De acuerdo con la sentencia, la perspectiva religiosa de la vida nos lleva a concluir que la muerte siempre debe llegar por medios naturales, sin importar las condiciones en las que se encuentra la persona. Es por esto que esta perspectiva limita radicalmente la autonomía.
Por otra parte, la perspectiva no religiosa nos permite concluir que, en ciertas circunstancias, una persona puede decidir si continúa o no viviendo. Estas circunstancias se pueden referir a aquellos momentos en que su vida no es deseable ni digna de ser vivida; por ejemplo, «cuando los intensos sufrimientos físicos que la persona padece no tienen posibilidades reales de alivio, y sus condiciones de existencia son tan precarias que lo pueden llevar a ver en la muerte una opción preferible a la sobrevivencia» (Sentencia C-239 de 1997). Esta perspectiva, por lo tanto, parece proteger la autonomía personal.
Una vez planteado este dilema (perspectiva religiosa frente a perspectiva no religiosa), a los magistrados les queda relativamente fácil resolver el problema jurídico planteado, puesto que, como ellos mismos lo indican, la perspectiva secular y pluralista de la Constitución de 1991 debe ser la base para interpretar la autonomía moral del individuo y las libertades y los derechos contenidos en la misma Constitución.
Esta posición es reforzada con dos consideraciones adicionales. La primera de ellas tiene que ver con el principio de la dignidad humana. Para la Corte, «la dignidad humana [...] es en verdad principio fundante del Estado [...] más que derecho en sí mismo, es el presupuesto esencial de la consagración y efectividad del entero sistema de derechos y garantías contemplado en la Constitución» (Sentencia C-239 de 1997). Es por esto que, para la Corte, la Constitución tiene un marcado carácter secular, que se irradia a través del conjunto de derechos fundamentales reconocidos.
La dignidad se opone a todo intento de masificación y homogeneización del individuo. En palabras de la Corte:
Si la persona es en sí misma un fin, la búsqueda y el logro incesantes de su destino conforman su razón de ser y a ellas por fuerza acompaña, en cada instante, una inextirpable singularidad de la que se nutre el yo social, la cual expresa un interés y una necesidad radicales del sujeto que no pueden quedar desprotegidas por el derecho a riesgo de convertirlo en cosa [Sentencia C-239 de 1997].
De otro lado, la Corte también invoca el artículo 95 de la Constitución, que consagra la solidaridad como otro de los postulados básicos del Estado colombiano. Según la Corte, la solidaridad es el principio que envuelve el deber positivo de todo ciudadano de socorrer a quien se encuentre en una situación de necesidad. De esta manera,
[…] no es difícil descubrir el móvil altruista y solidario de quien obra movido por el impulso de suprimir el sufrimiento ajeno, venciendo, seguramente, su propia inhibición y repugnancia frente a un acto encaminado a aniquilar una existencia cuya protección es justificativa de todo el ordenamiento, cuando las circunstancias que la dignifican la constituyen en el valor fundante de todas las demás [Sentencia C-239 de 1997].
Con base en estas consideraciones, la Corte concluye que no puede hacerse una interpretación religiosa de la vida humana para imponerla a todos los colombianos. El carácter secular y pluralista de la Constitución garantiza que cada individuo pueda desarrollar su propia visión sobre la vida y la muerte. En ese sentido, garantiza su deseo de no continuar viviendo, y, por tanto, el individuo no puede ser forzado a seguir viviendo con el argumento inadmisible de que una mayoría lo juzga como un imperativo religioso o moral (Sentencia C-239 de 1997).
La Corte considera, entonces, que la perspectiva religiosa de la vida y de la autonomía humana, al menos si es impuesta de forma generalizada por parte del Estado, está muy cerca de relativizar el principio de la dignidad humana en la medida en que la persona se convierte en un medio a través del cual se transmiten y preservan las creencias religiosas. De igual forma, tal perspectiva en las condiciones señaladas menoscabaría el principio de la solidaridad, puesto que se preferiría mantener un cuerpo dogmático de creencias en vez de ayudar y socorrer al ciudadano concreto y real que lo necesita.
