—La existencia me parecía desprovista de sueños y al conocerte ha cobrado sentido. Deseo ser tu esposa y llenarte de felicidad —me aseguró incitadora.
—Yo también estoy falto del afecto de un alma igual y precisaba reconducir mis deseos. Tú cubrirás esa soledad, Naomi. Eres una mujer muy hermosa, ¿sabes?, y además conversar contigo es un goce, pues intimas con el saber.
—Te suplico que no me juzgues solo por estas horas que llevamos juntos. Aparte de las labores del hogar, mi padre ha querido que estudiemos la Torá y la filosofía griega, y hemos viajado a Séforis y Cesarea y pasado largas temporadas en ellas.
Lo sabía, pues había descubierto en la casa una prodigiosa colección de manuscritos y papiros sobre las Sagradas Escrituras y de rabinos judíos helenizados.
—Sí, ya he percibido que tu padre es un entusiasta filoheleno, y que vuestra casa posee adornos griegos. Mi maestro Gamaliel nos aconseja que comparemos el Talmud con la filosofía de Platón, y que no despreciemos la sabiduría de otros pueblos, aunque estos sean paganos e idólatras. Los viejos rabinos de las sinagogas ven con malos ojos que nos abramos a los gentiles —le referí—. Debes tener cuidado.
—No creas, mi padre sigue siendo un buen judío y es respetuoso con la ley, pero tiene contactos con mercaderes fenicios, egipcios y griegos. Junto a él y a mi madre he ido a escuchar al maestro de Nazaret, Yeshua ben Josef, siempre rodeado de gentiles y de mujeres de cualquier condición. ¿Cuándo se vio a un rabí o a un sacerdote hablar con una mujer?
Fui rápido en contestar, pues una mujer hebrea no solía hablar de fe. En su cara se había dibujado una sonrisa de admiración hacia un hombre que yo creía superior, en el que se mezclaban a partes iguales la fascinación y el asombro por doctrina tan bella.
—¿Conoces al rabino galileo? —le pregunté con incredulidad en mi voz.
—Sí, anduvimos un largo camino para escucharlo en el pueblo de Siquén. Cuando se dirige a Galilea, o desciende a Judea, no despreciamos la oportunidad de escuchar su voz cercana y sencilla.
—¿Tu padre lo aprueba? —me interesé desconcertado, aunque complacido, pues, aunque pronto sería un escriba del Templo, era tan tolerante como mi maestro.
Se produjo un apretado silencio, y asintió. Yo repliqué comunicativo:
—Yo oí las enseñanzas del maestro de Galilea, cerca de Betania, junto a mi padre y mi tío Zakay, en una ladera de los montes Ebal y Garirim. Acudieron gentes de todas partes para rogarle algún prodigio y te aseguro que me deslumbró. Es distinto a todos los rabinos que he conocido. No desprecia la alegría amable, es compasivo con el dolor ajeno, llora con las desgracias, se rodea de pecadores y de gentes llanas y huye de la moral rígida de las sinagogas y del santuario.
—¿No es sorprendente esa conducta, Ezra?
—Pues te diré que, sin apartarse de la ley de Moisés, ese reino de Dios que predica es el mismo que el que nos enseña Gamaliel, mi maestro. O sea, la antítesis de lo que se vive dentro de las murallas de Jerusalén. Allí todo es podredumbre, poder y negocio, y un día presencié cómo atacaba a la misma esencia del poder. Jamás lo olvidaré.
—¡Cuéntame, Ezra, te lo suplico! —me imploró con la mirada encendida.
—Pues verás. Una fría mañana en la que asistía a la Academia, oímos voces y un gran griterío en el Patio de los Gentiles. Fuimos a ver qué ocurría. Se trataba del rabí de Nazaret, que había formado un círculo de fascinación a su alrededor y también de oposición. Abrió sus manos, para decir solemne:
—La humildad, el perdón, la piedad, la limosna y la misericordia deberían ser los atributos de los ministros de este santo templo. ¡Pero este santuario se ha convertido en una cueva de ladrones, cuando debería ser una casa de oración y de virtud!
