Lo verdaderamente sorprendente es que Galileo no apela a la experiencia ni siquiera en esas ocasiones en las que habría resultado fácil hacerlo. Tal es el caso, por ejemplo, de uno de los principales argumentos de Simplicio contra la tesis del movimiento de la Tierra. Simplicio sostenía que, si la Tierra se moviese, un cuerpo tirado desde lo alto de una torre no caería al pie de ésta, sino a muchos metros de distancia. En efecto, argumentaba Simplicio, si la Tierra se moviese, la torre se desplazaría mientras el cuerpo cae y, de este modo, cuando el cuerpo llegase al suelo, la torre ya se encontraría en otro sitio. En este caso, no era tan difícil mostrar una experiencia decisiva que zanjara la larga discusión. Bastaba dejar caer una bala de cañón desde lo alto del mástil de un barco. Si Simplicio tenía razón, la bala tendría que caer al pie del mástil sólo cuando el barco estuviese quieto, mientras que, si el barco se encontrara en movimiento, la bala tendría que caer a cierta distancia de la base del mástil (distancia correspondiente a lo que se hubiera desplazado el barco durante la caída). Por el contrario, si Galileo tenía razón, la bala caería siempre al pie del mástil, independientemente de si el barco se movía o no. En efecto, según sostenía Galileo, desde el interior de un sistema de referencia (en este caso, el barco) no podría observarse ninguna diferencia en la caída de los cuerpos debida a que el sistema completo (sistema del que el observador mismo forma parte) se hallase en movimiento o en reposo –algo verdaderamente fundamental para las tesis de Galileo, pues, si tuviera razón, resultaría que de los movimientos observados desde el interior de un sistema de referencia no cabría concluir nada respecto a su estado de movimiento o reposo y, por lo tanto, quedarían desautorizados los principales argumentos de los aristotélicos contra el movimiento de la Tierra–. Pero lo que nos interesa aquí es que toda la discusión entre Salviati (el portavoz de Galileo) y Simplicio, en el Diálogo, se realiza sin hacer el experimento en cuestión. De hecho, Salviati no tiene la menor intención de hacerlo. Y es Simplicio, el aristotélico «escolástico», el que protesta enérgicamente por el apriorismo de su interlocutor: «¿O sea que vos no habéis hecho no ya cien, sino ni una sola prueba, y la afirmáis tan libremente como segura?»[50]. A lo que, con toda tranquilidad, Salviati responde: «Yo, sin experiencia, estoy seguro de que el efecto se dará como os digo, porque es necesario que así suceda»[51]. Así pues, es Simplicio quien se proclama portavoz de la experiencia; Salviati, por el contrario, está más bien seguro a priori de dónde caerá la bala de cañón, y no piensa molestarse en provocar una experiencia (ni siquiera en los casos en los que sí cabría aducir la experiencia a favor de sus tesis) que sólo sería probatoria «para aquellos que no quieren abrir los ojos a la razón» (en 1641, Gassendi se tomaría la molestia de hacer el experimento en cuestión).
En el Diálogo, Salviati se comporta, como decíamos, de un modo enteramente socrático: conocer es, en algún sentido, recordar[52]. En un momento en el que Simplicio se muestra desconcertado, sin saber qué responder, Salviati le tranquiliza: «De la misma manera que habéis sabido lo que precede, sabréis, no, sabéis, el resto; y si pensáis en ello también lo recordaréis; pero para abreviar tiempo os ayudaré a recordar»[53].
