»Esto, compañeros de tripulación, esto es esa otra lección; y que la desgracia caiga sobre aquel piloto del Dios vivo que la desdeñe. ¡Que la desgracia caiga sobre aquel a quien este mundo hechice, apartándole de su deber evangélico! ¡Que la desgracia caiga sobre quien busque verter aceite sobre las aguas cuando Dios las ha fermentado en galerna! ¡Que la desgracia caiga sobre quien trate de agradar en lugar de atribular! ¡Que la desgracia caiga sobre aquel cuyo buen nombre sea para él más que la bondad! ¡Que la desgracia caiga sobre quien en este mundo se haga acreedor del deshonor! ¡Que la desgracia caiga sobre quien no sea sincero, aun cuando ser falso represente la salvación! ¡Sí, que caiga la desgracia sobre quien, como dice el gran piloto Pablo, mientras predica a los demás, él mismo es un náufrago!»
Se inclinó, y se recogió en sí mismo un momento; entonces, alzando su rostro hacia ellos de nuevo, mostró una profunda alegría en sus ojos, mientras gritaba con celestial entusiasmo...
«Pero, ¡oh, compañeros! Del lado de estribor de cada desgracia hay con seguridad deleite; y más alta es la cumbre de ese deleite que profundo el fondo de la desgracia. ¿No está más alta la galleta del mayor que baja está la sobrequilla? El deleite –un deleite muy, muy arriba y hacia el interior– es para el que, en contra de los orgullosos dioses y comodoros de esta tierra, siempre se yergue en su propio e inexorable ser. El deleite es para aquel cuyos fuertes brazos todavía le sostienen cuando el barco de este abyecto y traicionero mundo se ha hundido bajo él. El deleite es para aquel que en la verdad no da cuartel, y que mata, quema y destruye todo pecado, aunque lo extraiga de debajo de las togas de jueces y senadores. El deleite... un deleite de sobrejuanete, es para aquel que no reconoce ley o señor, sino al Señor su Dios, y sólo es patriota del Cielo. El deleite es para aquel al que todas las olas de los mares de la turbulenta canalla nunca pueden apartar de su segura quilla eterna. Y eterno deleite y delicia será propio de quien, viniendo a yacer, puede decir con su último aliento… ¡Oh, Padre!... Conocido especialmente de mí por vuestra vara… mortal o inmortal, aquí muero. Me he esforzado por ser vuestro más que por ser del mundo o mío propio. Aun así, esto no es nada; dejo a Vos la eternidad: pues ¿qué es el hombre, para que haya de vivir el tiempo de vida de su Dios?»
No dijo más, sino que, impartiendo lentamente una bendición, se cubrió el rostro con las manos, y así permaneció, arrodillado, hasta que toda la parroquia hubo salido y quedó solo en el lugar.
Capítulo 10
Un amigo del alma
Al regresar desde la capilla a la Posada del Surtidero, encontré allí a Queequeg completamente solo; se había ausentado de la capilla poco antes de la bendición. Estaba sentado en un banco frente al fuego, con los pies sobre el hogar de la estufa, y cerca de la cara sostenía en una mano ese pequeño ídolo negro suyo; escudriñaba con atención su rostro, y tallaba suavemente en su nariz con una navaja, tarareando mientras para sí a la pagana manera suya.
Pero, al ser interrumpido, dejó la imagen; y en seguida, yendo a la mesa, tomó un gran libro, y colocándolo en su regazo empezó a contar las páginas con aplicada regularidad; a cada quincuagésima página –tal como observé–, se detenía un instante, mirando ausente a su alrededor, y profería un prolongado y gorjeante silbido de asombro. Volvía entonces a empezar de nuevo en las siguientes cincuenta, comenzando aparentemente en el número uno cada vez, como si no supiera contar más de cincuenta y únicamente fuera con motivo de tal gran número de cincuentas hallados juntos que se suscitaba su asombro ante la multitud de páginas.
