Y así estos desnudos habitantes de Nantucket, estos ermitaños marinos, surgiendo de su hormiguero en la mar, se expandieron y conquistaron el mundo acuático, como tantos Alejandros; parcelándose entre ellos el Atlántico, el Pacífico y el océano Índico, lo mismo que los tres estados piratas hicieron con Polonia. Dejad que América anexe México a Texas, y apile Cuba sobre Canadá; que los ingleses colonicen toda la India, y cuelguen su resplandeciente enseña del sol; dos tercios de este globo terráqueo son del habitante de Nantucket. Pues el mar es suyo; propiedad suya como los imperios son propiedad de los emperadores; otros marinos sólo ostentan un derecho de paso a su través. Los barcos mercantes sólo son puentes prolongados; los de guerra sólo fuertes flotantes; incluso los piratas y los corsarios, aunque recorren el mar como los asaltantes de caminos recorren éstos, se limitan a saquear otros barcos, otros fragmentos de tierra como ellos mismos, sin tratar de obtener su alimento desde el propio insondable piélago. El habitante de Nantucket es el único que reside y descansa en el mar; es el único que, en lenguaje bíblico, baja a él en barcos; arándolo de aquí a allá como su propia especial plantación. Allí está su hogar; allí su negocio, que un Diluvio de Noé no interrumpirá, aunque sumerja a todos los millones de habitantes de la China. Vive en el mar como los gallos de pradera en la pradera; se oculta entre las olas, las trepa como los cazadores de gamuzas trepan los Alpes. Durante años no sabe de la tierra; de manera que, cuando finalmente llega a ella, huele a otro mundo, más extraño de lo que la luna olería a un terrícola. Junto a la gaviota marina, que a la puesta de sol pliega sus alas y se deja mecer hasta el sueño entre las olas; así, al caer la noche, el habitante de Nantucket, fuera de vista de tierra, recoge sus velas y se tiende a descansar, mientras bajo su misma almohada pasan raudas manadas de morsas y ballenas.
1 quohogs: molusco abundante en la costa este de Norteamérica, parecido a la almeja.
Capítulo 15
Chowder
La tarde estaba bastante avanzada cuando el pequeño Musgo fondeó marineramente y Queequeg y yo desembarcamos; así que no pudimos atender ningún asunto ese día, al menos ninguno salvo la cena y la cama. El posadero de la Posada del Surtidero nos había recomendado a su primo Oseas Hussey, de Los Calderos del Beneficio1, al cual declaró propietario de uno de los hoteles mejor cuidados de todo Nantucket; y por añadidura nos había asegurado que el primo Oseas, como él le llamaba, era famoso por sus guisos de chowder. Resumiendo, nos insinuó claramente que nada mejor podíamos hacer que buscar el beneficio de Los Calderos del Beneficio. Pero las indicaciones que nos había dado de dejar a estribor un almacén amarillo hasta que avistáramos una iglesia blanca a babor, y entonces dejar ésa del lado de babor hasta que arribáramos a una esquina tres puntos a estribor, hecho lo cual preguntáramos entonces al primer hombre que encontrásemos dónde estaba el sitio; estas retorcidas indicaciones suyas al principio nos desconcertaron, especialmente porque al emprender el camino Queequeg insistió en que el almacén amarillo –nuestro inicial punto de partida– debía estar del lado de babor, mientras que yo había entendido a Peter Coffin decir que estaba en el de estribor. No obstante, a fuerza de tantear un poco en la oscuridad, y requerir alguna vez a algún pacífico habitante para indagar el camino, al final llegamos a algo que no admitía equivocación.
Dos enormes calderos de madera pintados de negro y colgados de los motones de un tamborete holandés pendían de la cruceta de un viejo mastelero plantado frente a un antiguo portón. Los palos de la cruceta estaban aserrados del otro lado, de manera que este viejo mastelero se asemejaba en no poco a una horca. Quizá en aquella época yo era hipersensible a tales impresiones, pero no pude evitar quedarme mirando este patíbulo con cierto recelo. Una especie de calambre se me puso en el cuello mientras miraba los dos palos que quedaban; sí, dos había, uno para Queequeg y otro para mí. Es de mal agüero, pensé. Un tal Coffin, mi posadero al desembarcar en mi primer puerto ballenero; lápidas observándome en la capilla de los balleneros; ¡y aquí una horca! ¡Y además una pareja de formidables calderos negros! ¿Están arrojando estos últimos oblicuas alusiones referentes a Tofet?
