Luego repitió la ceremonia con la sangre del macho cabrío, y al aparecer ante el doble velo, cargó con los pecados del pueblo al animal que debería ser abandonado en el desierto. Luego con voz cascada proclamó que nuestros pecados estaban perdonados por el Padre Eterno que velaba por su pueblo elegido.
Entonces estalló un gran regocijo. Los levitas tañeron sus kinnor o cítaras, y centenares de palomas, tórtolas y pájaros salieron en estampida hacia las murallas. Al fin, el pueblo, tranquilizado y jubiloso, fue abandonando el recinto entre rezos y cantos.
Pero en aquel momento ocurrió un hecho trivial y desagradable, que a la postre decidió mi futuro y el de mi familia, y que jamás pude relegar al olvido por las funestas consecuencias que nos ocasionó. Cuando mi padre se despedía de Caifás, este lo miró con una frialdad oscura e inextricable. Sin interés aparente lo interpeló con palabras muy duras. Yo, que estaba a unos pasos, escuché el reproche que le dedicó y que me heló la sangre.
—Eleazar —le musitó en voz baja, dejando ver sus dientes inclinados y amarillentos—, no estuviste afortunado en el sanedrín oponiéndote a la financiación del acueducto con el tesoro del Templo. El procurador Pilatos conoce quiénes sois los fariseos que impugnáis el proyecto y te aseguro que no es bueno para vosotros. ¿Entiendes?
Mi padre agitó su cabeza con gestos de incredulidad y en mí produjo un efecto disonante que llegó a humillarme.
—No nos resistimos a su construcción, Josef. Solo que esquilmar el tesoro sagrado nos parece sacrílego. Es dinero santo y del Dios que acabas de ver cara a cara —contestó mi impulsivo padre, concluyente pero respetuoso—. Bastante tienen los romanos para construirlo con el dinero que nos roban de los impuestos.
Caifás lo miró con desconfianza, perdiendo su solemne aplomo. No permitiría a nadie que entorpeciera sus sucios y poco claros negocios del Templo.
—Fariseos y saduceos hemos de hacer causa común con los romanos y aprender a satisfacer los deseos de Pilatos, o correrá la sangre en Israel —replicó terco.
Mi padre contestó con un matiz de discreción y mesura.
—¿Debo pensar que tus deseos son también los del romano, Josef? —preguntó mi padre conciliador—. Nuestro compromiso debe estar con nuestro pueblo, no con Pilatos.
Un gesto de hostilidad cubrió las mejillas del altivo sumo sacerdote y su aguileña nariz se arrugó de forma despreciativa. Una cólera sorda lo roía y sus ojos insensibles descansaron sobre nosotros. Adelantó desdeñoso su labio inferior, y replicó:
—Hablas con demasiada osadía, Eleazar. ¿Tú también eres de los que se oponen al tributo al César? Puedes lamentarlo en un futuro.
De repente me volví rabioso y olvidé mi condición de aspirante a escriba.
—Sumo sacerdote, vuestra única lealtad debería ser para Israel —dije.
Caifás desvió con ojeriza sus pupilas de ave rapaz, clavándolas en mí. Me azoré.
—¡Extrema tu prudencia, joven! —exclamó Caifás, airado—.Guarda tu lengua de cachorro temerario. Para Roma solo somos una mácula en el mapa de su colosal imperio. Nos toleran porque les servimos como paso de caravanas hacia Arabia, Antioquía y Palmira. Pero deja que se perturbe la paz en Palestina y nos aplastarán como se aplasta a un escorpión venenoso.
Mi padre se había quedado perplejo con mi repentino atrevimiento y me miró con ojos compasivos, aunque impresionado. No éramos unos ingenuos para creernos su preocupación por la sed del pueblo. Para él, el acueducto supondría un negocio cuantioso y de la parte del tesoro del Templo obtendría una sustanciosa parte.
—¡Andaos con cuidado! —Soltó un enigmático gruñido que nos dejó sin habla.
