Un golpe de brisa fugacísima me devolvió a la confusa realidad.
Nada confiaría de momento a mi tío y a mi madre, y menos aún a Naomi, a la que pronto vería, y aguardaría una señal más clara. No debía preocuparlos con algo que no podía contrastar. Sin embargo, multiplicaría mis cuidados, me recogería pronto y no frecuentaría lugares poco transitados.
Con el semblante escandalizado, no dejaba de meditar si aquella era la advertencia de una soez alcahueta, de un espíritu atormentado, o de un compañero mediocre, envidioso de mis adelantos en la Academia, o si verdaderamente se trataba del aviso de una persona preocupada por mi integridad física.
Y como el enigmático mensaje me ofrecía un testimonio de futuro para confirmar su veracidad, fuera o no verdad, sí pensé que desde aquel preciso momento ya no podría dormir tranquilo y que mi vida se convertiría en una continua vigilancia y en un desasosiego temible. Debía tomar las medidas necesarias, pero sin que se notara.
Por lo pronto interrumpiría mis trabajos en Getsemaní, aunque proseguiría con la fabricación del aceite sacro y satisfaciendo los pedidos para las sinagogas de Judea. Intenté ordenar mis ideas y aspiré el aroma del oleum obrado para el templo.
Aunque notaba un pequeño vértigo, volví a leer el escrito. La intacta paz de mi espíritu se había roto para siempre. Subí a mi habitación y me tumbé desmadejado en el lecho, mientras observaba a través del ventanal el discurrir del día.
El sol iba declinando su curva de luz, dejando tras de sí una estela de color naranja y polvo dorado en suspensión. Y los pájaros, que habían revoloteado sobre la ciudad durante el día devorando grano y restos de comida, regresaban para anidar en los cipreses del valle jerosolimitano de Tyropeón, un lugar doloroso para mis recuerdos.
VI
PÉSAJ, PASCUA
Año XIV del reinado de Tiberio César
Me daba un miedo infinito engañarme a mí mismo y mi inquietud se multiplicó.
Las palabras impresas en la anónima carta seguían despeñándose como rocas afiladas sobre mi mente aturdida. Y me hallaba terriblemente desorientado.
Un hervidero de luminosidad encendía las techumbres de Jerusalén, y sin embargo una sensación de inquietud se había apoderado de mí cuando abandonamos la capital de Israel el amanecer de la víspera de la Pésaj, la Pascua.
Mientras los creyentes viajaban a la Ciudad Santa, nosotros salíamos de ella, afectados por el trágico desenlace de mi padre y por el estado doliente de mi madre. Mis ojos se dirigieron hacia la fortaleza Antonia, una vergüenza en el extremo occidental del templo, donde vi a los romanos sombríamente dispuestos para hacer frente a los revoltosos y como advertencia de que no tolerarían la más mínima insurrección. El pueblo y las autoridades sabían que Roma no discutía sobre su dominio, y que crucificarían o pasarían a cuchillo a quien se les enfrentara.
Yo había traspasado el ciclo vital de maar, del adolescente judío, y me había convertido en un bachur, un mozo casadero, que muy pronto obtendría el nombramiento de escriba de la ley con todos sus privilegios. Durante el viaje derivé mis pensamientos hacia Naomi, mi refugio ante las dudas y temores que se despeñaban por mi mente.
Nos cruzamos con muchos viajeros y peregrinos que se dirigían a Jerusalén a efectuar sus sacrificios y vi que algunos llevaban en sus manos ramas de olivo y abedul. Encontré a Naomi sentada junto a su hermana en el borde del pozo que precedía a su casa, de agua tan fresca que muchos vecinos iban a él a llenar sus cántaros y pellejos. Mis pesadumbres cesaron cuando estuve frente a ella. Era mi refugio.
La casa de Uziel ben Gadara me pareció el lugar más hermoso de Judea, y su recibimiento fue dadivoso. Mi madre les ofreció cuantiosos regalos, entre ellos un cordero sin mácula que había apartado el día décimo y que serviría como sacrificio pascual. Sería inmolado al ocaso, a fin de que estuviera preparado el día decimoquinto, la gran fiesta judía, y comido por las dos familias después de ser asado y acompañado del matzá, el pan ácimo, y las hierbas amargas preceptivas.