De estas reflexiones me sacó la visión de una mujer pecosa con pelo amarillo y vestido amarillo, que estaba en el porche de la posada, bajo una mortecina lámpara roja allí colgada, semejante en mucho a un ojo herido, y enzarzada en diligente reprimenda con un hombre de camisa púrpura de lana.
—¡Seguid vuestro camino –le decía al hombre– o, si no, os voy a aviar!
—Vamos, Queequeg –dije yo–, conforme. Ahí está la señora Hussey2.
Y así resultó ser, habiéndose el señor Oseas Hussey ausentado de casa, aunque dejando a la señora Hussey enteramente capacitada de atender todos sus asuntos. Al manifestar nuestros deseos de una cena y una cama, la señora Hussey, posponiendo por el momento ulteriores reprimendas, nos condujo a una pequeña habitación, y sentándonos a una mesa rociada con los restos de un condumio recientemente concluido, volviose hacia nosotros y dijo:
—¿Almeja o bacalao?
—¿Qué dice de bacalaos, señora? –dije yo con mucha educación.
—¿Almeja o bacalao? –repitió.
—¿Una almeja para cenar? Una almeja fría; ¿es eso lo que quiere decir, señora Hussey? –dije yo–; pero en tiempo invernal ése es un recibimiento más bien frío y viscoso, ¿no le parece, señora Hussey?
Mas al tener mucha prisa por reanudar la reprimenda al hombre de la camisa púrpura, que estaba esperando en la entrada a que lo hiciera, y pareciendo no haber escuchado nada excepto la palabra «almeja», la señora Hussey se dirigió rápidamente hacia una puerta abierta que daba a la cocina y, vociferando «almeja para dos», desapareció.
—Queequeg –dije yo–, ¿tú crees que podemos apañarnos una cena los dos con una sola almeja?
Sin embargo, viniendo de la cocina, un cálido y sabroso vapor se encargó de contradecir el aparentemente desolado panorama ante nosotros. Y cuando ese chowder humeante llegó, el misterio quedó maravillosamente explicado. ¡Ah, afables amigos!, prestadme atención. Estaba elaborado con pequeñas almejas jugosas, apenas más grandes que avellanas, mezcladas con bizcocho de barco desmenuzado y cerdo salado cortado en lasquitas; todo ello enriquecido con mantequilla, y abundantemente sazonado con pimienta y sal. Al estar agudizados nuestros apetitos por la gélida travesía y, en particular, al ver Queequeg su alimento favorito de pescado ante sí, y estar el chowder sobremanera excelente, lo despachamos con gran diligencia; tras lo cual, reclinándome yo entonces un momento y rememorando la proclama de almeja o bacalao de la señora Hussey, pensé intentar un pequeño experimento. Me acerqué a la puerta de la cocina, pronuncié la palabra «bacalao» con gran énfasis, y volví a mi sitio. A los pocos instantes el sabroso vapor llegó de nuevo, pero con un aroma distinto, y a su momento un estupendo chowder de bacalao fue situado ante nosotros.
Retomamos la tarea; y mientras aplicábamos nuestras cucharas al plato, pensé yo para mí: «Me pregunto si afectará de algún modo a la cabeza. ¿Cuál es ese desatinado dicho sobre la estupidez de la gente con cabeza de chowder?»3.
—Pero mira, Queequeg, ¿no es eso una anguila viva en tu plato? ¿Dónde está tu arpón?
Era Los Calderos del Beneficio el más escamante de los lugares, y bien merecía su nombre, pues los calderos siempre estaban cociendo raciones de chowder. Chowder para el desayuno, y chowder para la comida, y chowder para la cena, hasta que empezabas a buscar espinas de pescado saliéndote de la ropa. La zona anterior de la casa estaba pavimentada con conchas de almejas. La señora Hussey llevaba un collar pulido de vértebras de bacalao, y Oseas Hussey había encuadernado sus libros de contabilidad