Capítulo 4
El cubrecama
Cuando a la mañana siguiente me desperté al comenzar a clarear, encontré el brazo de Queequeg tirado sobre mí del más cariñoso y afectivo de los modos. El cubrecama era de retacería, lleno de singulares cuadraditos y triangulitos multicolores; y este brazo suyo tatuado por todos lados con una interminable figura de laberinto de Creta, de la cual ni dos zonas eran de un solo exacto matiz... debido, supongo, a que en el mar mantenía el brazo desordenadamente a sol y sombra, sus mangas de camisa irregularmente recogidas a distintas horas... este mismo brazo suyo, digo, parecía enteramente como una tira de esa misma colcha de retacería. De hecho, descansando sobre ella parcialmente, tal como el brazo estaba al despertarme, apenas podía distinguirlo de la colcha, así de bien combinaban sus tonalidades; y únicamente gracias a la sensación de peso y presión podía reconocer que Queequeg me estaba abrazando.
Mis sensaciones eran extrañas. Permitidme intentar explicarlas. Cuando era niño, recuerdo bien una circunstancia en cierto modo similar que me acaeció; si fue realidad o un sueño, nunca podría enteramente decidirlo. La circunstancia fue ésta. Había estado haciendo alguna travesura... creo que fue tratar de trepar por la chimenea, tal como había visto hacer unos días antes a un pequeño deshollinador; y mi madrastra, que de una u otra manera estaba pegándome todo el rato, o mandándome a la cama sin cenar... mi madre me sacó de la chimenea tirando de las piernas y me mandó a la cama, aunque sólo eran las dos de la tarde del veintiuno de junio, el día más largo del año en nuestro hemisferio. Me sentí horriblemente. Pero no había manera de evitarlo, así que me fuí escaleras arriba hasta mi pequeña habitación del tercer piso, me desvestí lo más lentamente posible, para así matar el tiempo, y con un amargo suspiro me metí entre las sábanas.
Allí estuve tumbado, calculando míseramente que habían de pasar dieciséis horas completas antes de que pudiera esperar una resurrección. ¡Dieciséis horas en cama! Los riñones me dolían de pensarlo. Y había, además, tanta luz… el sol brillando en la ventana, y un fuerte traqueteo de carruajes en las calles, y el sonido de alegres voces por toda la casa. Cada vez me sentía peor... Al final me levanté, me vestí, y bajando suavemente con los pies enfundados en calcetines, busqué a mi madrastra y me lancé súbitamente a los suyos, implorándola como favor especial que me diera una buena tunda de zapatillazos por mi mal comportamiento; cualquier cosa, cualquiera, excepto condenarme a estar en la cama durante un plazo de tiempo tan insoportable. Pero ella era la mejor y la más concienzuda de las madrastras, y de vuelta tuve que irme a la habitación. Durante varias horas estuve allí tumbado, enteramente despierto, sintiéndome mucho peor de lo que nunca me he sentido desde entonces, incluso ante las más grandes adversidades posteriores. Finalmente debí de haber caído en una modorra de atribulada pesadilla; y despertándome de ella –medio embebido en sueños– abrí los ojos, y la habitación, antes iluminada de sol, estaba ahora envuelta en completa oscuridad. Instantáneamente sentí una sacudida que recorrió todo mi cuerpo; nada podía verse, y nada podía oírse, pero una mano sobrenatural parecía estar puesta sobre la mía. El brazo lo tenía por fuera del cubrecama, y la innominada e inimaginable forma silente o fantasma a la que pertenecía la mano parecía estar sentada cerca, junto a mi cama. Durante lo que parecieron siglos y más siglos, allí estuve tumbado, congelado por el más tremendo de los miedos, no atreviéndome a retirar la mano; siempre, sin embargo, pensando que sólo con que pudiera moverla una única pulgada, el hórrido embrujo se rompería. No supe cómo esta conciencia finalmente se esfumó de mí; pero al despertarme por la mañana recordé todo con un escalofrío, y durante días y semanas y meses después me perdí en confusos intentos de explicar el misterio. De hecho, incluso hasta este mismo momento a veces me asombro de aquello.
