De forma similar, como explícitamente lo afirma Habermas:
Dentro de este marco, lo que nos interesa es la cuestión aún no resuelta de si la concepción revisada de la ciudadanía que yo he propuesto no sigue imponiendo después de todo una carga asimétrica a las tradiciones religiosas y a las comunidades religiosas [Habermas, 2006, p. 146].
Este interés de Habermas por la simetría y la justicia constituye, a nuestro modo de ver, un elemento crucial que debe tenerse muy en cuenta15. Desde esta perspectiva, entonces, en una comunidad constituida por valores constitucionales, los ciudadanos religiosos tienen que aceptar que en el ámbito institucional del Estado y la administración (parlamentos, cortes, ministerios, etc.), en la “esfera pública formal” únicamente cuentan el lenguaje y los argumentos seculares. En este punto, ellos tienen que aceptar que sus argumentos religiosos no pueden hacer parte de la “razón pública”16. De lo contrario, estaríamos en una situación en que los ciudadanos religiosos que apoyan tales argumentos se estarían poniendo a sí mismos en una posición privilegiada ilegítima con respecto a los demás ciudadanos; es decir, a los ciudadanos pertenecientes a otras religiones y a los ciudadanos seculares. Esto es lo que justifica, entonces, el principio de la separación de la Iglesia y el Estado17.
En este sentido, el derecho a la libertad de cultos se garantiza para todos (incluso para aquellos que no desean tener una religión) si y solo si el Estado se mantiene neutral hacia las imágenes del mundo religiosas que “compiten entre sí”. En este marco, cualquier ciudadano religioso que quisiera disminuir este principio evidenciaría un deseo por la injusticia, porque trataría ilegítimamente de privilegiar su propia posición religiosa en detrimento de las visiones de mundo de sus conciudadanos18. Si esto ocurre, la decisión tomada sería ilegítima por cuanto violaría el principio de neutralidad sobre la necesidad de formular y justificar las decisiones políticas obligatorias en un lenguaje igualmente accesible para todos los ciudadanos.
Ahora bien, desde una perspectiva aristotélica19, también podríamos decir que sería una decisión injusta, puesto que un grupo de ciudadanos de una religión determinada estarían poniéndose a sí mismos en una posición ilegítima de superioridad con respecto a los demás conciudadanos. Lo injusto sería, entonces, según el argumento de Habermas, la distribución asimétrica de las cargas y los beneficios sociales. En este escenario, los ciudadanos pertenecientes a esta religión particular estarían tomándose para ellos “todas las partes” de la razón pública. Así, desde esta perspectiva, es la virtud de la justicia distributiva la que exige que los ciudadanos religiosos soporten las cargas de aceptar el principio de neutralidad. En consecuencia, también deben aceptar que sus argumentos religiosos pueden contar en el ámbito institucional (la esfera pública formal), si y solo si han sido expresados previamente en un lenguaje secular, esto es, en un lenguaje comprensible por todos los ciudadanos. De lo contrario, los ciudadanos no religiosos, y los que pertenezcan a una religión diferente, no serían capaces de reconocerse a sí mismos como autores y no como simples súbditos de las leyes. De modo que se les habría negado su honor como ciudadanos y se habría cometido una injusticia.
Sin embargo, por razones similares, los ciudadanos seculares tampoco se pueden poner a sí mismos en una posición privilegiada al adoptar una actitud secularista, es decir, aquella que le niega todo valor a la religión y la considera, si acaso, una “reliquia del pasado”.
Esta distinción entre una actitud secular y una secularista es una distinción conceptual fundamental en la perspectiva de Habermas. En sus propias palabras:
Desde una perspectiva terminológica, distingo entre los términos ‘secular’ y ‘secularista’. Al contrario de la posición indiferente de una persona ‘secular’ o no creyente que, frente a las reivindicaciones del valor de la religión, se comporta de una forma agnóstica, los ‘secularistas’ adoptan una postura polémica respecto a las doctrinas religiosas que, pese a que sus derechos no son científicamente justificables, gozan aún de relevancia en el ámbito público. Hoy día, el secularismo se apoya con frecuencia en una línea dura de naturalismo, es decir, un naturalismo científicamente fundamentado [Habermas, 2009, p. 77].
Según Habermas, existe una razón muy simple para afirmar que los ciudadanos religiosos sí tienen un lugar de honor como ciudadanos en el Estado liberal: el Estado liberal garantiza el derecho a la libertad de religión y cultos. Por ende, un Estado no puede cargar a sus ciudadanos, a los que garantiza libertad de expresión religiosa, con deberes que son incompatibles con la búsqueda de una vida devota. El Estado democrático no puede exigirles a estos ciudadanos que justifiquen sus planteamientos y posiciones políticas de forma independiente de sus convicciones religiosas o visiones de mundo (Habermas, 2006)20.
Por lo tanto, si el Estado democrático protege la experiencia religiosa de sus ciudadanos y los declara así, ciudadanos “completos”, esto es, miembros libres e iguales de la comunidad política que se conciben a sí mismos (y exigen que los demás que los conciban así) como autores y no como simples sujetos de las leyes, los ciudadanos religiosos no deben temer participar, como ciudadanos religiosos, en las discusiones políticas de la esfera pública informal. De lo anterior se espera y presupone la previa aceptación del principio de neutralidad que, en el ámbito institucional de la administración, es decir, de la esfera pública formal, únicamente cuentan los argumentos y el lenguaje seculares. De acuerdo con Habermas:
Aun cuando el lenguaje religioso sea el único que ellos hablan y las opiniones fundadas religiosamente sean las únicas que pueden o quieren aportar a las controversias políticas, esos ciudadanos se entienden a sí mismos como miembros de una civitas terrena que los autoriza a ser autores de las leyes a las que se someten en cuanto destinatarios. Dado que solo pueden expresarse en un lenguaje religioso a condición de que reconozcan la estipulación de la traducción institucional, esos ciudadanos pueden entenderse a sí mismos como participantes en el proceso legislativo, aunque para ello solo cuenten razones seculares, confiando en los esfuerzos de traducción cooperativos de sus conciudadanos [Habermas, 2006, p. 138].
Ahora bien, en este marco, un ciudadano secularista que no desee cooperar en esta tarea por considerar simplemente que la religión como tal es “el opio del pueblo”, se estaría poniendo a sí mismo en una posición privilegiada e ilegítima, una que también reduce a sus conciudadanos religiosos a una posición de inferioridad. Habermas lo expresa de la siguiente manera:
En la medida en que los ciudadanos seculares estén convencidos de que las tradiciones religiosas y las comunidades de religión son, en cierto modo, una reliquia arcaica de las sociedades premodernas que continúa perviviendo en el momento presente, solo podrán entender la libertad de religión como si fuera una variante cultural de la preservación natural de especies en vías de extinción, puesto que, desde su punto de vista, la religión ya no tiene ninguna justificación interna. Y el principio de la separación entre la Iglesia y el Estado ya solo puede tener para ellos el significado laicista de un indiferentismo indulgente. Según la versión secularista, podemos prever que a la larga las concepciones religiosas se disolverán a la luz de la crítica científica, y que las comunidades religiosas no serán capaces de resistir a la presión de una progresiva modernización social y cultural. A los ciudadanos que adopten tal actitud epistémica hacia la religión no se les puede pedir, como es obvio, que se tomen en serio las contribuciones religiosas a las cuestiones políticas controvertidas ni que examinen en una búsqueda cooperativa de la verdad un contenido que posiblemente sea susceptible de ser expresado en un lenguaje secular y de ser justificado en un habla justificativa [Habermas, 2006, pp. 146-147].
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