»“¡Oh, así cuelga mi conciencia en mí!”, gruñe, “recta hacia arriba, así arde; ¡pero los aposentos de mi alma están torcidos todos!”.
»Como alguien que tras una noche de juerga embriagada se apresura al lecho, todavía vacilante, pero con la conciencia punzándole ya, lo mismo que los saltos del caballo de carreras romano, que sólo presionan cada vez más su bocado de acero en él; como alguien que en esa miserable situación aún se vuelve una y otra vez en aturdida angustia, rogándole a Dios ser anulado hasta que el trastorno pase; y finalmente, en medio del torbellino de penar que siente, un profundo estupor le embarga, como al hombre que se desangra hasta la muerte, pues la conciencia es la herida, y no hay nada que la tapone; así, tras dolorosos combates en su litera, el portento de la ponderal aflicción de Jonás le arrastra, sumiéndole al sueño.
»Y ahora ha llegado el momento de la marea; el barco suelta los cables; y desde el muelle desierto el barco de Tarsis, que nadie despide, se desliza todo escorado al mar. ¡Ese barco, amigos míos, fue el primer contrabandista registrado! El contrabando era Jonás. Mas el mar se rebela; no va a soportar la inicua carga. Viene una terrible tormenta, el barco puede partirse. Y ahora, cuando el contramaestre llama a toda la tripulación a aligerarlo; cuando cajas, fardos y vasijas castañetean por encima de la borda; cuando el viento chirría, y los hombres dan alaridos, y todas las planchas truenan con pies que pisotean justo encima de la cabeza de Jonás; en todo este furioso tumulto, Jonás duerme su espantoso sueño. No ve negro cielo ni mar furioso, no siente el bamboleante maderamen, y apenas escucha o repara en el lejano embate de la poderosa ballena, que ya ahora, con fauces abiertas, está surcando los mares tras él. Sí, compañeros, Jonás había descendido a los costados del barco... Una litera en la cabina, como lo he citado, y estaba profundamente dormido. Mas el asustado patrón viene a él, y chilla en su oído muerto:
»“¿Qué pretendéis vos? ¡Eh, durmiente! ¡Despertad!”.
»Sorprendido en su letargo por este horrible grito, Jonás se incorpora tambaleándose, y subiendo a traspiés a cubierta se agarra a un obenque para mirar hacia el mar. Y en ese momento una ola, negra pantera que salta sobre las amuradas, se arroja sobre él. Ola tras ola saltan así al barco, y no encontrando raudo respiradero, fluyen bramando de proa a popa, hasta que los marineros están a punto de ahogarse, aun estando a flote. Y siempre, mientras la blanca luna muestra su espantado rostro desde los abruptos regueros de la negrura en lo alto, Jonás observa aterrado el bauprés que se alza señalando arriba, a lo alto, pero que pronto bate abajo de nuevo, hacia el atormentado piélago.
»Terrores y más terrores atraviesan gritando su alma. En sus amedrentadas actitudes se reconoce ahora claramente al fugitivo de Dios. Los marineros se fijan en él; sus sospechas sobre él devienen más y más ciertas, y finalmente, para comprobar la verdad, refiriendo todo el asunto al excelso Cielo, deciden echar suertes, por averiguar a causa de quién estaba esta gran tempestad sobre ellos. La suerte recae en Jonás; descubierto lo cual, ¡con qué furia le acosan entonces con sus preguntas! “¿Cuál es vuestra ocupación? ¿De dónde venís? ¿Cuál es vuestro país? ¿Quién es vuestra gente?”. Pero fijaos bien en el comportamiento del pobre Jonás, compañeros míos de tripulación. Los ansiosos marineros sólo le preguntan quién es, y de dónde; mientras que no sólo reciben una respuesta a esas preguntas, sino, de igual modo, otra respuesta a una pregunta no formulada por ellos; pues la no solicitada respuesta es extraída de Jonás por la dura mano de Dios, que está sobre él.
»“¡Soy un hebreo!”, grita... y entonces... “¡Temo al Dios del Cielo, que hizo el mar y la tierra firme!”