Ahora bien, retirad el tremendo miedo, y mis sensaciones al sentir la sobrenatural mano sobre la mía fueron muy similares, en su rareza, a las que experimenté al levantarme y ver el pagano brazo de Queequeg rodeándome. Pero al final todos los acontecimientos de la noche pasada, uno por uno, volvieron a presentarse sobriamente en firme realidad, y entonces quedé únicamente sujeto al cómico trance. Pues a pesar de que yo trataba de mover su brazo –deshacer su abrazo de novio–, sin embargo, durmiendo cual estaba, incluso así me estrechaba con fuerza, como si nada, salvo la muerte, pudiera separarnos. Intenté ahora despertarle –«¡Queequeg!»–, pero su única respuesta fue un ronquido. Entonces me di la vuelta; mi cuello parecía llevar una collera y de pronto sentí un leve arañazo. Al retirar el cubrecama, allí estaba el tomahawk, durmiendo al lado del salvaje como si fuera un bebé con cara de hacha. Un buen aprieto, en verdad, pensé; ¡aquí en la cama en una casa extraña, en pleno día, con un caníbal y un tomahawk! –«¡Queequeg!... En nombre de lo que más quieras, ¡Queequeg, despierta!»– Al final, a base de mucho serpentear, e incesantes interpelaciones en voz alta sobre lo inapropiado de que abrazara a un compañero varón con ese estilo de tipo matrimonial, logré extraer un gruñido; y en un instante retiró su brazo, se sacudió todo él como un perro Terranova que acabara de salir del agua y se sentó en la cama, tieso como el astil de una pica, mirándome y frotándose los ojos, como si no se acordara bien de cómo había llegado yo a estar allí, aunque una tenue conciencia de saber algo sobre mí parecía ir surgiendo lentamente en él. Mientras tanto, yo me quedé mirándole tranquilamente, ya sin albergar serios temores, e inclinado a observar de cerca a una criatura tan curiosa. Cuando finalmente su mente pareció haber llegado a una conclusión respecto a la naturaleza de su compañero de cama, y supuestamente se reconcilió con el hecho; saltó al suelo, y mediante ciertos signos y sonidos me dio a entender que, si me parecía bien, él se vestiría primero y me dejaría a mí vestirme después, con todo el alojamiento para mí. Pensé yo: Queequeg, dadas las circunstancias, éste es un inicio muy civilizado; la verdad es que, decid lo que queráis, pero estos salvajes tienen un sentido innato de la delicadeza; es maravilloso lo esencialmente correctos que son. Le hago este cumplido a Queequeg porque mientras que él me trató con semejante gentileza y consideración, yo fui culpable de gran grosería, mirándole desde la cama y observando todos sus movimientos de aseo; mi curiosidad, por el momento, sobreponiéndose a mi educación. No obstante, no todos los días se ve a un hombre como Queequeg; tanto él como su forma de comportarse eran muy merecedores de singular observación.
Comenzó a vestirse por arriba, colocándose su sombrero de castor, uno muy alto, por cierto, y después –todavía sin sus pantalones– buscó las botas. Por qué demonios lo hizo no puedo decirlo, pero su movimiento siguiente –con las botas en la mano y el sombrero puesto– fue el de empotrarse bajo la cama; momento en el que, de los diversos jadeos y tirones, inferí que se esforzaba en la dura tarea de calzarse las botas; bien que, por ninguna ley de urbanidad que yo haya escuchado, se le requiera a un hombre privacidad al ponerse las botas. Pero Queequeg, ya veis, era una criatura en estado de transición... Ni larva, ni mariposa. Estaba sólo civilizado lo suficiente para mostrar su foraneidad de la manera más extraña posible. Su educación todavía no se había completado. Era un escolar. Si no hubiera estado civilizado en leve grado, probablemente en modo alguno se habría molestado en llevar botas; pero a la vez, si no hubiera sido todavía un salvaje, nunca se le habría pasado por la cabeza meterse debajo de la cama para ponérselas. Finalmente emergió con su sombrero muy abollado y aplastado sobre los ojos, y comenzó a crujir y a cojear por la habitación, como si, al no estar muy acostumbrado a llevar botas, su par de piel de vaca, húmedas y arrugadas –probablemente tampoco precisamente hechas a medida–, más bien le apretaran y molestaran al primer uso de una gélida mañana.
Viendo ahora que no había cortinas en la ventana, y que al ser la calle muy estrecha la casa de enfrente gozaba de una vista clara de la habitación, y reparando cada vez más en la indecorosa estampa que Queequeg hacía, perneando de un lado a otro con poco más encima que su sombrero y sus botas, le rogué lo mejor que pude que acelerara un poco su aseo, y en particular que se pusiera los pantalones lo antes posible. Así lo hizo, y entonces procedió a lavarse. A esa hora de la mañana cualquier cristiano se hubiera lavado la cara; pero Queequeg, para mi sorpresa, se contentó con restringir sus abluciones a su pecho, brazos y manos. Enfundose entonces su chaleco, y tomando un pedazo de jabón del lavabo-mesa central, lo sumergió en el agua y empezó a enjabonarse la cara. Yo estaba mirando a ver dónde guardaba su navaja, cuando hete aquí que coge el arpón de la esquina de la cama,