Dolorido, sudoroso, magullado, comido por los tábanos y cubierto de sangre seca, polvo y de restos de mis propias inmundicias, fui sacado del carro, mientras el piquete ingresaba por la puerta de la ciudad. Ante mi extrañeza, me inmovilizaron.
—Llevadlo a que le hagan la incisio —ordenó el jefe.
Dos veteranos tiraron de la soga y me condujeron a un laberinto de inmundos cobertizos de cañas, adobe y lonas en las afueras de las murallas, donde me entregaron a un chipriota de Kition, paticorto y con una cicatriz que le impedía la visión de un ojo, siendo el otro de color negro. Se trataba de un avezado mangón, un tratante de esclavos al por mayor, de los que solían seguir la estela de las legiones romanas para comprarlos a buen precio y revenderlos en los comercios del Mare Nostrum a precios exorbitantes.
—¡Este ha de ser llevado a Roma! —gritó el soldado.
—¿Qué es, una mercancía delicada y selecta? —ironizó el mangón.
—Aquí tienes este papiro donde lo explica todo. ¡Es un incisus! Tú verás lo que haces con él. El pago se lo debes al decurión y no será menos de quinientos denarios. Es joven y fuerte y sacarás el triple cuando lo vendas —le advirtió el legionario.
El tratante echó un vistazo con su ojo sano al papel y, mientras leía, masculló reproches ininteligibles. Lo introdujo en su faltriquera y luego me revisó el cuerpo como si fuera un animal. Al comprobar los signos de la circuncisión, exclamó cáustico:
—Así que eres un maldito judío de esos que adoran al ser invisible y que se cortan el prepucio para follar mejor con las cabras, ¿no, sabandija?
No lo miré, sino que permanecí con la mirada baja pensando que debía contestar con sumisa cordura para que mi esclavitud fuera menos infernal de la imaginada.
—¿Hablas griego? Aquí dice que pertenecías a la clase escogida del templo.
—Sí, hablo koiné y el griego de los filósofos —se me escapó un hilo de voz.
—¿Y qué sabes hacer, además, escoria judía? —Abrió su bocaza negruzca, que exhalaba un tufo nauseabundo a vinazo y ajo—. Para galeote y para las minas de azufre servirías bien, pues eres joven y estás bien formado, aunque no seas muy fuerte. ¿Y cuál es tu nombre? Aquí no dice nada.
Fugazmente recordé que los judíos helenizados suelen nombrar como «Jasón» a los hebreos de nombre Yeshua.
—Jasón de Séforis —mentí para borrar cualquier pista sobre mi origen.
Sufrí un escalofrío en mi mugrienta y magullada piel. Ambos destinos me aterrorizaban y estaba firmemente persuadido de que no duraría en ellos ni un año. Moriría de consunción, sodomizado y mutilado. Dudé unos instantes. No sabía si revelar lo que era, o silenciar mis valías. Opté por hacer una meritoria de mis conocimientos, pero sin excesos, para no exasperarlo. Eso tal vez me acarreara un destino mejor. Hablé:
—Era un escriba de los que elaboran documentos. Sé leer griego, arameo, persa y latín y me ocupaba en preparar el aceite sagrado para las sinagogas de Judea.
—¡Anda, así que tenemos a un maldito olearius! Los romanos los valoran mucho.
—Conozco las técnicas de la recolección, prensado y elaboración del aceite.
—¿Y qué has hecho para que te esclavicen? Te has alzado contra ese rastrero de Pilatos. Es un mal bicho y a los tratantes nos saca las entrañas. ¡Que Tanit lo confunda!
—No llego a comprender mi situación, dominus —me defendí—. Fui atacado por una patrulla romana. Resulta evidente que me confundieron con un galileo sedicioso.
—Pues en este papiro se asegura que has sido hecho esclavo y deportado por manifiesto enfrentamiento a Roma y por blasfemia hacia los sacerdotes. ¿Sabes?
«Maldito sea, así que era eso», pensé. Josef Caifás cumplía su venganza contra los Eleazar tras oponerse mi padre en el sanedrín a sus negocios bastardos con los romanos. Estaba claro y el enigmático mensaje de un alma caritativa así me lo había pronosticado, recomendándome la huida.
