El licor pronto se les subió a la cabeza, como suele ocurrir incluso con los más notorios bebedores recién desembarcados del mar, y empezaron a alborotar de la más estrepitosa manera.
Yo observé, no obstante, que uno de ellos se mantenía un tanto apartado, y a pesar de que parecía solícito a no malograr la hilaridad de sus camaradas de barco mediante su sobrio semblante, aun así por lo general evitaba hacer tanto ruido como el resto. Este hombre me interesó al momento; y como los dioses del mar habían ordenado que pronto se convirtiera en mi compañero de tripulación (aunque, en lo que a esta narrativa concierne, sólo un compañero encubierto), me aventuraré aquí a una pequeña descripción suya. Alzaba seis pies cabales, con nobles hombros, y un pecho como una encajonada. Rara vez he visto tal musculatura en un hombre. Su rostro estaba profundamente curtido y tostado, haciendo que sus blancos dientes deslumbraran por contraste; mientras que en las profundas sombras de sus ojos flotaban ciertas reminiscencias que no parecían proporcionarle una gran alegría. Su voz anunciaba inmediatamente que era sureño, y por su buena estatura pensé que debía de ser uno de esos altos montañeses de la sierra Alleganian, en Virginia. Cuando la juerga de sus compañeros había alcanzado su punto culminante, este hombre se deslizó fuera inadvertido, y no le volví a ver hasta que se convirtió en mi camarada en el mar. A los pocos minutos, sin embargo, fue echado de menos por sus compañeros de tripulación, y siendo por alguna razón enormemente apreciado entre ellos, alzaron el grito de «¡Bulkington! ¡Bulkington! ¿Dónde está Bulkington?» y salieron disparados de la casa en su persecución.
Eran ahora cerca de las nueve, y pareciendo estar la estancia casi sobrenaturalmente tranquila tras estas orgías, empecé a felicitarme a mí mismo por un pequeño plan que se me había ocurrido justamente antes de la entrada de los marineros.
Ningún hombre prefiere dormir dos en una cama. De hecho, preferirías con mucho no dormir con tu propio hermano. No sé a qué se debe, pero a la gente le gusta la privacidad cuando duerme. Y si se trata de dormir con un extraño desconocido, en una posada desconocida, en una ciudad desconocida, y ese extraño es un arponero, entonces tus objeciones se multiplican indefinidamente. Tampoco había ninguna terrenal razón por la que yo, como marinero debiera, más que cualquier otro, dormir dos en una cama; pues los marineros no duermen dos en una cama en el mar más de lo que lo hacen los reyes solteros en tierra. Por supuesto, todos duermen juntos en un solo compartimento, pero tú tienes tu propio coy, y te cubres con tu propia manta, y duermes en tu propia piel.
Cuanto más cavilaba sobre este arponero, más abominaba de la idea de dormir con él. Era de suponer que, siendo un arponero, su ropa interior, ya fuera de lino o de lana, no estaría de lo más cuidada, y con seguridad no sería de la más delicada. Empecé a tener picores por todas partes. Además, se estaba haciendo tarde, y todo arponero decente debería estar en casa y camino de la cama. Suponed, digamos, que me cayera encima a medianoche... ¿Cómo podría saber de qué vil agujero había venido?
—¡Posadero! He cambiado de opinión sobre el arponero. No dormiré con él. Probaré el banco este.
—Como bien gustes; siento no poder cederte un mantel para colchón, y se trata de una tabla fastidiosamente dura –palpando los nudos y hendiduras–. Pero espera un poco, skrimshander3; tengo un cepillo de carpintero ahí en el bar... Espera, digo, y te pondré suficientemente cómodo.
Diciendo lo cual se hizo con el cepillo, y quitándole el polvo primero al banco con su viejo pañuelo de seda, se puso a cepillar vigorosamente en mi cama, siempre sonriendo como un simio. Las virutas volaron a derecha e izquierda, hasta que finalmente la cuchilla del cepillo golpeó bruscamente contra un indestructible nudo. El posadero estuvo a punto de abrirse la muñeca, y yo le dije que parara, por amor de Dios... que la cama era suficientemente blanda para mí, y que no sabía cómo, mediante todo el cepillado del mundo, podía hacerse edredón de una tabla. Así que, recogiendo las virutas con otra sonrisa, y echándolas a la gran estufa del medio de la estancia, se fue a sus asuntos y me dejó dándole vueltas a mi cabeza.
