La imperfecta democracia colombiana vivió dos adecuaciones promediando los ochenta con la primera elección popular de alcaldes en 198838 y el inicio de la descentralización administrativa. Lo que en parte se debe a los movimientos políticos de izquierda. Con el Acto Legislativo 1 de 1985, el presidente Betancur cumplió a los acuerdos tras las treguas con los grupos guerrilleros y con las corrientes disidentes dentro del establecimiento. Como mejor lo explica Fernando Giraldo, “los objetivos primordiales de esta ley se dirigen a coordinar las relaciones entre el Estado y los partidos y a determinar las actividades partidistas. Para tal fin establece el reconocimiento estatal de estas colectividades a partir de su inscripción en el Consejo Nacional Electoral, la cual se acepta cuando los partidos presentan una declaración de sus principios, su estructura organizacional y sus finanzas de campaña”.39 Las primeras que se beneficiaron fueron las organizaciones de izquierda al poder promocionar abiertamente sus programas. Dado que no se trataba de la aurora anhelada, muchas estimaron la reforma insuficiente frente a los valores y efectos del régimen bipartidista, por lo que coligieron que la participación real solo llegaría con un cambio más radical.
La interpretación que del sistema de partidos colombiano tenía Paul Oquist era: “más que dos partidos, las organizaciones Liberal y Conservadora son ante todo una suma de fracciones, por lo que se trata de un sistema multipartidista”.40 Sin embargo, lo que se observa es que tales fracciones, con sus variantes, y a diferencia de las fuerzas excluidas o sin representación en ese supuesto multipartidismo, actuaban en coherencia con los deseos de una misma elite socioeconómica.41 Elites, de seccionarlas entre una de corte industrial y otra feudal, o en razón de su arraigo territorial, que hasta décadas recientes no hicieron otra cosa que sintonizarse con las instrucciones prorrumpidas desde los partidos Liberal y Conservador, que controlaron el 80 % del electorado. Si las coaliciones programáticas o estratégicas de las organizaciones de izquierda antes de la aparición de la ad m-19 no estremecieron en lo más mínimo al bipartidismo, fue menos por sus propias indeterminaciones y disputas inmovilizadoras que por la inalterabilidad de este. Sin negar que el Frente Nacional desde 195842 haya aplacado rencores y sectarismos al suplantar el bipartidismo radical por uno moderado y su repartición milimétrica de la burocracia estatal, el pedido de un cambio constitucional emerge en un contexto que urge a una nueva reconciliación nacional, comprendiendo a las fuerzas políticas excluidas. Es a estas que Eduardo Pizarro Leongómez, entre otros, denominaron “terceras fuerzas”,43 en sus palabras: “aquellas que no han recibido un aval proveniente de los partidos tradicionales o de algunas de sus fracciones o facciones, que mantienen una total autonomía de las bancadas de uno y otro de estos dos partidos y no participan en sus respectivas convenciones”.44 No obstante, en este trabajo se prescinde de un término atrapatodo que impide discernir aquellas que se ubican en el campo de izquierda; cuya ambición por el “ejercicio directo del poder”45 es clara, con el objeto de realizar reformas parciales, progresivas o radicales distintas a las empleadas por el sistema político en plaza.
La Asamblea Constituyente duró ciento cincuenta días46 y estuvo integrada por setenta miembros, incluidos dos por cada organización guerrillera desmovilizada, que fue una oferta directa al epl, el prt y el Movimiento Armado Quintín Lame (maql), que aún negociaban. Y fueron precisamente estos tres grupos a los que en parte se debe un aspecto modernizante del mecanismo electoral colombiano. Mediante una carta al Gobierno y a las fuerzas comprometidas con la Asamblea, propusieron: el remplazo de las papeletas que distribuían los partidos o movimientos políticos en el momento de la votación por un tarjetón único elaborado y distribuido por la Registraduría, con nombres y foto de cada candidato y el logo respectivo de su organización partidista; la instalación de cubículos para ejercer el derecho al voto individualmente y con reserva; la creación de circunscripciones especiales para las comunidades indígenas, afrocolombianas, y las llamadas minorías, que iban desde las ambientalistas y cívicas, pasando por las metafísicas (católicas, evangélicas, etc.), hasta las que se autodesignaban apolíticas por el hecho de no proceder del bipartidismo ni de reconocidas organizaciones de la izquierda; el cambio, que obviamente no tuvo eco, de un régimen presidencialista a uno parlamentario.
