—Vaya –dijo el posadero, respirando prolongadamente–, eso es lo que yo llamo un sermón bien largo para un tipo que apenas le da a la lengua de vez en cuando. Pero ten calma, ten calma, este arponero del que te he estado hablando acaba de llegar desde los Mares del Sur, donde compró un montón de cabezas embalsamadas de Nueva Zelanda (gran curiosidad, ya sabes), y ha vendido todas menos una, y ésa la está tratando de vender esta noche, porque mañana es domingo, y no sería apropiado ir vendiendo cabezas humanas por las calles cuando la gente está acudiendo a las iglesias. Quiso hacerlo el último domingo, pero yo le detuve justo cuando estaba saliendo por la puerta con cuatro cabezas colgadas de una cuerda, que parecían talmente una ristra de cebollas.
Esta explicación aclaró el en otra forma inexplicable misterio y mostró que el posadero, a pesar de todo, no había tenido intención de burlarse de mí... Pero, al mismo tiempo, ¿qué podía yo pensar de un arponero que una noche de sábado se quedaba fuera de seguido hasta el santo día del Señor, ocupado en un negocio tan caníbal como el de vender cabezas de idólatras muertos?
—Fíese, posadero, ese arponero es un hombre peligroso.
—Paga con regularidad –fue la réplica–. Pero vamos, se está haciendo horriblemente tarde, sería mejor que sumergieras palmas... Es una buena cama: Sal y yo dormimos en esa misma cama la noche en que nos ayustamos. Hay cantidad de espacio para que dos pateen en esa cama; es una cama enormemente grande, ésa. Fíjate, antes de que la dejáramos, Sal solía poner a los pies a nuestro Sam y a nuestro pequeño Johnny. Pero una noche me dio por soñar y estirarme y, sin saber cómo, Sam se cayó al suelo, y estuvo a punto de romperse el brazo. Después de eso Sal dijo que no era posible. Ven por aquí, te daré una bujía en un periquete.
Y así diciendo encendió una vela y la extendió hacia mí, brindándose a guiar el camino. Pero yo quedé quieto, indeciso; hasta que él, mirando el reloj de la esquina, exclamó:
—Voto que es domingo... No verás a ese arponero esta noche; ha echado el ancla por algún sitio... Vamos allá entonces; ven, ¿no quieres venir?
Consideré el asunto un instante, y entonces, escaleras arriba subimos, y fui acompañado hasta un pequeño cuarto, frío como una almeja, y amueblado, efectivamente, con una prodigiosa cama, de hecho casi lo bastante grande para que durmieran cualesquiera cuatro arponeros, uno al lado del otro.
—Ahí está –dijo el posadero, colocando la vela en un antiguo y estrambótico arcón de barco que hacía la doble función de lavabo y mesa de centro–, ahí; ahora ponte cómodo, y que pases buena noche –me volví tras observar la cama, pero él había desaparecido.
Abriendo la colcha, me incliné sobre la cama. Aunque no fuera de las más elegantes, soportó, no obstante, el escrutinio tolerablemente bien. Eché entonces un vistazo por la habitación; y aparte del bastidor del somier y de la mesa de centro, no pude ver otro mobiliario propio del lugar excepto una tosca estantería, las cuatro paredes, y una pantalla de chimenea empapelada que representaba a un hombre atacando a una ballena. De cosas que no pertenecían propiamente a la habitación, había un coy recogido y tirado en el suelo, en una esquina; también un gran saco de marino, que contenía, sin duda, la indumentaria del arponero, haciendo la vez de un baúl de tierra firme. Del mismo modo, había una serie de extraños anzuelos de hueso de pez en la repisa de la chimenea, y un largo arpón junto a la cabecera de la cama.
Pero ¿qué es esto que hay en el arcón? Lo cogí y lo puse cerca de la luz, lo palpé, lo olí, y traté en todo posible modo de llegar a alguna conclusión satisfactoria al respecto. No puedo compararlo con nada, excepto con un gran felpudo ornamentado en los bordes con pequeños colgantes tintineantes, más o menos como las púas teñidas de puercoespín en rededor de un mocasín indio. Había un agujero o raja en el medio de esta estera, lo mismo que en los ponchos sudamericanos. Pero ¿era posible que un arponero sobrio se metiera en un felpudo y desfilara por las calles de alguna población cristiana de esa guisa? Me lo puse, para probarlo, y me pesó como un cuévano, pues era desusadamente hirsuto y espeso, y me pareció un poco húmedo, como si este misterioso arponero lo hubiera llevado puesto en un día de lluvia. Me acerqué, vestido con él, a un trozo de espejo sujeto a la pared, y nunca tuve visión semejante en mi vida. Me lo arranqué de encima con tal prisa que me hice una distensión en el cuello.
