No es objeto de esta introducción a la figura de Pellegrino —primus inter pares con Thomasma— y de su libro The Virtues in Medical Practice abordar el nacimiento de la bioética en Estados Unidos, bien descrita por Jonsen en su libro The Birth of Bioethics (1998), pero sí algo de su seguimiento e impacto en Pellegrino y Thomasma en los ochenta. En efecto, cuando un año después del Informe Belmont (1978) —donde por primera vez se formulan los principios de la bioética—, aparece Principles of Bioethical Medicine, parece cierto que Pellegrino se vio tan claramente interesado por el nuevo discurso que hasta era posible de concebir como una especie de continuidad de su visión humanista. Una formulación nueva de la ética médica que apostaba por dar una salida a las frecuentes discrepancias morales clínicas y que, sin grandes hipotecas morales o religiosas, daba como resultado un método sencillo de aplicar a la toma de decisiones y de orientar las discrepancias. Pero, en los años inmediatos y posteriores, la influencia de los principios sobre la práctica de la medicina y el acto médico va reconvirtiendo poco a poco el alma mater de la ética médica —el bien del enfermo percibido por el médico— y elevando al primer plano la autonomía del paciente con el apoyo de la ley. Un conjunto de consecuencias, buenas unas y malas otras, recaerá entonces sobre las decisiones prácticas de la medicina. Si la intención de los galenos era curativa, el acto era bueno; y la proporción entre las consecuencias buenas del acto médico y las consecuencias malas pasaba a ser el criterio para la decisión final. Las viejas prescripciones y los deberes deontológicos de siglos anteriores iban siendo superados por los extraordinarios avances técnicos de la medicina y por los nuevos patrones de la profesión y las demandas de la sociedad. La pregunta que había que responder era por qué la medicina y los médicos de su país habían mostrado tan escasa reluctancia a los contravalores que se acogían por la sociedad, en muchos casos antagónicos a su identidad de siglos, por qué tan escasa resistencia a las imposiciones políticas, sociales o del mercado. El paso, en suma, de un código moral único a un código múltiple. Una experiencia, por otra parte, a la que no era ajena el pluralismo moral que experimentaba el país y el mismo mundo occidental. Los autores alcanzan a comprender que la escasa contestación en la respuesta deontológica de la profesión, individual e institucional, respondía en parte a la escandalosa falta de formación intelectual de los profesionales sobre sus propios valores, un déficit que los médicos arrastraban desde siglos atrás. Parecía evidente la necesidad de entrar a fondo en este agujero de la profesión y rearmarla. La idea de encontrar un nuevo paradigma moral para la práctica clínica de la medicina se vio impulsada.
Sea a la vista del predominio de la autonomía sobre la beneficencia, o por otras razones, lo cierto es que el tándem Pellegrino-Thomasma se confirma en la necesidad de entrar en el debate de la moralidad médica, que de ninguna forma era análogo a la noción de moralidad común que alentaba el principialismo. Como ha escrito Nuala Kenny, el maestro se apuntó a «una tarea de proporciones heroicas», al proyecto de «reconstruir una base para la ética médica y la moral médica». Una base moral nueva, bien fundamentada, que pudiera ser soporte de una viva reacción moral.
Un libro clave
Tres años después, en 1981, aparece el primer fruto de la reflexión de sus autores, A Philosofical Basis of Medical Practice, subtitulada en español «Hacia una filosofía y ética de las profesiones de sanación». Un libro cuya lectura mueve a sorpresa, pues, en un verdadero alarde de embalaje histórico, elaborado y erudito, los autores revelan al lector desde un primer momento el esqueleto interno, ontológico y fundante de las obligaciones morales de los médicos y de los profesionales de la enfermería. Aunque la idea de una filosofía de la medicina como fuente e inspiración de la ética médica precedió a este libro, es en él donde la intuición se concreta de un modo primario. Un texto que refleja las líneas maestras de la moralidad interna que los autores se proponen desarrollar: los rasgos captables, fenomenológicos, de suyo, del acto médico clínico son los que resultan del contacto con la enfermedad, con la vulnerabilidad de la persona enferma, con su sufrimiento y su angustia y ante el riesgo de la muerte. Ellos son el punto de partida de la verdadera moral médica.