Con gran interés estuve sentado observándole. Aun salvaje como era, y horriblemente desfigurado en el rostro –al menos para mi gusto–, su semblante tenía, no obstante, un algo en sí, que no era en modo alguno desagradable. El alma no la puedes ocultar. A través de todos sus antinaturales tatuajes creí ver las trazas de un corazón sencillo y honesto; y en sus grandes y profundos ojos, de un negro encendido y audaz, aparecían muestras de un espíritu capaz de desafiar a mil diablos. Y aparte de todo esto, había en el pagano un cierto porte noble, que ni siquiera su rudeza podía enteramente invalidar. Parecía un hombre que nunca se hubiera amedrentado y nunca hubiera tenido un acreedor. Si acaso, quizá (sobre esto no me aventuraré a opinar), que al estar su cabeza afeitada, su frente se trazaba en un relieve más libre y destacado, y parecía más amplia de lo que de otra manera hubiera sido; pero era cierto que su cabeza era una cabeza frenológicamente excelente. Puede que parezca ridículo, pero me recordaba la cabeza del general Washington tal como se ve en los bustos populares suyos. Tenía la misma prolongada inclinación huidiza, regularmente graduada a partir de las cejas, que eran igualmente muy pronunciadas, como dos largos promontorios espesamente boscosos en la cumbre. Queequeg era George Washington canibalísticamente desarrollado.
Mientras así estaba atentamente calibrándole, medio pretendiendo a la vez estar mirando la tormenta de fuera a través de la ventana, nunca dio señal de percibir mi presencia, nunca se molestó en siquiera echar una sola ojeada; sino que pareció estar completamente abstraído en la cuenta de las páginas del maravilloso libro. Considerando lo próximamente que habíamos estado durmiendo juntos la noche anterior, y considerando especialmente el afectuoso brazo que había encontrado caído sobre mí al levantarme por la mañana, esta indiferencia suya me pareció muy extraña. Pero los salvajes son seres extraños; a veces no sabes exactamente cómo tomártelos. Inicialmente resultan intimidantes; la simplicidad de su calmosa seguridad en sí mismos parece sabiduría socrática. También había percibido que Queequeg nunca confraternizaba en modo alguno, o apenas muy poco, con los otros marinos de la posada. No se acercaba a nadie en absoluto; no aparentaba deseo alguno de agrandar el círculo de sus conocidos. Todo esto me chocaba poderosa y singularmente; sin embargo, pensándolo de nuevo, en aquello había algo casi sublime. Aquí estaba un hombre a unas veinte mil millas de su hogar, entiéndase por la ruta del cabo de Hornos –que era la única ruta por la que podía llegar allí–, arrojado entre personas tan extrañas para él como si estuviera en el planeta Júpiter; y, sin embargo, parecía enteramente a sus anchas, preservando la mayor serenidad, contento con su propia compañía, siempre ecuánime consigo mismo. Ciertamente era éste un toque de exquisita filosofía; por más que, sin duda alguna, él nunca habría escuchado que existiera algo semejante. Pero, quizá, para ser verdaderos filósofos, nosotros mortales no deberíamos ser conscientes de vivir o afanarnos como tales. Tan pronto como oigo que tal o cual hombre se toma por filósofo, concluyo que, como la anciana dispéptica, debe haberse «roto su digeridor»1.
Mientras permanecía sentado en aquella estancia entonces solitaria, el fuego ardiendo tenue, en esa afable etapa en la que, una vez que su inicial intensidad ha caldeado el aire, ya no refulge sino para ser observado; las sombras y los fantasmas de la noche reuniéndose alrededor de las ventanas, y observándonos a nosotros dos, silenciosos y solitarios; la tormenta tronando afuera en solemnes crescendos, comencé a ser susceptible a extrañas sensaciones. Sentí algo fundirse en mí. Mi corazón astillado y mi encolerizada mano no estaban ya vueltos contra el lobuno mundo. Este tranquilizador salvaje los había redimido. Ahí estaba sentado, su propia indiferencia revelaba una naturaleza en la que no acechaban civilizadas hipocresías y desabridos engaños. Salvaje era, una visión de visiones que ver; y, sin embargo, empecé a sentirme misteriosamente atraído hacia él. Y aquellas mismas cosas que hubieran repelido a muchos otros, eran los propios imanes que de ese modo me atraían. Probaré a tener un amigo pagano, pensé, ya que la bondad cristiana no ha resultado ser sino hueca cortesía. Acerqué mi banco a él, e hice algunos gestos e insinuaciones amistosos, a la vez que me esforzaba cuanto mejor podía en hablarle. Al principio apenas reparó en estas aproximaciones; pero al poco, al referirme a su hospitalidad de la noche pasada, concedió en preguntarme si íbamos a ser de nuevo compañeros de cama. Le dije que sí; ante lo cual creo que pareció complacido, quizá un poco halagado.
Entonces