—Cobíjate en mis brazos, ya estamos prometidos —la invité a abrazarnos.
—De ti solo ambiciono que nos guardemos confianza mutua, Ezra —me pidió.
Recogí su talle, besé sus mejillas tersas, nos juntamos y nos entregamos con una fogosidad juvenil a las llamaradas de una pasión irresistible. Un incontenible deseo se dispersó por mis venas y el frescor de la hierba del palmeral nos sirvió de lecho nupcial. Aspiré el olor de su piel enardecida de su primera vez entregada a un hombre. El placer prosperó en ambos como un torrente en primavera. Naomi gimió como si yo hubiera colmado un deseo suspirado.
Aquella noche, como si fuera un ritual de casorio y entrega, me lavó las manos en una jofaina cuajada de hierbas aromáticas, tomándolas dulcemente en las suyas.
Ya era mi esposa y, si quedaba embarazada, no violábamos ninguna ley. Nos intercambiamos promesas de amor duradero y yo me proclamé esclavo de su amor.
La familia de Naomi nos despidió agitando los velos al viento.
Mi prometida Naomi me saludó con afecto la mañana de la despedida, mientras derramaba unas lágrimas de dicha. Regresábamos a Jerusalén con objeto de construir con prontitud una casa cercana a la morada de mis padres, la que los judíos llamamos la jupá, donde viviríamos tras el casorio, una vez que mi padre, y solo él, decidiera la fecha de la boda.
Desde aquella noche Naomi dormiría con una vela encendida, que le recordaría a su contrayente desposado, con el que en menos de un año contraería nupcias. Pensé que con ella experimentaría sensaciones ignoradas, entregado a la pasión entre sus brazos y su piel del color de la melaza.
Sabía que nuestra religión era muy restrictiva con los placeres del tálamo y que muchos eran ilícitos, y los del erotismo más aún, restringidos por unas leyes taxativas y espiados por un Dios vigilante y temible.
Pero Naomi había penetrado en la linfa de mis venas y comencé a amarla.
Los iris del amanecer iluminaban el camino de Jerusalén tras vencer a la noche.
V
TYROPEÓN
Año XIV del reinado de Tiberio César
El frío mes de tébet —enero— solía acarrear crepúsculos crudos en Judea y el firmamento mostraba una colección de apagados grises y escarchas cenicientas.
Se agitaba el viento sobre los tejados de Ieru-Shalon y las sombras de la declinación del sol se iban adueñando del firmamento, cuando escuchamos un gran alboroto en nuestra calle. Mi madre nos rogó que calláramos y agudizamos el oído. Ya estábamos acostumbrados a las baladronadas de los legionarios romanos, pero nuestro barrio, cercano al templo, solía ser pacífico.
Me puse de pie de un salto y abrí los cerrojos de la puerta. Fue entonces cuando, a la luz de las antorchas, como intimidatorios ojos de fuego, vimos con inmensa pesadumbre el cadáver de mi padre, cubierto con su propia capa blanca con listas negras, en medio de la calle. Se hallaba inerme sobre la fragilidad de unas parihuelas tintas en sangre y su báculo de sacerdote partido en dos sobre su pecho. Estaba muerto.
Habían acudido algunos vecinos y curiosos, que se arremolinaron alrededor de su cuerpo exangüe y aún caliente. El cielo nocturno y las nubes que lo alborotaban apenas dejaban distinguir a quienes lo traían. Fue un momento de desconcierto, dolor y honda pesadumbre. Lo primero en lo que me fijé fue en la línea negra de sus ojos semicerrados y en sus manos abiertas y crispadas como garras.
—¡Padre! —grité desesperado ante la imagen que contemplaba.
Mi madre lanzó un grito desgarrador y mesándose los cabellos se lanzó sobre el cadáver ensangrentado de su esposo. La estupefacción y la más asoladora de las incomprensiones enrojecieron su rostro moreno. Mi hermana Arusa, sin poder contenerse, vomitaba improperios contra los asesinos. El oficial de la guardia se adelantó.
—Lo han encontrado muerto unos pastores en la quebrada de Tyropeón, cuando regresaban de Jericó —anunció el capitán, un bravucón zafio y simplón.
