Para alcanzar esta plenitud, este proyecto de vida, la persona tiene que poseerse a sí misma. Tiene que dominarse cada vez más. Ese dominio sobre sí requiere ejercicio. Para eso ha de adquirir como una especie de segunda naturaleza, que solo es posible mediante la adquisición y el cultivo de virtudes. Para ayudar a mantener el esfuerzo, se ha de favorecer que el educando descubra el sentido de su vida, el para qué de esta. Indudablemente, el ejercicio de la medicina y del resto de las profesiones sanitarias —bien entendido— facilita esta cuestión, pues la vocación es como una llamada que mueve a realizar grandes esfuerzos con gran generosidad, y vivirlos como una carga ligera.
Esta vocación puede tener dos dimensiones. Por un lado como vocación profesional. Los alumnos de las profesiones sanitarias, en su mayoría, traen en su mochila ese algo, esa llamada que los empuja a embarcarse en esta aventura, en ocasiones exigente, dura, y a veces ingrata. Pero, además, la vocación puede tener un sentido más amplio, como el de tomar conciencia de lo que cada uno está llamado a hacer en su vida, en su única vida, sintiéndose como individuo único e irrepetible en toda la historia del cosmos. Es la llamada a optar libremente por la opción fundamental, personal e intransferible que va más allá de lo meramente profesional. En la experiencia personal de quien escribe estas líneas, ambos sentidos de la vocación están íntimamente relacionados. Por eso, no debemos renunciar a ninguna de las dos. Aspirar a grandes ideales es algo necesario para alcanzar una vida en plenitud. El ejercicio de la medicina es un buen terreno de juego para alcanzar dicha plenitud, y el tener claro el sentido de la vida, la opción fundamental, ayuda a llevar a cabo la práctica profesional cada vez mejor.
Y esta vocación adquiere todo su sentido desde unos valores. Desarrollarse como persona obliga a decir sí a lo que suponen esos valores, y a decir no a todo lo que la puede alejar de esa opción fundamental libremente elegida. Para lo uno y para lo otro es necesario cultivar virtudes.
Por esto, creo necesario incorporar las virtudes en el horizonte de la formación de los profesionales sanitarios. Si no, su formación quedaría incompleta, podría reducirse a mera instrucción. El crecimiento de la persona requiere de las virtudes; y la excelencia en la atención del paciente, también.
Los valores se han de descubrir. Y en esto el docente tiene mucha responsabilidad. Los valores pueden y deber ser educados, enseñados y aprendidos. Pero solo los enseña bien quien los vive y los ejercita mediante las virtudes. Si el docente no vive esos valores difícilmente podrá despertarlos en otros, y menos aún si requieren esfuerzo. Los valores profesionales de la medicina y del resto de las profesiones sanitarias han de ser enseñados por quienes los tienen encarnados en su día a día.
Pero, tras conocer los valores, conviene conocer las virtudes en las que dichos valores se han encarnado. Educar obliga a proponer un modo de ser y de actuar, es decir, a entusiasmar al educando con un modelo de vida valiosa que se concreta en unas determinadas virtudes. Esas virtudes van a constituir el ethos moral, esa segunda naturaleza con un determinado carácter moral, con una determinada personalidad.
Los valores solo son operantes e influyen en la vida y en la biografía de las personas si se concretan en virtudes. En este sentido quiero destacar la siguiente frase de Carlos Díaz que me parece muy reveladora: «Siembra una acción y recogerás un hábito; siembra un hábito y recogerás un carácter, siembra un carácter y recogerás un destino».4
Pero los valores por sí mismos, pueden no cambiar a la persona. Son poco útiles si no se encarnan en virtudes. Los valores hay que llevarlos a cabo. Hay que vivirlos. Están bien como horizonte, pero eso no basta. Son la condición de partida. Entre el docente y el alumno se ha de generar un clima adecuado para fomentar el apoyo que el discente necesita. Un clima dentro de un encuentro en el que ambos, docente y alumno, deben crecer.
No obstante, creo que la figura del modelo, aun siendo importante, no es la más adecuada. Porque un modelo se agota en sí mismo, y el alumno debe poder volar más allá que su modelo. Quizás es preferible hablar de referentes más que de modelos. Y seguramente la palabra más adecuada al referirse a los referentes buenos sería la de maestro.
En este sentido, quiero destacar que, personalmente, he encontrado en Pellegrino a uno de esos maestros. Médico internista que ejerció la profesión hasta muy avanzada edad, preocupado por la educación médica y por la ética médica. El conocimiento de su obra ha significado un antes y un después en mi descubrimiento de la belleza de la medicina, una profesión apasionante cuando se ejerce desde el respeto a la dignidad del paciente y a los fines de una profesión milenaria que desde siempre se ha guiado por una ética intrínseca basada en el servicio abnegado y sacrificado a los enfermos. Un auténtico desconocido para mí hasta que me fuera presentado por otro de mis maestros, el doctor Manuel de Santiago, discípulo a distancia y gran conocedor de Pellegrino. El doctor De Santiago es maestro de muchos de nosotros, quienes le debemos eterna gratitud por acompañarnos en el camino de la ética médica y en el de ser mejores médicos y mejores personas.
Quiero agradecer al doctor De Santiago muy encarecidamente que aceptara llevar a cabo la traducción de la obra que ahora presento. Es una traducción autorizada, por quien conoce mejor que nadie al personaje y su obra y por quien encarna los mejores valores de la medicina y las virtudes para ejercerla.
Además, quiero agradecer los grandes esfuerzos que la Editorial de la Universidad Francisco de Vitoria ha realizado desde hace muchos meses para lograr los derechos en español de esta obra, así como su apoyo a esta iniciativa y su empeño en que la edición sea de alta calidad, enriqueciendo así las publicaciones de la colección de Humanidades en Ciencias de la Salud en la que se enmarca.
Por último, me gustaría destacar una experiencia personal con la que me estoy encontrando con cierta frecuencia. Al comentar y dar a conocer a mis colegas la ética de las virtudes de Pellegrino, algunos de ellos han encontrado que existe de forma estructurada lo que de forma intuitiva y por vocación personal, sienten por la profesión. La ética de las virtudes es para algunos de ellos la cristalización de lo que de siempre han sentido, el motivo por el que empezaron la carrera, el sentido de su día a día. Este encuentro ha supuesto para algunos un redescubrimiento de su propia razón de ser médico, con la renovación de un compromiso vocacional que en algunos casos andaba dormido.
Pues también con esta intención ponemos a disposición del lector esta bella obra.
RICARDO ABENGÓZAR MUELA
Médico. Profesor de medicina y humanidades médicas
Director de la Colección Humanidades en Ciencias de la Salud
Universidad Francisco de Vitoria
Septiembre de 2019
1 J. Ortega y Gasset, Misión de la Universidad (Madrid: Fundación Universidad-Empresa, 2998), p. 26.
2 M. Lacalle Noriega, En busca de la unidad del saber. Una propuesta para renovar las disciplinas universitarias (Universidad Francisco de Vitoria. Madrid, 2014), pp. 13-17.
3 G. Marcel, Homo Viator. Prolegómenos a una metafísica de la esperanza. (Ediciones Sígueme. Salamanca, 2005).