»¿Temerle, eh, Jonás? ¡Sí, bien podías temer al Señor Dios entonces! Inmediatamente, sigue ahora hasta hacer una confesión completa; ante lo cual los marineros quedan cada vez más consternados, aunque aún son clementes. Pues cuando Jonás, no suplicando todavía piedad a Dios, dado que demasiado bien conocía la oscuridad de sus desiertos... cuando el desdichado Jonás les grita que le cojan y le lancen al mar, pues sabía que por su causa estaba sobre ellos esta gran tempestad, ellos, compasivamente, se apartan de él, y tratan de salvar el barco por otros medios. Mas todo en vano; la encolerizada galerna aúlla más fuerte; entonces, con una mano alzada invocando a Dios, muy a su pesar sujetan a Jonás con la otra.
»Y observad a Jonás ahora, alzado como un ancla y dejado caer al mar; cuando instantáneamente, una aceitosa bonanza llega flotando desde el este, y el mar queda en calma, mientras Jonás hunde la galerna junto con él, dejando aguas serenas detrás. Desciende en el arremolinado corazón de una conmoción tan descontrolada que apenas advierte el momento en el que cae, burbujeando, dentro de las abiertas mandíbulas que le esperan; y la ballena cierra sobre su prisión todos sus dientes de marfil como otros tantos cerrojos blancos. Entonces Jonás rezó al Señor desde el vientre del pez. Mas observad su oración y aprended una lección de peso. Pues pecador cual es, Jonás no solloza ni gime por la salvación directa. Siente que su horrible castigo es justo. Deja a Dios su entera salvación, contentándose con esto que, a pesar de todas sus punzadas y dolores, aún pueda mirar hacia su sagrado templo. Y aquí, compañeros de tripulación, hay verdadero y genuino arrepentimiento; no vociferante de perdón, sino agradecido por el castigo. Y lo grata a Dios que fue esta conducta de Jonás se muestra en su rescate final del mar y de la ballena. Compañeros, no presento a Jonás ante vos para que sea imitado por su pecado, sino que lo presento ante vos como modelo de arrepentimiento. No pequéis; mas si lo hacéis, cuidad de arrepentiros de ello como Jonás.»
Mientras pronunciaba estas palabras, el aullar de la batiente y chirriante tormenta afuera parecía añadir nuevo poder al predicador, que, al describir la tormenta marina de Jonás, era como si él mismo fuera zarandeado por una tormenta. Su profundo torso se abultaba como con un mar de fondo; sus zarandeados brazos parecían los beligerantes elementos en acción; y los truenos que surgían de su oscura frente, y el destello que saltaba de su ojo, hacían que todos sus sencillos oyentes le observaran con un vívido temor que no era propio de ellos.
Se produjo ahora una calma en su semblante, mientras una vez más volvió silenciosamente las páginas del Libro; y finalmente, permaneciendo inmóvil, con los ojos cerrados, momentáneamente pareció comulgar con Dios y consigo mismo.
Mas de nuevo se inclinó hacia el público, y bajando su cabeza humildemente, con aspecto de la más profunda y aun así la más humana humildad, pronunció estas palabras:
«Compañeros de tripulación, Dios ha posado sólo una mano sobre vosotros; ambas manos me presionan a mí. Os he leído, a la turbia luz que alcanzarme pueda, la lección que Jonás enseña a todos los pecadores; y por lo tanto a vos, y aún más a mí, pues yo soy mayor pecador que vosotros. Y, ahora, con qué contento bajaría de este tope y me sentaría allí, en los cuarteles donde os sentáis vos, y escucharía como vosotros escucháis, mientras alguno de vosotros me leyera a mí, cual piloto del Dios vivo. Cómo, siendo piloto-profeta ungido, o portavoz de las cosas verdaderas, y requerido por el Señor a sondear esas inoportunas verdades en los oídos de la malvada Nínive, Jonás, mortificado por la hostilidad que provocaría, desertó de su misión, y buscó escapar a su deber y a su Dios embarcándose en Jope. Pero Dios está en todas partes; nunca llegó a Tarsis. Como hemos visto, Dios vino a él en la ballena, y lo engulló en vivaces abismos de perdición, y con rápidas batidas le arrastró “en medio de los mares”, donde simas de remolinos le absorbieron hasta diez mil leguas de profundidad, y “las algas estaban enrolladas en su cabeza”, y todo el acuático mundo de adversidad volteaba sobre él. No obstante, incluso entonces, más allá del alcance de cualquier plomada –“desde el vientre del Infierno”–, cuando la ballena encalló sobre los huesos