—¿Permite usted, buen hombre, que le pregunte a qué se dedica? —dije yo con mi voz más amable.
—Soy ordenanza, señor —me dijo, algo gruñón—. Tengo el uniforme arreglando.
—¿Y qué era usted antes? —le pregunté dirigiendo a mi compañero una mirada levemente maliciosa.
—Señor, yo era sargento de infantería ligera de la Marina Real. ¿No hay contestación? Perfectamente, señor —chocó los talones, hizo un saludo con la mano y se fue.
Capítulo III:
El misterio del jardín de Lauriston
Mi respeto por la capacidad de análisis de mi compañero aumentó en proporciones asombrosas, tras quedar impresionado por la constatación inequívoca de sus teorías. Eso sí, me quedaba aún un latente recelo a que hubiera preparado todo para deslumbrarme, aunque excedía a mi entendimiento qué demonios podía buscar con una pega semejante. Al mirarlo, él había finalizado con la carta y sus ojos sin brillo tenían la expresión perdida de cuando se ensimismaba.
—¿Cómo se las arregló para hacer tal deducción? —le pregunté.
—¿Qué deducción? —me contestó Holmes con petulancia.
—¿Cuál ha de ser? La de que era sargento retirado de la Marina.
—No estoy para bagatelas —me contestó bruscamente, pero luego se dulcificó con una sonrisa para decir—: Perdone mi descortesía. Es que me cortó el hilo de mis pensamientos; quizá sea lo mismo. ¿De modo que usted no fue capaz de ver que ese hombre era sargento de la Marina?
—En modo alguno.
—Pues era más fácil darse cuenta de ello que explicar cómo lo supe. Si le dijesen que demostrase que dos y dos son cuatro, quizás usted se vería en apuros, a pesar de tener la absoluta certeza de que, en efecto, lo son. Desde este lado de la calle pude distinguir, cuando él estaba en el de enfrente, que nuestro hombre llevaba tatuada en el dorso de la mano una gran áncora. Eso olía a mar. Pero su porte era militar y tenía las patillas de reglamento. Ahí teníamos al hombre de la Marina de Guerra. Había en nuestro hombre ínfulas y aires de mando. Debió haberse fijado usted en lo erguido de su cabeza y en el vaivén que imprimía a su bastón.
—¡Asombroso! —exclamé yo.
—Es de lo más común —dijo Holmes, aunque pensé que, a juzgar por la expresión de su cara, mi evidente sorpresa y admiración le complacían—. Afirmé hace un instante que no había criminales. Por lo visto, me equivoqué. ¡Entérese de esto!
Me tiró desde donde él estaba la carta que el ordenanza había traído.
—¡Pero esto es horroroso! —exclamé en cuanto le puse la vista encima.
—Parece que se sale un poco de lo corriente —comentó él con calma—. ¿Tiene usted inconveniente en leérmela en voz alta?
He aquí la carta que le leí:
“Mi querido Sherlock Holmes: Esta noche, a las tres, ha ocurrido un mal suceso en los Jardines Lauriston, situados a un lado de la carretera de Brixton. Uno de nuestros hombres, haciendo la ronda, vio allí una luz a eso de las dos de la madrugada, y como se trata de una casa deshabitada, receló que algo extraordinario ocurría. Halló la puerta abierta, y en la habitación de la parte delantera, que está sin amueblar, encontró el cadáver de un caballero bien vestido, y sobre él tarjetas con el nombre de “Enoch J. Drebber, Cleveland, Ohio, EE.UU.” No ha existido robo, y no hay nada que indique de qué manera encontró aquel hombre la muerte. En la habitación hay manchas de sangre, pero el cuerpo no tiene herida alguna. No sabemos cómo explicar el hecho de que aquel hombre se encontrase allí; todo el asunto resulta un rompecabezas. Si le es posible acercarse hasta la casa en algún momento, antes de las doce, me encontrará en ella. He dejado todas las cosas en statu quo hasta recibir noticias suyas. Si le es imposible venir, yo le proporcionaré detalles más completos y apreciaré como una gran gentileza de su parte el que me favorezca con su opinión.