—¿De dónde viene este blasfemo? —preguntó un levita cegado de rabia.
—De Galilea —le contestaron.
—Me lo imaginaba —ironizó—. Una tierra de bandidos y falsos profetas sin erudición alguna —comentó y lo increpó, mientras algunos guardias se iban congregando a su alrededor, prestos a intervenir y a prenderlo.
Aquellas incendiarias palabras provocaron un cataclismo entre los escuchantes, en especial entre los saduceos. Muchos rabinos habían predicado en aquel lugar sagrado creyéndose enviados de Dios, pero jamás se habían escuchado denuncias tan duras y afiladas en la antepuerta del Santo de los Santos.
El seductor maestro no se dejó acobardar y defendió sus ideas con decisión.
—Creedme, esta casta maldita se ha apartado del espíritu de la ley de Moisés y se preocupa solo de si cumples con el sabbat, o te has lavado antes de ingresar en el templo. Sabed, venales sacerdotes, que no se ha hecho el hombre para el sabbat, sino el sabbat para el hombre, y que quien debe permanecer puro es el corazón, no nuestras manos o vestidos.
Un saduceo lo señaló con su dedo acusador y le respondió rotundo:
—¡El sabbat pertenece a Dios y es blasfemia trabajar o viajar ese día, como hacen tus discípulos y tú mismo, que no lo respetáis, blasfemos!
—¡Qué equivocados estáis! Adonay está harto de sacrificios estériles y de vanos preceptos y desea ver a su pueblo elegido unido por una ley pura, donde todos seamos iguales, y el templo un lugar de oración y no de negocio —explicó con voz colérica.
Un aire de tensión planeaba en el ambiente.
—¡Es el Mesías, el Hijo de Dios! —exclamaban sus partidarios.
El Galileo detuvo su mirada sobre ellos y les soltó a la cara:
—Yo siempre he hablado en público y nunca me he escondido. Soy un hijo de Israel y es su ley la que observo y predico. ¿A qué viene ahora interrogarme sobre mis enseñanzas? Lo hacéis solo para demostrar ante el pueblo la hipocresía de vuestra conducta.
Murmullos de anatema se alzaron contra Yeshua el Nazareno, que permaneció inalterable. Escuchaba cuantos improperios le lanzaban los sacerdotes, pero se mostraba imperturbable ante sus críticas. Conocían que se había formado en la Torá en la Escuela Rabínica de Séforis, donde su padre había trabajado como artesano, pero era despreciado por ser galileo, tierra de zelotes, siempre en contacto con gentiles y donde se conocía además la filosofía griega.
Ellos ignoraban que el desaire a los saduceos lo acercaba más al pueblo, que estaba harto de su altanería y de tantos impuestos vejatorios que iban a parar a sus bolsillos y a los de los invasores romanos. Unos lo aclamaban como el Mesías esperado, el rey de Israel, y otros lo contradecían.
—Yo solo anuncio la inminencia del reino de Dios para los limpios de corazón, los pobres, los mansos y los perseguidos —afirmó grave—. ¿Por qué la buena acción de un sacerdote ha de tener más valor que la de un leproso, una viuda o un mendigo? Creedme que todos somos iguales a los ojos del Padre Eterno, harto ya de esta ralea de usureros altivos que utilizan el templo para engañar a los inocentes y llenar sus bolsas.
Se alzaron comentarios en alto de algunos sacerdotes indignados por sus contundentes palabras. Todos sabíamos que la clase religiosa vivía de las colosales ganancias del templo, y amenazar con cortar aquella cornucopia de riquezas era condenarlos a la pobreza. Provocar con destruir el templo, la piedra angular de Israel y de sus intereses, significaba demasiado para ellos. Aquello no gustaría a Poncio Pilatos.
No obstante, pensé que, vista la modesta figura del Nazareno, era evidente que no era un usurpador. Tan solo era un exorcista, un sanador misericordioso, un refugio para los más débiles y un rabino profético que predicaba un reino de Dios tal vez inalcanzable. Tampoco se presentaba como un visionario, sino como un rabí respetuoso y observante de la Torá, que anhelaba reformar los códigos de convivencia del pueblo