Me senté al borde de la cama, y empecé a pensar en este arponero vendedor de cabezas y su felpudo. Después de pensar un rato al borde de la cama, me levanté y me quité la cazadora, y me quedé entonces pensando, de pie, en medio de la habitación. Me quité luego mi chaqueta, y en mangas de camisa pensé un poco más. Pero al empezar a sentirme ya muy frío, medio desvestido como estaba, y recordando lo que el posadero había dicho sobre la segura ausencia del arponero aquella noche, al ser ya verdaderamente tan tarde, no le di más vueltas, me despojé de mis pantalones y mis botas y, apagando la luz de la vela, me derrumbé en la cama y me encomendé al cuidado del Cielo.
Si aquel colchón estaba relleno de panochas de maíz o de loza rota no hay forma de saberlo, pero yo di vueltas en abundancia, y no pude dormir durante largo rato. Finalmente caí en un ligero letargo, y ya casi había zarpado hacia la tierra de Sopor, cuando escuché un pesado pisotón en el pasillo y vi un reflejo de luz entrar en la habitación por debajo de la puerta.
Que el Señor me salve, pensé, éste debe ser el arponero, el infernal vendedor de cabezas. Pero me quedé tumbado, totalmente quieto, y decidí no decir palabra hasta que se dirigieran a mí. El extraño entró en la habitación llevando una vela en una mano y la cabeza aquella de Nueva Zelanda en la otra y, sin mirar hacia la cama, colocó bien lejos de mí su vela, en una esquina del suelo, y entonces se puso a deshacer las cuerdas anudadas de la gran bolsa que antes mencioné se encontraba en la habitación. Yo estaba ansioso por ver su rostro, pero él lo mantuvo vuelto durante cierto tiempo, mientras estuvo ocupado en desatar la boca de la bolsa. Sin embargo, una vez logrado esto, se volvió... y entonces, ¡santo Cielo!, ¡qué visión! ¡Qué semblante! Era de un purpúreo color amarillo oscuro, marcado aquí y allá con grandes cuadrados de negruzca apariencia. Sí, era exactamente lo que había pensado, era un terrible compañero de cama; había estado en una pelea, le habían cortado horriblemente, y aquí estaba, recién llegado del cirujano. Pero en ese momento dio en girar la cabeza hacia la luz de tal manera que vi claramente que esos cuadrados negros de sus mejillas en modo alguno podían ser apósitos. Eran manchas de alguna clase. Inicialmente no supe qué pensar sobre aquello; aunque pronto me vino una presuposición de la verdad. Recordé una historia de un hombre blanco –pescador de ballenas también– que, habiendo caído entre caníbales, había sido tatuado por ellos. Llegué a la conclusión de que este arponero, en el curso de sus distantes expediciones, se había topado con una aventura similar. Y al fin y al cabo, pensé yo, ¡qué! Sólo es su exterior; un hombre puede ser honesto en cualquier clase de piel. Mas, entonces, ¿qué hacer de su aterrenal epidermis, quiero decir, de esa parte de ella que había alrededor, completamente ajena a los cuadrados del tatuaje? Podría ser, seguramente, que no fuera otra cosa que una buena capa de bronceado tropical; aunque nunca escuché que un cálido sol bronceara a un hombre blanco volviéndolo amarillo púrpura. No obstante, yo nunca había estado en los Mares del Sur; y quizás allí el sol producía estos extraordinarios efectos sobre la piel. Ahora bien, mientras todas estas ideas pasaban a través de mí como el rayo, este arponero no se percataba de mí en modo alguno. Y habiendo abierto su bolsa tras ciertas dificultades, comenzó a hurgar en ella, y pronto sacó una especie de tomahawk, y una cartera de piel de foca con pelo. Colocándolos sobre el antiguo arcón de