En la posición mayoritaria las alusiones explícitas a la religión son referencias que muestran su lado restrictivo en el debate público. Esto se evidencia con el análisis presentado en la Sentencia C-239 de 1997 sobre la figura bíblica de Job. En ella, el personaje es calificado como un «patético ejemplo de valor para sobrellevar la existencia en medio de circunstancias dolorosas y degradantes».
Para la Corte, la experiencia de Job no puede ser usada para interpretar los derechos constitucionales de todos los colombianos. Esto se debe a que la resignación del santo solo es justificable y dignificante por su inconmovible fe en Dios, mas no puede traducirse en los contenidos y alcances de los deberes jurídicos de un Estado secular. Cumplir un deber legal no puede ser equivalente a realizar un acto de heroísmo, en especial si el fundamento para ese heroísmo es una creencia religiosa24. En un Estado plural y secular esto tan solo puede ser admitido, es decir, tan solo puede ser visto como una opción asumida autónomamente por quien decide seguir el ejemplo de Job, pero en ningún caso puede ser una obligación generalizable a todos los ciudadanos.
Es más, para la Corte, el uso del ejemplo de Job para traducirlo en un deber constitucional equivale, de hecho, a un acto de crueldad, pues equivaldría a obligar a una persona a vivir en circunstancias que ella misma ha considerado invivibles. Y, naturalmente, si la persona no acepta las creencias que justifican tal acto, incluso si esas creencias son las de la mayoría de la población, se trataría de una situación sin sentido para ella.
De esta manera, para la Corte, la generalización de la actitud de Job como un deber ante la vida va en contra de la filosofía que fundamenta la Constitución, cuyo propósito es erradicar la crueldad. Para los magistrados, esta idea ha sido expresada de forma precisa y exacta por el filósofo norteamericano Richard Rorty, al afirmar que «quien adhiere a esa cosmovisión humanística es una persona que piensa que “la crueldad es la peor cosa que puede hacer”» (como se citó en Sentencia C-239 de 1997).
En conclusión, para la Corte, la Constitución permitiría que una persona decidiera, en virtud de sus creencias religiosas, continuar viviendo en medio de intensos sufrimientos. Sin embargo, la Constitución no extiende, de ninguna forma, esas creencias a todas las personas de forma tal que todas tengan la obligación de continuar viviendo cuando sufran intensos padecimientos físicos que no tienen posibilidades reales de alivio. Así, una interpretación de la vida y de la autonomía, catalogada por la Corte como religiosa, que vaya en contra de lo anterior, no es coherente con los principios constitucionales de la Carta Política de 1991.
Principio democrático como fundamento constitucional que supone dar validez a las convicciones religiosas
Una vez analizados los fundamentos que justificaron la decisión mayoritaria de la Corte, pasaremos a mostrar cómo precisamente en los salvamentos y aclaraciones de voto se le reprocha a la Corte, desde diferentes perspectivas, no haber tenido en cuenta el carácter profundamente cristiano de los ciudadanos colombianos y haber desatendido el principio democrático que estableció la Carta Política.
La moral cristiana es la moral general: magistrado Vladimiro Naranjo
El magistrado Naranjo no está de acuerdo con la asequibilidad condicionada de la norma en cuestión. Sobre el tema [en el salvamento de voto a la Sentencia C-239 de 1997], arguye solo razones de orden jurídico, y advierte precisamente que es un tema con implicaciones éticas y morales por cuanto compromete el derecho a la vida. Las razones del desacuerdo del magistrado se agrupan de la siguiente manera:
a. El derecho a la vida como un bien sagrado irrenunciable. Para el magistrado, el derecho a la vida es «el primero de los derechos fundamentales del cual es titular toda persona», y, por su carácter inviolable, irrenunciable, inalienable, no es objeto de disposición, pero es condición y presupuesto ontológico para el ejercicio de los demás derechos. Desde ahí, disponer de la vida de otro es una grave violación de un derecho humano y un desconocimiento de la naturaleza humana. Es inaceptable hablar de un «derecho a la muerte», en la medida en que se juzga que la muerte es apenas un hecho. En este sentido, el derecho a la vida constituye el «más sagrado y fundamental de los derechos naturales