Somos cada vez más dependientes de la tecnología digital; y cada vez estamos más atrapados por la sociedad del espectáculo. Pero, ¿es posible salir del embrujo hipnótico de las pantallas, de los televisores y los móviles? Esta es la pregunta que parece hacernos la serie Black Mirror, que empezó a emitirse en Chanel 4 de la televisión inglesa en 20111. Black Mirror es una ficción televisiva construida por capítulos individuales que rasgan el núcleo problemático de un mundo de fibra óptica, chips, lenguaje binario, realidad virtual, redes sociales e inteligencia artificial. En cada episodio se vislumbra una imaginación literaria subyacente, una dinámica de la ficción propia de la literatura fantástica o la ciencia ficción, traspuesta a lengua visual. Las ficciones del “espejo negro”, a su vez, promueven, aun sin buscarlo, la necesidad de pensar la relación entre el hombre y la máquina, el cerebro y la computadora; y la realidad virtual que deriva de la computación nacida por los esfuerzos de Alan Turing y otros, durante la Segunda Guerra Mundial. Black Mirror no solo entretiene, también toca el sistema nervioso de la cultura globalizada, sus redes informáticas y pantallas que, cada vez más, nos hechizan con su brillo magnético.
¿Quién de nosotros, al menos de los que tenemos acceso a internet, puede estar al margen del mundo condicionado por los procesos informáticos? Ya no es necesario ser un nerd, un especialista en temas de computación o un fanático de la tecnociencia para sentirse interpelado por la sociedad digital. Tampoco es necesario ningún esfuerzo intelectual especial para darnos cuenta de que las máquinas informáticas, con sus crecientes capacidades de procesar, ordenar y multiplicar información, condicionan actualmente nuestras vidas. Y las condicionarán más y más. Los niños ya pasan más tiempo ante los videojuegos que disfrutando de deportes o pasatiempos al aire libre, o de un tiempo de lectura necesario para su desarrollo cognitivo temprano. Incluso los adultos, por cuestiones laborales o por su propia adicción, dedican más horas al mundo en red que a la lectura de libros, o a las experiencias de recreo con sus hijos, por ejemplo.
Como señala Black Mirror, el futuro que ya golpea nuestras puertas nos obliga a pensar una constelación interconectada de temas y procesos que construyen un mundo tecnodigital (con sus redes, realidad virtual, inteligencia artificial y androides). Un mundo que cada vez más absorbe y desplaza la vieja vida “primitiva” del encuentro cara a cara o del placer de la vida al aire libre y de la simple contemplación de la naturaleza.
Por eso, en este libro, y desde un encuentro entre filosofía, cultura contemporánea e imaginación, nos acercaremos al mundo en el que la mente parece cada vez más condicionada por una “realidad” electrónica y digital. Momentos de la filosofía (desde Platón, Kant, Foucault y otros) y de la literatura (la alusión a novelas distópicas, Bradbury, Philip Dick, o incluso Borges) nos conducirán en el análisis del tipo de mundo que Black Mirror nos propone para la reflexión.
En Black Mirror la tecnología es vivida como amenaza, invasión de la privacidad, pérdida de la libertad, espectáculo constante, deshumanización. Tecnodependencia. En este libro no nos proponemos una investigación sobre el lenguaje formal o la semiología de Black Mirror en cuanto serie televisiva. Nuestro análisis tampoco está dedicado a los fanáticos de la serie. Las ficciones de Black Mirror son eficaces catalizadores para un pensar inquisitivo y cuestionador de muchos aspectos de una sociedad digitalizada, y es en ese sentido que las utilizamos como guía para nuestra reflexión. (Dicho esto, en el penúltimo capítulo nos permitiremos dudar, sin embargo, de la eficacia del poder crítico de cualquier ficción, y, en este caso, de la propia Black Mirror).
