Educar a los topos. Guillermo Fadanelli. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Guillermo Fadanelli
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Документальная литература
Год издания: 0
isbn: 9786078667550
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suelta ajena a la dramática despedida. A sus siete años le importaba un bledo si le cortaban la cabeza al resto de sus hermanos porque a esa edad se puede cambiar de hermanos, padres y perros sin soltar más que unas cuantas lágrimas. En el camino a la escuela, mi padre sintonizó en el radio una de sus frecuencias favoritas, 620 en AM. Como la música instrumental le pareció un tanto lúgubre para la ocasión cambió a la estación de las noticias, sin embargo ninguno de los dos puso atención en ellas. Ambos, sin confesarlo, estábamos seriamente preocupados por mi futuro. Mi corazón latía como el de un pescado recién sacado del agua al que le espera un sartén rebosante de aceite: mi futuro, nada menos. Pese a ser experto en ocultar sus pensamientos, mi padre temía haberse equivocado y ese temor se revelaba en su sospechoso silencio. Jamás lo reconocería, pero aquella mañana mientras observábamos en silencio el culo de rata custodiado por dos pelotones de policía se arrepintió de no hacer caso a su madre y de entregarles un hijo a los militares.

      La entrada en el culo de rata fue relativamente sencilla. Los policías militares, en realidad alumnos investidos con ese cargo durante una semana, me detuvieron un minuto para hacerme observaciones sobre mi aspecto. Su gesto fiero sumado a mi temor de ser lanzado a la calle en presencia de mi padre me hizo enmudecer. Las valencianas del pantalón tenían que ser más altas para permitir que las botas se mostraran enteras y la punta de la corbata no podía estar suelta, sino escondida entre dos botones de la camisola.

      –Hoy te permitiremos ser un idiota –me dijeron.

      Si se miraran la jeta en un espejo no serían tan exigentes: ¿es posible tener papada a los trece años? ¿Cómo han permitido que los rapen si tienen cicatrices en la nuca?

      Una bailarina a punto de entrar a escena. De modo que éstos eran los feroces custodios de la puerta: ujieres meticulosos preocupados por el atuendo de las jóvenes bailarinas. Sólo un detalle me sobresaltó: mi cabello no estaba tan corto como lo exigía el reglamento escolar. Jamás en mis once años de vida me había cortado tanto el cabello, pero en esta jodida escuela se me exigía que me rapara todavía más: “Tienes que raparte a cepillo; pídele al peluquero casquete corto a la brush ”, me recomendaba el policía militar, un gordo de cachetes gelatinosos. Maldita sea, si a fin de cuentas el embrollo podía solucionarse con un poco de gomina. Los famosos fijadores de cabello para hombres Wildrot o Alberto VO5 harían las cosas más simples sin necesidad de acudir a las tijeras y a la podadora. Los cadetes mexicanos no marcharíamos jamás a la guerra, ni pasaríamos extensas jornadas agazapados en una trinchera. No teníamos por qué temer a los piojos o a que las aves hicieran nidos en nuestra ca bellera. Como si así fuera, las revisiones de corte de pelo se llevaban a cabo tres veces al mes. Cada diez días tendría que verle la cara a un peluquero, cuando antes lo visitaba sólo tres veces al año. El peluquero pasaría a formar también parte de mi familia, sería casi como mi abuela, o el tío Carlos o la gata Nieves. En ese aspecto, mi padre se había comportado de manera sensata tolerando que lleváramos una discreta melena, no extravagante, pero al menos sí decorosa: la melena en un niño, a diferencia de los adultos, resultaba en su opinión perdonable. También nos permitía usar pantalones acampanados de varios colores y zapatos de plataforma que él mismo compraba en la tienda Milano, a un lado del metro Nativitas. El hecho de que deseara una disciplina acartonada para sus hijos no significaba que les negara los beneficios de la moda. Los padres siempre quieren lo peor para sus hijos, porque lo peor es lo único que dura. Y para que esto sea posible hay que clavarles pequeñas agujas en los tobillos y en las plantas de los pies.

      Una vez franqueada la entrada al colegio, me encaminé hacia unos escalones de piedra, próximos al asta bandera. Desde esa posición vi el extenso patio de cemento poblarse de cadetes (ya desde entonces me gustaba apartarme para mirar a los otros desde una posición privilegiada: un francotirador que jamás dispara, y se conforma con husmear a los enemigos desde la mira). Los alumnos más grandes pertenecían a la preparatoria, los menores a la secundaria. Era fácil reconocer a los estudiantes de nuevo ingreso porque, como yo, se mantenían quietos como pollos friolentos, tensos, en espera de una orden que les propusiera una función o los remitiera a su salón de clases: cervatos barruntando la presencia del león que en el momento menos pensado se manifestaría con todo su poder. No podría ahora, tanto tiempo después, describir las emociones que se apoderaron de mi ánimo en aquel preciso momento, pero estoy seguro de que afronté los hechos con bastante dignidad, con una resignación sorprendente, casi mística, como el joven fraile que no puede correr de vuelta a su hogar y se lanza de bruces en el templo de Dios. Fue la primera vez que experimenté esa emocionante y amarga sensación de lejanía. Ninguna de las dos escuelas a las que asistí en la primaria –Perseverancia y Pedro María Anaya– guardaba ese aspecto de exilio, de destierro que impregnaba todo lo que se relacionaba con la academia militar. Además, toda mi vida había permanecido cerca de la familia, a unos pasos de los colegios que, en cierto modo, sólo eran una extensión menos amable de la casa.

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