Tomé entonces la medida del banco y descubrí que era un pie demasiado corto; aunque eso se podía arreglar con una silla. Pero era un pie demasiado estrecho, y el otro banco de la estancia era unas cuatro pulgadas más alto que el cepillado... así que no había manera de emparejarlos. Coloqué entonces el primer banco a lo largo del único sitio libre junto a la pared, dejando un poco de espacio en medio para que mi espalda se aposentara en él. Pero pronto descubrí que allí me llegaba tal corriente de aire frío desde debajo del antepecho de la ventana que este plan jamás, en modo alguno, daría resultado, en especial porque otra corriente que provenía de la desvencijada puerta se reunía con la de la ventana, y ambas formaban una serie de pequeños remolinos en la inmediata vecindad del punto donde yo había pensado pasar la noche.
Que el Diablo se lleve a ese arponero, pensé, pero un momento, ¿no podría yo aprovecharme de su ausencia... cerrar la puerta con candado desde dentro, y meterme en la cama y que no me despertaran ni los más violentos golpes? No parecía mala idea; pero al volver a pensarlo la deseché. Pues quién podría saber si a la mañana siguiente, tan pronto como asomara de la habitación, no estaría en la puerta el arponero, ¡dispuesto a aporrearme!
Con todo, volviendo a mirar a mi alrededor, y no viendo oportunidad alguna de pasar una noche soportable a no ser en la cama de otra persona, empecé a pensar que a pesar de todo podría estar engendrando prejuicios injustificados contra el desconocido arponero. Esperaré un poco, pensé; no ha de tardar en dejarse caer. Le echaré entonces una buena ojeada, y quizá a pesar de todo nos hagamos estupendos compañeros de cama... Nunca se puede decir.
Pero aunque los otros huéspedes continuaban llegando, de uno en uno, de dos en dos, y de tres en tres, y yéndose a la cama, todavía ninguna señal de mi arponero.
—¡Posadero! –dije–. ¿Qué clase de tipo es... Siempre está en pie a tan altas horas? –ya eran casi las doce.
El posadero rio veladamente de nuevo con su mezquina risa velada, y pareció extraordinariamente divertido por algo más allá de mi comprensión.
—No –contestó–, por lo general es pájaro tempranero... Tempranero al acostarse y tempranero al levantarse... Sí, es el pájaro que coge el gusano... Pero esta noche salió a vender, ya ves, y no comprendo qué demonios le hace estar fuera tan tarde, a no ser, que es posible, que no pueda vender su cabeza.
—¿Que no pueda vender su cabeza?... ¿Qué clase de embrollo es este que me está contando? –montando en creciente cólera–. ¿Pretende usted, posadero, decir que este arponero está en realidad ocupado esta bendita noche de sábado, o más bien mañana de domingo, vendiendo su cabeza de un lado a otro por la ciudad?
—Eso es precisamente –dijo el posadero–, y le dije que aquí no podría venderla, el mercado tiene exceso de existencias.
—¿De qué? –grité yo.
—De cabezas, evidentemente; ¿no hay demasiadas cabezas en el mundo?
—Le voy a decir una cosa, posadero –dije yo, bastante calmado–, sería mejor que dejara de largarme esa fábula... No estoy tan verde.
—Puede que no –cogiendo un palo y labrando con él un mondadientes–, pero me parece que ya estarías chamuscado si ese arponero de que hablamos te oyera hablar mal de su cabeza.
—Se la partiré –dije yo, cayendo de nuevo en el apasionamiento ante este inexplicable fárrago del posadero.
—Ya está partida –dijo él.
—Partida –dije yo–, ¿quiere decir partida?
—Cierto, y ésa es la verdadera razón por la que no puede venderla, supongo.
—Posadero –dije yo, acercándome a él tan frío como el monte Hecla en una tormenta de nieve–... Posadero, deje de labrar el palo. Usted y yo hemos de entendernos