Black Mirror suele ser etiquetada como ciencia ficción. Y esto es así por su proyección futurista. La serie muestra la vida cotidiana en las ciudades contemporáneas dominadas por las TIC (tecnologías de la información y la comunicación). Omnipresencia de la técnica expresada por la globalización de internet, las redes sociales (Facebook, Twitter, Messenger), la televisión satelital y las tiendas informáticas de apps. La proyección futurista en Black Mirror imagina el impacto tecnológico sobre nosotros en un futuro próximo. Y como lo imagina en sus facetas más perturbadoras y preocupantes, es posible catalogarla como una ficción distópica. La distopía alude a un movimiento de la novela del siglo XX. Un tipo de literatura que cuestiona el presente y el futuro de nuestra civilización. Novelas distópicas son aquellas que imaginan un mañana de tintes cada vez más oscuros. El mañana como radicalización de la desigualdad social, del control autoritario de las sociedades. Un mañana en el que se impondrá el automatismo robótico por el que los hombres perderán su empleo y se convertirán en siervos de androides. Lo distópico es el futuro como reino de pesadilla y no la vida elevada por el progreso tecnológico. Sin embargo, las proyecciones distópicas futuristas no avalan necesariamente la antitecnología. Como lo aclara el creador de la serie, la ficción del “espejo negro” no es tecnofobia ni activismo antitecnología, pero sin embargo funciona como una alerta al espectador del peligro de una tecnoadicción generalizada.
La dependencia de los dispositivos portátiles (smartphones, tablets, conectividad permanente) es un hecho. Entretenimiento televisivo, redes sociales, navegación en internet, se ofrecen como una inyección de adrenalina cibernética full time, nos acompañan como una medusa que nos encandila y nos priva de nuestro derecho a la soledad y el sueño. Black Mirror nos remite a esa vida dentro de las pantallas, proceso que interactúa con los conflictos políticos y económicos de un capitalismo ahora planetario y relacionado, también, con la llamada Cuarta Revolución Industrial, o Industria 4.02. Un intento de comprensión del mundo contemporáneo hiperconectado debe enfrentarse a las ofrendas que hoy se les entregan a los dioses computadoras. El tema de la tecnología que traspasa las ficciones de Black Mirror propone tramas, percepciones, modos de experiencia, que explican la cultura de la tecnoadicción como nueva religión en un mundo de digitalización irreversible. La serie nos confronta con numerosos dilemas: ¿es “correcta” la sustitución gradual del cuerpo humano por cuerpos robots androides (fe y militancia de la utopía transhumanista, como veremos); ¿es lícita una “inmortalidad digital”?; ¿en qué punto los usuarios de las redes sociales debieran reflexionar sobre los peligros de buscar reconocimiento por los “me gusta”?; ¿podrá el hombre proteger su libertad y privacidad en un mundo en el que ciertos softwares informáticos aumentarán, y ya lo están haciendo, el poder de vigilar nuestras vidas cada vez más datificadas y bancarizadas?; ¿seguiremos con el consumo indiscriminado de la tecnología adictiva o pondremos más empeño en recuperar los vínculos humanos y la relación con la naturaleza?; ¿olvidaremos, cada vez más, la realidad fuera de las pantallas?; ¿recuperaremos el esfuerzo por aprehender y comprender mediante la lectura y el estudio o nos limitaremos solo a ver para entretenernos como descarga de las tensiones del día?; ¿tendrá el hombre del futuro, o del presente, que asumir, alguna vez, que no todo es espectáculo y estar “conectado”, y recuperar los momentos de desconexión, de estar offline?
Steve Woolgar, sociólogo de la ciencia británico, compañero de ruta de Bruno Latour, en Las 5 reglas de la virtualidad, postula, en su tercera regla, “que las tecnologías virtuales son un complemento y no un sustituto de la actividad real”3. La resistencia de la realidad a ser sustituida por la virtualidad. Langdon Winner, teórico estadounidense de los aspectos sociales y políticos del cambio tecnológico moderno, adepto a la obra de Jacques Ellul, habla de un “sonambulismo tecnológico”. El sonámbulo no sabe que está soñando. ¿No será nuestra situación