De la autorización condicionada a la desmovilización, fue el epl el que sacó mejor ventaja, en parte gracias al Frente Popular; a los nombres de Germán Toro, presidente de la Federación Colombiana de Educadores (Fecode), y Fabio Rodríguez Villa, dirigente del Movimiento Estudiantil por la Constituyente, inscritos en la lista de la ad m-19; se sumaron Darío Mejía Landaeta y Jaime Fajardo, elegidos por voto secreto en la Cuarta Conferencia Nacional de Combatientes del epl, en enero de 1991. En ella se profundizó la disidencia liderada por Francisco Caraballo. Mientras que el grueso de sus camaradas vio en la desmovilización una oportunidad de renovar el régimen político, sepultando el bipartidismo, y consideró la Asamblea Constituyente el espacio “donde la apertura democrática se coloca al centro de los cambios que permitan la libre expresión del pensamiento ciudadano y donde el constituyente primario se pueda erigir como soberano de los destinos de la patria”,47 Caraballo manifestó que se trataba de “la recomposición del pacto burgués, la herramienta estelar para la reinstitucionalización que necesita la burguesía, será la Asamblea Constitucional. Con la versión gavirista de ella, el pueblo legitimaría el remozamiento del Estado y se hundiría la daga de la explotación y la opresión en su nueva versión”.48 Con dos delegados de la tríada epl-pcc-ml-Frente Popular, uno del prt, Alfonso Peña Chepe, con voz pero sin voto, uno del maql, como mero figurante, dos de la up y diecinueve de la ad m-19, la izquierda eligió veinticuatro constituyentes (véase figura 2.2).
Figura 2.2 Distribución de escaños en la Asamblea Constituyente de 1990
Fuente: elaboración propia con base en los datos de la Registraduría Nacional del Estado Civil.
Con su “lista nacional”, la ad m-19 confirmó su ascendencia. De 60 candidatos (51 hombres y 9 mujeres), eligió 19 delegatarios, con 992 613 votos, el 26.75 %. Exguerrilleros, tránsfugas del bipartidismo, intelectuales y figuras deportivas integraron la lista encabezada por Antonio Navarro. Y con él: Carlos Ossa, Álvaro Leyva, Rósemberg Pabón, José María Velasco, María Mercedes Carranza, María Teresa Garcés, Héctor Pineda, Fabio Villa, Angelino Garzón, Otti Patiño, Óscar Hoyos, Germán Toro, Orlando Fals Borda, Augusto Ramírez, Abel Rodríguez, Germán Rojas, Álvaro Echeverry y Francisco Maturana. En la coalición Por el Derecho a la Vida, en la que participó la up, con 95 088 votos (el 2.56 %) estuvieron Alfredo Vázquez Carrizosa y Aida Abella. Sin olvidar a Jaime Fajardo y Darío Mejía Landaeta, por el epl, y Alfonso Peña Chepe, por el prt.49
Asamblea y Constitución Política, la izquierda como protagonista
Es una constante en la historia de las ideas y de las organizaciones políticas el que determinados hechos aceleran la maduración de procesos, si no es que los engendran. Tal pájaro de Minerva, en la metáfora hegeliana, una contingencia puede hacer visible aquello que estaba latente. La Asamblea Nacional Constituyente y la Constitución de 1991 son un digno ejemplo; y aunque no son ejes de análisis del presente trabajo, sí obligan a advertir algunos efectos y mutaciones en la Colombia de las últimas décadas, y en especial para el campo de la izquierda.
Cristalizando la idea de un nuevo contrato social, la Asamblea tuvo una presidencia tripartita: Horacio Serpa por el Partido Liberal, Álvaro Gómez por las fuerzas conservadoras y Antonio Navarro por la izquierda y las formaciones ajenas al bipartidismo. Los tres guiaron las deliberaciones, defendiéndolas de sus oponentes, que apostados principalmente en el Congreso obstruyeron los intentos de modificación radical.50 El corto tiempo impidió evacuar temas afectados por valores y comportamientos atávicos liados a la Constitución de 1886; la cual, en palabras de Francisco Giraldo, había “unificado el país pero sin un profundo consenso de las elites regionales y de la población, a la cual se le había concedido solo una parte de sus derechos políticos”.51 La de 1991 en cambio, pese al mesurado entusiasmo de las jerarquías políticas regionales y una violencia sin tregua,52 contó con el beneplácito de más fuerzas políticas e incorporó deberes y derechos a tono con postulados de la democracia moderna, pese a perpetuar evocaciones stricto sensu conservadoras