Comenzaba a adivinar. Me habían preparado una emboscada. Y, hecho esclavo, jamás regresaría a Jerusalén y no se ensuciarían sus manos con la sangre de un escriba.
Luego me preocupé por mi madre, mi hermana y mi tío Zakay, y también por Naomi, y los ojos se me anegaron en lágrimas por la suerte que correrían, aunque pensé que el sacrificio de mi padre y de su primogénito bastarían al codicioso Caifás y que mis familiares, inofensivos a todas luces, se salvarían de su odiosa e injustificada ira.
Y también estaba seguro de que, pasadas unas semanas, anunciarían apesadumbrados mi accidentado fallecimiento y el de mi sirviente y aportarían pruebas contundentes, presentando dos cuerpos descompuestos, corruptos, inidentificables y devorados por las alimañas y los buitres, tras encontrarlos casualmente un pastor, pagado por el templo, en el profundo barranco donde fuimos arrojados. Nuestras facciones estarían desfiguradas, no así los vestidos, en especial mi túnica de levita, que sería reconocida como auténtica.
Y en ese momento comprendí que aquel fardo que lanzaron después sería un cadáver anónimo que correspondería al mío. Y los bandidos que merodeaban por las veredas de Jericó serían los malvados y necesarios causantes. Incluso los viajeros que nos precedían y que se esfumaron tragados por la tierra serían guardias del Templo, que nos habían estado vigilando y que advirtieron a los romanos de nuestra llegada.
Todo debidamente planeado y ejecutado para mi dolor y el de mi familia, a la que ya no vería jamás, si no era en la otra vida.
—Dios de mis padres, envíame tu nezá, tu paciencia divina, o moriré —recé.
El esclavista tuerto me soltó y me condujo a un cobertizo de traza ruin donde había media docena de jóvenes esclavos tirados sobre un jergón de paja infestada de inmundicias y de piojos, que lamentaban su aciaga suerte en desconocidas lenguas. ¿Qué espantoso destino nos aguardaba? Lo ignoraba y un temor macabro acabó derribándome en un rincón. Estaba desfallecido por el hambre y la sed. Dos esbirros me encadenaron por el cuello a una argolla oxidada y me golpearon el costado con saña.
La tarde oscureció la luz del sol y me ovillé como un gusano herido con la cabeza entre las piernas, incapaz de aceptar mi trágico sino. Me había convertido en un objeto de intercambio y por ende lucrativo para otras personas. Y por no poseer no poseía ni mi cuerpo. Muy pronto sería valorado únicamente por mi utilidad y mi futuro amo tendría sobre mí derecho de patíbulo y de cuchillo, y mis hijos, si es que los tenía, también serían esclavos.
Y para mí, renunciar a la libertad era como desistir de la condición de hombre. No lo comprendía y mi alma se rebelaba. Traje a mi memoria a la dulce Naomi y entré en un llanto demoledor, pues entendí que ya no la vería jamás. Mi alma se revolvía enloquecida. Todo aquello era un abuso más del poder sobre los más débiles y preferí estar muerto.
Decidí no decir mi verdadero nombre jamás, ni mencionar un posible rescate de mi familia. Sería inútil, pues los jerarcas de mi ciudad ya habían decidido mi destino. Pensé que, si amas, pero no posees la libertad, es mejor pasar por un individuo desconocido. Mi resistencia comenzó a resquebrajarse. Había entrado en un mundo donde las palabras «compasión», «humanidad» y «clemencia» no existían y donde uno podía deshonrarse a sí mismo por un trozo de pan duro.
Transcurridos unos días en los que creí descender a los infiernos, probé el fragor del látigo y sufrí el hambre y la sed más atroces y las degradaciones más humillantes. Me sentía como si estuviera enterrado vivo bajo la losa de un mañana sin futuro.
Al clarear un alba brumosa, nos sacaron a empellones de la empalizada y pude observar que en aquel antro de dolor había casi un centenar de animalizados esclavos entre mujeres, hombres y niños, que aguardábamos ser vendidos en los mercados del Imperio. Al grupo de jóvenes