Naomi y Keren se pusieron encarnadas y nos sonrieron. Mi prometida, que ya era una bógeret, una mujer que, cumplidos los trece años, era apta para el enlace, apenas escondía su rostro con un velo transparente y adornaba su cabeza con una diadema de la que colgaban cordoncillos de plata y abalorios. Estaba muy hermosa y la contemplé embelesado.
Naomi me pareció más crecida, con sus labios carnosos y sus atractivos gestos de enamorada. Sus cabellos, sus ojos grandísimos y su pulcra túnica eran de una belleza suprema. Le tomé una mano y le besé el borde de la manga.
—Venid, ¿no estáis cansados del viaje? —nos invitaron a tomar un refrigerio.
Celebramos con respetuosa observancia la Pésaj, para conmemorar la liberación del pueblo de Israel de la esclavitud de Egipto. Comimos el cordero ritual cocinado con vinagre y hierbas, la ensalada de berros, lechuga y aceitunas y el postre que más me gustaba desde pequeño: el jaroset, una delicia culinaria de frutas, trigo, aceite y almendras salida de las manos de mi madre. Y lo hicimos en franca familiaridad durante las siete jornadas que duraba la fiesta, hasta el día llamado de sucot, cuando regresaríamos a Jerusalén, donde sería nombrado escriba oficial, un personaje entre laico y sacerdote, e interpretador de la ley en cualquier tribunal hebreo.
Los días intermedios los empleamos en conocer las hondonadas de Jericó, las ostentosas moradas de los sacerdotes del Templo que utilizaban en verano y las riberas del Jordán, y yo a confraternizar con Naomi y hablarle de los preparativos del casorio.
Poseía Naomi un pequeño jardín que se había hecho plantar cerca del palmeral. Un seto alto de arrayanes separaba la casa del huerto y del bosque de palmeras, con un banco de piedra, y allí pasábamos largas horas hablando de nuestros proyectos futuros, besándonos y acariciándonos.
Crecían a nuestro alrededor rosas de Arabia, espliegos y jazmines, que exhalaban olorosos aromas. Una hiedra silvestre y una parra de rezumantes pámpanos hacían de aquel lugar un oasis de verdor. Y en él conocimos la hondura de nuestros jóvenes corazones y también nuestros cuerpos, que recorrimos con dedos y labios ansiosos.
Jamás olvidaré la imagen de Naomi sentada allí bajo la luz dorada del atardecer, con su cabellera rizada y derramada sobre sus hombros y el vestido de muselina que insinuaba sus formas sugerentes.
Por la mañana, las hojas estaban llenas de gotas de rocío, y Naomi solía empaparme con su frescor, mientras corría y se escondía para que yo la encontrara.
Bosem, mi paciente madre, y mi hermana Arusa habían recuperado parte del ánimo decaído con las delicias de Jericó y aquella acogedora familia, que muy pronto sería la mía, y que había convertido las fiestas pascuales en eje de la más exquisita gastronomía judía. Los padres de Naomi no organizaron una persecución vigilante sobre nuestros paseos en solitario como hacían otras familias judías, y nos alentaban a que platicáramos sobre nuestros futuros esponsales, algo insólito en nuestra cerrada familia de levitas, tan cercanos al Templo.
Naomi, además, era una mujer formada en las Sagradas Escrituras por el escriba de la sinagoga de Jericó, y junto a sus hermanos asistía también a lecciones de retórica y álgebra con maestros judíos helenizados para ayudar a su padre en la administración de la plantación y de sus negocios.
Yo había quedado impresionado por su educación y la forma de utilizar los ábacos, plumas, papiros y tinteros, y aunque en Jerusalén había alguna mujer profetisa del templo, varias expertas en medicina y viejas lectoras del Pentateuco, su formación me pareció inestimable e insólita, por lo que me consideré muy orgulloso, aunque no fuera usual entre las muchachas de Judea.
Le prometí que la enseñaría a elaborar elixires curativos, perfumes y ungüentos para la piel,