Una insidiosa corriente de desconfianza se abrió entre el saduceo y nosotros. Caifás nos lanzó de nuevo una mirada de ira y reto y mis piernas temblaron pues comprendí al instante que en sus pensamientos se abrían negros abismos de venganza. Sus tentáculos eran largos y bajo sus ostentosas vestiduras sacerdotales escondía garras de ave rapaz. Una expresión de disgusto curvó las comisuras de los labios de mi abochornado padre, que se vio injustamente señalado.
A mí me pareció una ligereza indigna de un sumo sacerdote de Israel y reprobable a los ojos del Altísimo, pero también conocía que él y su facción saducea poseían poderosos medios de disuasión. Caifás era una amenaza latente.
—No te preocupes, hijo, aunque es un hombre calculador y perverso que se cree a salvo de todo castigo, su codicia será algún día su perdición —me aseguró.
Mi padre me ocultó la magnitud que encerraban sus palabras, pero aquel día comprendí cuán fiero enemigo poseería en adelante la familia Eleazar.
Y sus adversas consecuencias no tardaríamos en sufrirlas con aspereza.
Jerusalén era un remanso de paz y la luz rojiza del ocaso comenzaba a espesarse.
IV
JERICÓ
Año XIII del reinado de Tiberio César
Una de aquellas tardes precursoras de la primavera, cuando un clarín de luz y de verdor anunciaba la florida estación en los valles de Judea, mi padre me informó de que en el mes de adar —marzo— la familia se trasladaría a la ciudad oasis de Jericó, donde conocería a la que iba a convertirse en mi esposa.
Como era costumbre, mi padre había concertado mi boda en el seno de la familia de un levita, un próspero mercader de dátiles, de nombre Uziel ben Gadara, que se convertiría durante unos días en nuestro anfitrión y, de llegar a un acuerdo, en mi futuro suegro. Debería elegir a una de sus dos hijas, más o menos de mi edad.
La noche anterior quemé incienso en mi habitación y la atmósfera se llenó del aroma de Dios, mientras mariposas nocturnas revoloteaban por las lamparillas de aceite. Me tendí en el catre, crucé los brazos sobre mi pecho y me dejé bañar por la claridad lunar que penetraba por mi ventana. Pensé cómo serían aquellas muchachas que se me ofrecían, y que mi joven corazón tanto deseaba. Y sin poder evitarlo traje a mi memoria la silueta inalterable y sugestiva de la princesa Salomé.
Me venció el sueño y surgió en mi mente una figura femenina con el rostro de la hembra real. Iba vestida con una túnica de lino egipcio y su melena oscura le caía en cascada sobre los hombros. Me llamaba con ternura y yo me acerqué, pero noté que mis pies no avanzaban. Contemplé su belleza sin tacha, semejante a una llama refulgente, e, incapaz de resistir su encanto, extendí mi brazo para tocarla, pero mis dedos hallaron la nada. C.ada vez se alejaba más de mí y se desvaneció hasta convertirse en un punto de luz en la negrura. Y por más que le imploraba que se detuviera, ella se separaba más de mis brazos anhelantes.
Jadeante, lleno de congoja y desprovisto de fuerzas, me desperté y me incorporé sudoroso del lecho. ¿Habría sido un mal augurio sugerido por mi subconsciente? ¿Sería equivocado aquel intento de casarme lejos de Jerusalén, donde estaban mis raíces? A veces buscamos inútilmente certidumbres para vivir, pero obtenerlas en los sueños resulta imposible.
El cielo de Jericó estaba poseído de una calma que presagiaba buenaventuras, y su albor era tan brillante como el añil del cielo. La turbadora fragancia de los dátiles es su aroma característico y no existe en Israel ciudad de perfume más grato. Mi familia y yo descendimos del carro en el que viajábamos, protegidos por un parasol anaranjado. Recuerdo que advertí en mí una indescriptible sensación de responsabilidad y al descender noté mi andar vacilante. Debía elegir a la que sería la compañera en el viaje de mi vida.
«Pero», reflexioné, «¿y si cometo una lamentable equivocación?».
Mi madre me abrazó, recompuso mi pelo alborotado y me aseguró que las dos niñas eran dos hermosuras. Sus palabras me tranquilizaron.
Efectivamente