Menón hace varios intentos de explicar a Sócrates lo que todo el mundo sabe por experiencia, es decir, lo que es la virtud. Le pone ejemplos de virtudes. Pero Sócrates quería saber qué es la virtud, qué es aquello de lo que esos ejemplos son ejemplos. Le dice cuáles son las partes de la virtud, pero eso es para Sócrates como preguntar qué es una abeja y contestar que es una cabeza, un abdomen, unas alas y unas patas. Tras varios intentos fallidos, Menón acaba por poner en duda la posibilidad del conocimiento. Es entonces cuando Sócrates le tranquiliza con un cuento que cuentan los poetas, pero que, de todos modos, resulta clarificador: dicen los poetas que todos hemos vivido una vida anterior y que conocer es recordar lo que vivimos entonces. Este asunto de la inmortalidad del alma, como se ve, no es una cosa que cuenten ni Platón ni Sócrates, sino algo que cuentan los poetas (que, por cierto, fueron los que pidieron la pena de muerte contra Sócrates). Pero se trata de un cuento útil, al menos para que Menón no se rinda demasiado pronto, negando sin más la posibilidad de conocer. Lo que «en el lenguaje de los poetas» es aquí aludido como una «vida anterior» que puede ser «recordada» puede ser una buena metáfora (aunque sólo una metáfora) de lo que Sócrates lleva pidiendo a Menón desde el principio: para saber si la virtud es o no enseñable, es preciso saber con anterioridad a qué estamos llamando virtud. De lo contrario, ni siquiera sabremos de qué estamos hablando. Empezaremos hablando, por ejemplo, de bolas que ruedan y en seguida nos encontraremos hablando de ruedas que chocan, y eso sin que ni siquiera nos demos cuenta. Al final, es posible que ni siquiera hayamos estado hablando de bolas, sino de nuestra abuela o de nuestro ombligo, como suele ocurrir en casi todos los debates de nuestra telebasura.
El famoso método «hipotético deductivo» del que Galileo sería fundador consiste, como acabamos de ver, en el empeño socrático de garantizar que no se va a cambiar de tema de una forma incontrolada. De hecho, Salviati se presenta a sí mismo como un «domador de cerebros»[54], convencido de que su interlocutor va a estar absolutamente de acuerdo con él sin necesidad de demostrarle la verdad de sus argumentos con muchos experimentos. Para demostrar que Simplicio, en realidad, no puede sino estar de acuerdo con él, basta con impedir que se vaya por las ramas; basta con obligarle a razonar sin mezclar unos temas con otros. La única exigencia que hace es, como Sócrates, «que el Sr. Simplicio se limite a responder a mis preguntas», con la advertencia expresa de que no responda nada más que lo que sepa con toda seguridad[55]. En efecto, si Sócrates tenía animadversión hacia la opinión era porque la opinión siempre cambia de tema sin darse ni cuenta. La opinión mezcla permanentemente unos temas con otros, agazapados en las mismas palabras. La opinión nunca trata realmente de aquello que dice estar tratando. De ahí que, en casi todas las conversaciones no científicas que duran lo bastante, se acabe por reconocer que se ha estado hablando «un poco de todo», un poco «de todo y un poco de nada». Se ha comenzado hablando de una cosa y, no se sabe ni cómo, se ha acabado por hablar de otra completamente distinta. Por el contrario, el empeño de la ciencia por establecer «sistemas cerrados» o «modelos hipotéticos» consiste en introducir toda una suerte de dispositivos que impiden que se cambie de tema sin ningún control. Si se le encarga a alguien en un laboratorio que mida la temperatura de un líquido y, después de introducir el dedo, se contesta algo así como «en mi opinión, está caliente», lo peor ya no es la imprecisión, lo peor es que seguro que se empezará en seguida a hablar de otra cosa: caliente significa, para mí, el agua de la bañera que me preparaba mi abuela. Pero nadie ha preguntado por ninguna abuela. El termómetro, un instrumental tan elemental, es, en realidad, un sistema de compuertas capaz de garantizar que se está hablando de lo que se está hablando y de nada más. El termómetro es, por así decirlo, el látigo del «domador de cerebros».
Al empeñarse en hablar de lo que se habla y no de otra cosa, Galileo comienza planteando el caso de una bola que rueda en el vacío sobre un plano perfecto. Ningún escolástico de la época le niega que, en ese caso, la bola seguirá rodando eternamente.