—¿Cuándo ha ocurrido, oficial? —insté vehemente—. ¿Y fue atacado a la vista de cualquier observador que paseara por la muralla? Raro en verdad.
—Así parece. Lo perpetraron aprovechando las sombras de la anochecida. Esos bastardos cada día se hacen más osados —insistió bravucón—. Hace justo una luna unos ladrones desvalijaron y mataron a un mercader en Beceta, la ciudad nueva, a solo un tiro de piedra de la mismísima Torre Antonia. ¡Dónde iremos a parar!
Observé que el cuello y el vientre de mi padre Fazael eran un amasijo de desgarros, sangre cuajada y polvo. La barba plateada estaba impregnada de un líquido sanguinolento, igual que sus destrozados indumentos. Su pálido rostro estaba surcado de arañazos, como si se hubiera resistido al asalto, la mandíbula desencajada y los labios aparecían morados y resecos. ¿Quién podía haberlo asaltado para robarle en un lugar tan próximo a los muros del templo? ¿No podía suceder, incluso, que hubiera sido el infame sumo sacerdote el instigador de aquel asesinato? ¿Qué hacía allí mi padre a aquellas horas? Era extraño y pensé que era la sentencia de una muerte ya anunciada.
Su bolsa, que la solía llevar atada al costado del cinto, había desaparecido, y también sus botas de piel de cabritillo y su anillo patriarcal con el Nejustán mosaico, semejante al mío. Las lucernas del patio de la casa alumbraron un perfil macabro, bajo el escalofriante bostezo que sucede a la expiración, y más si esta ha sido violenta.
Los soldados colocaron el cadáver con los pies descalzos mirando a la puerta, y el capitán de la guardia del templo, a quien seguramente habían sacado de una taberna o de un prostíbulo, seguía inmóvil en el dintel, como si aquella infausta misión desacreditara su alto rango. Agradecimos su servicio y se marchó.
—¡Mi pobre marido, me lo han matado! —se lamentaba sobre el cuerpo mi consternada madre, que había rasgado sus vestiduras y enmarañado sus cabellos.
Un llanto demoledor se adueñó de la casa Eleazar, hasta que pasadas unas horas cesó cuando los lacrimales se nos vaciaron. Las mujeres se retiraron al gineceo abatidas e inconsolables, y los hombres, siguiendo el ritual del tahara judío, lavamos su cuerpo siete veces y lo aromatizamos con ungüentos, bajo la débil luz de las lámparas, para luego tenderlo en las frías losas del suelo con una vela encendida a su lado. A mí, como primogénito, me correspondió colocarle una moneda de plata bajo la lengua y cantar el ancestral cántico de la muerte, al que todos respondieron desalentados y llorosos.
Mi tío Zakay, un nutrido grupo de levitas cercanos y yo velamos su cuerpo toda la noche sin apenas sentir la calidez del brasero que colocó un sirviente. Yo leí sin cesar mi sidur, mi querido libro de oraciones, pues de mi boca no salía ninguna palabra. Solo pensaba quién podía haberle segado la vida. En la quietud de la vigilia no dejaron de escucharse los incesantes lamentos de mi madre, de mi hermana, de mi tía y de las sirvientas y los gritos rituales ante un crimen tan atroz.
Al amanecer, Zakay y unos levitas iniciaron el isócrono canturreo de los hadish, los cánticos funerarios, mientras yo contemplaba el cuerpo exánime y pensaba en quién podía haberle hecho tal daño a mi infortunado y pacífico padre.
Las mujeres prepararon los despojos sobre las parihuelas, según el ritual hebreo, y derramaron sobre él esencias de mirra y perfumes de jacinto, preparados con sus propias manos en el herbolario. Un sudario de lino inmaculado cubría su cuerpo tan adorado por mí. De su boca nunca salió una queja contra Dios, o contra la suerte que Él le había prescrito.
La austeridad del ceremonial oficiado por un sacerdote presidió aquellas luctuosas horas. Al día siguiente la casa se llenó de amigos, deudos y levitas. Incluso Anás y Josef Caifás, pomposos y luciendo sus mejores joyas y vestiduras, se acercaron a la casa para manifestarnos sus condolencias.
Caifás, el gran maestro de la sumisión al romano y de la hipocresía, se cubría con una ostentosa