La preocupación por la línea de fronteras para proteger Buenos Aires fue permanente. No olvidemos que la primitiva ciudad fundada por el hidalgo que moriría de sífilis, don Pedro de Mendoza, fue asolada y quemada por los querandíes. Ya en 1752 se crearon varias compañías de Blandengues que se instalaron en su periferia para defender el espacio cristiano. La angustia de la tropa por encontrarse en medio de la nada, en el límite con el territorio hostil, llevó a que los superiores idearan distintas tácticas para entusiasmar a sus desventurados integrantes, algunas bastante ingenuas a decir verdad. Incluso se emplearon astucias semánticas. Por eso, a las tres compañías de blandengues que se ubicaron en Salto, Chascomús y Luján les adjudican nombres como “La Invencible”, “La Atrevida Conquistadora” y “La Valerosa”, respectivamente. En el Museo Udaondo de Luján aún existe una estatua que recuerda al alférez real Juan de Lezica y Torrezuri “que defendió a esta villa de los indios infieles”. Luego, entre 1810 y 1820, se avanzó algo y se construyeron nuevos fortines en Pergamino, Rojas, Carmen de Areco, Dolores, Lobos, Guardia del Monte y Ranchos. Pese a estos agregados, es más que evidente que se trataba de una línea endeble, muy extendida, con enormes vacíos que permitían a los indígenas cruzar con bastante éxito. Muy al sur de esa línea, el único punto consolidado por la Argentina era el puerto de corsarios de Carmen de Patagones. En aquel momento eso era todo. En consecuencia, la idea de las autoridades fue la de ir avanzando paulatinamente sobre el territorio ocupado por los indios, al que comenzó a denominarse “Desierto”, es decir, un lugar donde no existe la vida; léase, la vida humana occidental y cristiana. Y se fue adelantando pese a la denodada resistencia de los indígenas, aunque fueron avances que en muchos casos no se consolidaron en terreno ganado. Continuaron existiendo los claros y huecos entre los fortines, los territorios “no explorados” o “tierras desconocidas”. Muchos consideraron la línea de frontera como un verdadero colador.
Sin embargo, las primeras entradas no tuvieron como objetivo escarmentar a los “salvajes”. El propósito era otro, completamente distinto, buscaban Eldorado. En 1604 desde la fangosa Buenos Aires, partió Hernandarias con 40 carros y 130 hombres hacia Camoé, Ciudad de la Plata ubicada en algún lugar del Neuquén. Un año antes le había escrito a Felipe III comentando los preparativos de la expedición donde procuraría “el descubrimiento y dominio de los Césares, que como Vuestra Alteza habrá entendido es la noticia de más nombre y la cosa más importante al presente en estos reinos” (Rosa 1981: 207). La expedición de Hernandarias sería la entrada más profunda en territorio patagónico llegando hasta la actual localidad de General Roca. Como tantas otras búsquedas de Eldorado, fracasó en su objetivo, pero al menos consiguió regresar al punto de partida para seguir alimentando sueños. Hacia 1622 Jerónimo Luis de Cabrera, yerno de Hernandarias, llegó hasta el Río Negro o el Limay sin dar con la Ciudad de Los Césares. Tan convencidos estaban que lo acompañó el padre Jerónimo de Montemayor para reducir y evangelizar a los indios patagones o césares. Es tan pregnante esa búsqueda que incluso Estanislao Zeballos en La Conquista de las 15.000 leguas tendrá paginas enteras destinadas a historiar el origen y ubicación de Los Césares, llegando a decir: “Apartando la fantasmagoría de la fábula, veremos que esta tradición tiene un fondo de verdad, cuyo esclarecimiento completo está reservada al Ejército argentino en operaciones sobre el río Negro” (Valko 2012a: 204, 209).