Suyo atentamente,
Tobías Gregson.”
—Gregson es el hombre más agudo de Scotland Yard —comentó mi amigo—. Él y Lestrade son lo mejorcito de un grupo de torpes. Actúan con rapidez y energía, pero sin salirse de la rutina. Son odiosamente rutinarios. Además, se acuchillan el uno al otro. Son tan celosos como una pareja de beldades profesionales. Resultará divertido este caso si los dos husmean la pista.
Yo estaba atónito viendo la tranquilidad con que Sherlock Holmes iba haciendo, una tras otra, sus observaciones, y dije:
—No se puede perder tiempo. ¿Quiere que vaya y pida un coche de alquiler para usted?
—No estoy seguro de que me decida a ir. Soy el individuo más incurablemente haragán que calzó jamás zapatos de cuero... quiero decir que lo soy cuando me acomete el acceso de haraganería, porque en otras ocasiones puedo ser bastante activo.
—Pero aquí tiene la oportunidad que tanto anhelaba.
—¿Y qué le va a usted con ello, mi querido compañero? Supongamos que yo lo aclaro todo. En ese caso, puede usted tener la seguridad de que Gregson, Lestrade y compañía se embolsarán toda la gloria. Eso ocurre cuando se es un personaje sin cargo oficial.
—Pero él le suplica que acuda en su ayuda.
—Sí. Él sabe que yo le soy superior y lo reconoce ante mí, pero se cortaría la lengua antes de confesarlo ante una tercera persona. Sin embargo, bien podemos ir y echar un vistazo. Trabajaré el asunto por mi cuenta. Podré por lo menos reírme de ellos, ya que no sacaré otra cosa. ¡Vamos!
Se puso a toda prisa el gabán y se ajetreó de manera que se veía que el acceso de apatía había sido desplazado por un acceso de energía.
—Coja su sombrero —me dijo.
—¿Desea usted que le acompañe?
—Sí, a menos que tenga algo mejor que hacer.
Un minuto después, nos hallábamos los dos dentro de un coche de alquiler de un caballo que nos llevaba a velocidad furibunda por la carretera de Brixton.
Era una mañana brumosa, y sobre los tejados de las casas colgaba un velo de color pardo, que producía la impresión de ser un reflejo del color del barro de las calles que había debajo. Mi compañero estaba del mejor humor y fue charlando acerca de los violines de Cremona y las diferencias que existen entre un Stradivarius y un Amalfi. Yo por mi parte, iba callado, porque el tiempo tristón y lo melancólico del asunto en que nos habíamos metido deprimían mi ánimo.
—Me parece que no dedica usted gran atención al asunto que tiene entre manos —le dije, por fin, cortando las disquisiciones musicales de Holmes.
—No dispongo todavía de datos —me contestó—. Es una equivocación garrafal el sentar teorías antes de disponer de todos los elementos de juicio, porque así es como este se tuerce en un determinado sentido.
—Pronto va usted a disponer de los datos que necesita, porque esta es la carretera de Brixton y aquí tenemos la casa, si no estoy muy equivocado —le dije, señalándosela con el dedo.
—En efecto. ¡Pare, cochero, pare!
Todavía estábamos a un centenar de metros más o menos de la casa, pero él insistió en que nos apeásemos y terminamos a pie nuestro viaje.
El número 3 de los Jardines de Lauriston ofrecía un aspecto siniestro y amenazador. Era una de las cuatro casas que se alzaban un poco apartadas de la calle, y de las cuales dos estaban habitadas y otras dos vacías. En estas últimas se veían tres hileras de melancólicas ventanas inexpresivas, desnudas y tristonas, menos alguna que otra en que un cartel de “Se alquila” se había extendido como una catarata sobre los legañosos paneles de cristal. Un jardincillo salpicado por una erupción de enfermizas plantas aisladas separaba cada una de estas casas de la calle, y cada jardincillo estaba