Cuando en el capítulo 9 los autores se posan en la medicina de nuestro tiempo, estructurada tras siglos de existencia y ahora regulada por ley, Pellegrino y Thomasma se preguntan qué hechos o realidades esencialmente médicas se ponen en juego en el encuentro clínico entre médico y paciente. Pero también sobre qué componentes pone en juego el médico al asumir la responsabilidad individual de un acto clínico integral; no de un mero consejo, sino de la asunción plena de su responsabilidad ante una humanidad herida, vulnerada por la enfermedad y quizás en riesgo de muerte. La respuesta serán tres dimensiones diferentes del acto médico clínico que siempre están presentes. En otras palabras, el acto médico propio del encuentro clínico, cualquiera que sea la especialidad del profesional, integra tres dimensiones básicas, insustituibles e inerradicables: el hecho de la enfermedad, el acto de profesión y el acto central de la medicina. Del conjunto de estas tres dimensiones derivarán las obligaciones morales del médico y la realidad de que el acto médico, además de ser un acto técnico —una tekne—, es un acto moral.
Lo que los autores denominan hecho de la enfermedad consiste en una experiencia que se proyecta al médico de modo regular, que inicia y fundamenta la relación médico-paciente, la experiencia que resulta de una demanda de ayuda a la salud única y diferente, que será punto de partida de obligaciones morales, además de serlo de obligaciones técnicas. Una experiencia vital, por otra parte, que no constituye una mera formalidad interpretada desde fuera de la medicina y por consenso (al modo de las éticas modernas), sino pura experiencia interna de la profesión, personal e intransferible de cada médico y de cada relación médi-co-paciente; que surge de la vivencia del dolor ajeno y se proyecta en directo a la mente y al corazón del médico, el cual, ante el hecho de la vulnerabilidad que presencia, se convierte sin pretenderlo en agente moral individual de la demanda de ayuda. El hecho de la enfermedad es un descubrimiento diario del profesional, casi rutinario, que le adjudica siempre una responsabilidad moral en conciencia —a veces muy fuerte— y de la que no puede sacudirse salvo engañándose a sí mismo. Algo nunca comparable a un acto comercial o al mejor servicio de un mecánico que nos arregla el coche, ni incluso a la acción de un maestro con su alumno o de un abogado con su cliente, aunque puedan ofrecer analogías.
La segunda dimensión es el acto de profesión. Al enfrentar la enfermedad con la intención de curar o de reducir el estado de vulnerabilidad del paciente, el médico está realizando la profesión, está haciendo patente que posee los conocimientos y las habilidades para curar o aliviar la situación del enfermo: es lo que significa ingresar en la profesión. En su día, los médicos hicieron acto público de profesión al aceptar el título cuando prestaron el juramento ante testigos. Y es por eso por lo que el acto de profesión es siempre el cumplimiento de una promesa hecha en su día, inherente a su profesión, que se cumple en la realización de cada acto médico y que en su praxis identifica la profesión.
La tercera dimensión es el acto de medicina o acto central de la medicina, que consiste en una acción o acto de sanación correcto y bueno, científico y moral; es decir, lo que es mejor para un paciente concreto. De las tres preguntas, ¿qué tengo?, ¿qué se puede hacer?, ¿qué se debe hacer?, es esta última —es decir, la acción recomendada por el médico— la que establece el fin del juicio clínico, la que identifica la medicina qua medicina (sin menospreciar la investigación médica). El acto central de la medicina es por excelencia el más identificador de la profesión, es la respuesta a lo que se debe hacer tanto desde el punto de vista técnico (correcto) como moral (bueno).
De las tres dimensiones del acto médico, se desprenden muchos valores y muchas obligaciones morales que, en una sociedad pluralista, podrían coincidir o diferir entre médico y paciente. En todo caso, lo decisivo es que las obligaciones que surgen de este triplete, en especial de las dos últimas, constituyen la base filosófica primaria, desde el telos