes de rozamiento absolutamente precisos. Lo mismo habrá que hacer cuando de lo que se trate sea de estudiar las leyes del choque entre los cuerpos, así sea con el aire o con un muro de hormigón. Frente a una realidad concreta cualquiera, como una bola de billar rodando por un tapete, habrá que investigar los distintos fenómenos que se están ensamblando ahí, el rodar de la bola, el rozar con el tapete, el chocar contra el aire, las precisas irregularidades de todos estos elementos, etcétera.
Así pues, perfectamente podría ocurrir, respecto del itinerario seguido por los tres libros de El capital, que comenzáramos estudiando cómo las mercancías se intercambiarían a su valor en un mercado ideal y perfecto, para acabar concluyendo, nada más ni nada menos, que, en la sociedad capitalista, esas cosas que aparecen «como una inmensa acumulación de mercancías» no son ni mucho menos fundamental ni esencialmente «mercancías», sino otra cosa, no, por cierto, de ningún modo más imprecisa, impura o inabarcable, sino, al contrario, tan susceptible de ser investigada como ya ha demostrado y va a seguir demostrando la paciencia de Marx en los dos millares de páginas de El capital. Y, en efecto, para terminar de dibujar el enigma del que nos tenemos que ocupar, podemos destacar que toda la tensión del Libro III puede condensarse en una sentencia que, bien mirada, implica una subrepticia pero espectacular enmienda a la primera frase del Libro I. El supuesto axioma a partir del cual se desarrolla todo El capital, «en las sociedades en las que domina el modo de producción capitalista, la riqueza aparece como una inmensa acumulación de mercancías»[69], tiene, de pronto, que ser completado o en cierto modo corregido por esta otro del Libro III: «Toda la dificultad se produce por el hecho de que las mercancías no simplemente se intercambian como mercancías, sino como productos de capitales»[70].
«[…] como productos de capitales, que exigen una participación en la masa global de plusvalor, una participación proporcional a la magnitud de los capitales invertidos»[71]. Los que quieran adelantarse a los acontecimientos, pueden fijar su atención en que al hablar aquí de la magnitud de los capitales, no se distingue en absoluto si se trata de capital invertido en salarios (y, por tanto, en obreros que van a aportar una cantidad de trabajo al producto resultante) o si se trata de capital invertido en maquinaria y, por lo tanto, en unos cacharros que ciertamente habrá costado trabajo producirlos, pero que, por su