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Hernán Ferney Rodríguez García*
* Profesor asistente de la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad de La Salle (Bogotá, Colombia). Profesional en Filosofía y Letras y magíster en Filosofía de esta misma universidad. Actualmente es candidato a doctor en Filosofía de la Pontificia Universidad Javeriana (Bogotá, Colombia). Correo electrónico: [email protected]
Dado que las actividades mentales se manifiestan a través del lenguaje, existe una clara necesidad de hablar, de comunicar, de transmitir en palabras. Empero, cuando hablamos del lenguaje del mal, dicha puesta en palabras no atiende un discurso lógico de verdad o falsedad, dado que simplemente se presenta como una correspondencia por asociación con la acción, se manifiesta en el silencio o en la omisión misma de la capacidad de pensar. En otras palabras, no resulta necesaria la complejidad misma de la gramática y la sintaxis del lenguaje humano, sino que aparece un juego de asociación entre el marco de referencia o de contexto, lo que es acometido y quien lo acomete; o se silencia toda opcionalidad del lenguaje; o se asume que el mal conlleva una ausencia del pensar que se contrarresta con la idea de que todo hombre como ser pensante se da a la tarea de comunicar sus pensamientos.
En ese sentido, valdría la pena distinguir si el mal se presenta en la soledad del individuo mismo con la aparición de su propia voz y, de ese modo, puede omitir la admisión de un oyente. Así también, qué sucede con la necesidad discursiva de la razón, a sabiendas, como afirma Kant (1991), de que esta no se adapta al aislamiento, sino a la comunicación. En últimas, es claro que el lenguaje del mal debe dotarse de un tipo de representación o alguna forma particular que ofrezca a la experiencia, más allá de un concepto, la posibilidad de figurárselo en nuevas formas de expresión y dejar de lado la idea de que los silencios son los más cercanos al lenguaje del mal.
Solo el hombre en su finitud y limitaciones es capaz de ser agente y enfrentarse con una experiencia del mal. El animal no puede hacerlo, y si lo hiciera, no cuenta con los códigos del lenguaje para expresarlo. De esta manera, si bien la relación existente entre el mal y el lenguaje aparece impensada, es necesario comprender y reivindicar la relación del mal con el hombre mediante los modos en que se expresa el lenguaje. No obstante, cabe advertir ciertos límites esenciales para el pensamiento que lo alejan en definitiva de toda determinación o formulación exacta, ya que las facultades de las que dispone el hombre siempre pueden ser puestas en tela de juicio.
El lugar de la negatividad como inversión de sentido1
El problema del lenguaje y el mal no podría postularse sin relacionarlo directamente con el lugar de lo negativo, ese espacio con el que se ha caracterizado la injusticia. En ese campo, el hombre se juega, en parte, la producción y el modelamiento de sus juicios, ya que estos pueden ser en sentido positivo o negativo (por cuanto suponen la exposición del mal). En dicha perspectiva, cabría entonces interrogarse por el lugar y la estructura misma de esa posibilidad de la negatividad, para así entrever por qué se convierte tanto en el factor constituyente como en el campo preferido para la enunciación del mal. Si la identificación del mal tiene que ver con la negatividad es porque se ha cosechado una serie de signos y estereotipos que corresponden a ciertas visiones reduccionistas y negativas con las cuales se trata de figurar en palabras la experiencia del pensar en el marco del mal.
Si existe la necesidad de la negatividad, es probable que sea propio remitirse a la instancia del discurso como un articulador del poder y la ideología, y asimismo, según dice Agamben (2008), intentar dar cuenta de la letra como negación y exclusión de la voz; es decir, hacer manifiesto eso del mal que se escribe, pero que no se dice. ¿Qué podría ser eso que, en la experiencia misma del acontecimiento del lenguaje, lleva a la negatividad o a hablar desde ella? ¿Dónde está el lenguaje del mal para que la tentativa de captar su lugar pueda advertir un poder nulificante? Habría que advertir que el lenguaje tiene un lugar que se capta en la instancia del discurso (sobre todo un discurso de poder)2. Allí la instancia de discurso se establece como un tener-lugar propio y se genera una relación existencial entre shifter y enunciación.
Podría ser un indicio que el mal, su lugar y su modo de ser enunciado debieran estar en el lugar de la negatividad. En aquel lugar se configuraría una relación existencial. Pareciera que se le ha dado un lugar al mal y a sus modos de ser indicado. La voz reafirma este lugar al dar cuenta de esa relación existencial. Según Agamben (2008), la voz profiere la posibilidad de identificación de la enunciación y la instancia del discurso, y, en línea con Benveniste (1966, 1979), así cobra sentido lo proferido, según la diversidad de las intenciones y de las situaciones en que se produce la enunciación.
El tratamiento de la voz debe ser parte de la acción (actio). La voz puede ser portadora de un significado desconocido, esto es, entenderse no como un mero sonido ni como una esfera de significado determinado, sino como portadora de un significado que responde a una intencionalidad y termina siendo enunciada en el plano de la negatividad. La voz se presenta en el marco de ese contexto con la pura intención de significar. Se presenta como un querer-decir que nace del yo profundo y pretende ser manifiesta. En ese algo que se enuncia, se da a entender, se muestra, sin que ello suponga aún la producción de un acontecimiento determinado por el significado.
Ahora, ¿experienciar el lenguaje del mal resulta posible? Tal vez este interrogante suponga, como sostiene Gadamer (2010), eso del asombro que deja estupefacto o que termina por producir una muda admiración. Según este autor, el mal se nos puede presentar como un fenómeno que nos deja sin habla. “Y nos falta el lenguaje ante algo justamente por ser tan evidente su excesiva grandeza, ante nuestra mirada cada vez más penetrante, para que las palabras puedan agotarlo” (p. 182). Posiblemente, si comprendiéramos esta idea, no estaríamos cayendo en ese absurdo dogmatismo en el que unos y otros se empeñan por buscar fundamentos, categorías y conceptos ante algo que no debería más que suscitar mudez. “Pero cuando alguien se queda sin habla, significa que ese alguien quisiera decir tanto que no sabe por dónde empezar” (p. 182).
Para Gadamer (2000), el mismo fracaso del lenguaje aparece cuando este demuestra su capacidad de buscar expresión para todo, un lenguaje con el que un individuo no agota su discurso, sino que lo inicia. Y, tal vez, el lenguaje del mal se presenta como una ocultación en eso no dicho por el lenguaje