Llegado a este punto, conviene recapitular y explicitar algo que permanece olvidado. Por regla general, los libros de texto enfatizan una versión simplista y hablan únicamente de dos expediciones al Desierto, la primera de 1833 realizada por Juan Manuel de Rosas y la segunda, de 1879, de Julio Argentino Roca. Sin embargo, esta cruenta guerra tuvo numerosos antecedentes, tanto de carácter ideológico como otros netamente fácticos. Sostuve en su momento que la idea original de penetrar el desierto para “destruir las guaridas de los bárbaros” había sido concebida por Friederich Rauch (Valko 2012b: 9). Ni siquiera esa idea es autoría de Roca. El coronel prusiano Rauch, considerado “un guerrero experto”, había sido contratado en 1819 por Bernardino Rivadavia para una primera campaña para “eliminar a los ranqueles” y “limpiar la Pampa exterminando a la raza carnicera de los indios”. Rivadavia todavía dijo algo más para redondear su idea: “Sólo el poder de la fuerza puede imponer a estas hordas y obligarlas a respetar nuestra propiedad y nuestro derecho” (Serres Güiraldes 1979: 158). El prusiano lo entendió a la perfección. Rauch era un oficial que había combatido en las guerras napoleónicas y que aquí, en calidad de mercenario, se adaptó prontamente a la guerra contra el malón. Persona meticulosa y deseosa de cumplir a fondo su trabajo, mantenía entre sus tropas un “estado de disciplina inmejorables y los lanzaba sobre el enemigo en masas irresistibles” (Raone 1969: 390). Contando con esa fuerza de choque, le sugirió a las autoridades la necesidad de llevar la guerra bien adentro del territorio indígena, única forma de acabar con los salvajes que inquietaban a los propietarios a los que Rivadavia había adjudicado enormes extensiones de tierras.
Paradójicamente Rauch, que fue contratado para exterminar “a los indios carniceros”, muy pronto se hace merecedor de un apodo que hará justicia al celo excesivo que pone en su cometido, ya que será conocido como “el carnicero Rauch”. Sus partes de batalla son de una elocuencia que no deja dudas acerca de lo acertado del apodo: “Hoy 26 de enero degollamos a 27 ranqueles para ahorrar balas” (Bayer 2008). Pero don Friederich no sólo será azote de indios, también hasta de sus propios soldados, a quienes no les perdona ninguna falta. Ni siquiera a los que luego de desertar regresan arrepentidos, como lo prueba esta carta escrita con letra prolija y florida que se encuentra en el Archivo General de la Nación:
Al empezar la campaña, dos individuos del Regimiento 12 de Caballería agregados al de mi mando, desertaron; a mi regreso se ha sabido que se habían presentado al Teniente Coronel don Andrés Morel, quien no les hizo nada, y favorecidos por este disimulo tres más del mismo cuerpo han cometido ayer el mismo crimen. Debiendo tener necesariamente tal impunidad, las consecuencias, más funestas, me veo en la dura precisión de ponerla en el conocimiento de V. E. seguro de que se dignará poner el remedio más eficaz para cortar de raíz semejantes abusos destructores de la milicia. Dios guarde a V. E. Arroyo de Chapaleufú, Noviembre 17 de 1826. Federico Rauch.
Rauch es incansable. En 1822 está defendiendo Salto contra un malón. Su comportamiento en Luján durante un ataque indígena evita la dispersión de los húsares. En 1823 fue enviado a combatir al sur de Buenos Aires en una suerte de Primera Campaña al Desierto Cercano. Rauch marcha junto a la “Expedición al establecimiento de la nueva frontera al Sud”, dirigida por el general Martín Rodríguez. La revista escolar Billiken del 31/01/1955, en una historieta por entregas llamada “Conquista del Desierto”, brinda a los escolares un panorama de la situación: “Mientras tanto, los indios continuaban realizando sus feroces malones, que sembraban por doquier el espanto y la desolación”. En realidad, será el prusiano el verdadero ejecutor de la expedición, repitiendo la operación al año siguiente. Dos años más tarde, en 1825 penetra en la región del Tandil y toma a los indios por sorpresa causando verdaderos estragos. En esa expedición “limpió la Sierra de la Ventana de tolderías” (Walther 1970: 174). Poco después se pone nuevamente en campaña y el 25 de octubre de 1826, Rauch parte de Toldos Viejos, cercano a Dolores. De noviembre de 1826 a enero de 1827, realiza una segunda entrada a la Sierra de la Ventana en la cual participan “1.200 soldados y 900 indios auxiliares” (Walther 1970: 174). Fiel a su estilo, realiza una matanza antológica y regresa con multitud de prisioneros y gran cantidad de ganado (Barros 1872: 163). Estanislao Zeballos comentará admirado que Rauch ha comprendido la eficacia de la ofensiva: con apenas un regimiento llega a las Salinas Grandes y regresa con multitudes de indios prisioneros (Zeballos 1878: 234). El prestigio de que gozaba Rauch a raíz de tales acciones llevó a que su figura adquiriera una dimensión literaria. En 1827 Juan Cruz Varela, rivadaviano de la primera hora y uno de los futuros instigadores del fusilamiento de Dorrego, le dedica un extenso poema llamado: En el regreso de la expedición contra los indios bárbaros, mandada por el Coronel D. Federico Rauch. Los versos comienzan con una poderosa