A Sherlock Holmes pareció agradarle la idea de compartir sus habitaciones conmigo, y advirtió:
—Tengo echado el ojo a un piso en Baker Street que nos vendría que ni pintado. No le molesta el humo del tabaco fuerte, ¿verdad?
—Yo mismo no fumo de otro —le contesté.
—Hasta ahí vamos bastante bien. Por lo general, yo acostumbro a tener a mano sustancias químicas, y de cuando en cuando realizo experimentos. ¿Le molestaría eso?
—¡Para nada!
—A ver... ¿Qué otras desventajas tengo? Hay veces que me entra la morriña, y me paso días y días sin despegar los labios. Cuando eso me ocurre no debe usted tomarme por un individuo huraño. Déjeme a solas conmigo mismo, que se me pasa pronto. Y ahora, ¿tiene usted algo qué confesar? Cuando dos personas van a empezar a vivir juntas es conveniente que sepan mutuamente lo que consideran peor de cada una de ellas.
Me hizo reír semejante interrogatorio, y dije:
—Tengo un perro cachorro, me molestan los estrépitos, porque mi sistema nervioso está quebrantado, me levanto de la cama a las horas más absurdas e irregulares, y soy de lo más perezoso que se pueda ser. Cuando gozo de buena salud, mi surtido de defectos es variado; pero los que acabo de indicar son los principales que tengo en la actualidad.
—¿Incluye usted el tocar el violín en la categoría estrepitosa? —preguntó Sherlock Holmes ansiosamente.
—Eso depende del violinista —le respondí—. El violín tocado por buenas manos es placer de dioses, pero cuando se toca mal...
—Entonces no hay ningún problema —exclamó alegremente—. Creo que podemos cerrar el negocio; es decir, si le parece bien el lugar.
—¿Cuándo podemos visitarlo?
—Venga mañana al mediodía por mí, vamos los dos y lo acordamos —me dijo.
—Muy bien. Al mediodía entonces —le contesté, y le apreté la mano.
Nos retiramos y fuimos andando hasta mi hotel, dejándole trabajar entre sus productos químicos.
—Por cierto —pregunté súbitamente, quedándome quieto y girándome hacia Stamford—. Tengo curiosidad de algo. ¿Cómo es que sabía que yo venía del conflicto de Afganistán?
Entonces mi acompañante sonrió de forma misteriosa y me dijo:
—Precisamente ahí tiene usted el detalle singular de Sherlock Holmes. Son muchísimas las personas que se han preguntado cómo se las arregla para descubrir las cosas.
—¡Vaya! Entonces se trata de un misterio, ¿verdad? —exclamé, frotándome las manos—. Esto resulta muy intrigante. Le estoy muy agradecido por habernos puesto en relación. Ya sabe usted aquello que “el verdadero tema de estudio para la humanidad es el hombre”.
—Entonces dedíquese a estudiar a su amigo —dijo Stamford despidiéndose—. Aunque será un problema bastante peliagudo. Él investigará más de usted que usted de él, se lo aseguro. Hasta luego.
—Hasta luego —le dije. Me fui caminando tranquilo hacia mi hotel, intrigado y muy interesado en el hombre que había conocido.
Capítulo II:
La ciencia de la deducción
Tal cual habíamos acordado, nos vimos al mediodía y fuimos juntos a ver el piso 221 B de la calle Baker, que habíamos conversado previamente. Eran dos dormitorios grandes y un cuarto de estar, amplio e iluminado por dos espaciosas ventanas, amueblado bastante bien y ventilado. Tan provocador me resultaba el apartamento, y tan justo su precio entre los dos, que cerramos trato en el acto y fue nuestro desde aquel momento. Al atardecer de aquel mismo día trasladé todas mis cosas desde el hotel, y a la mañana siguiente estaba allí Sherlock Holmes con varios cajones y maletas. Pasamos uno o dos días muy atareados en desempaquetar los objetos de nuestra propiedad y en colocarlos de la mejor manera posible. Una vez hecho esto, fuimos poco a poco asentándonos y amoldándonos a nuestro espacio.
En verdad era fácil convivir con Holmes. Era hombre de maneras apacibles y de costumbres regulares. Era extraño el que permaneciese sin acostarse después de las diez de la noche, y para cuando yo me levantaba por la mañana, él ya había desayunado y marchado a la calle. En muchas ocasiones se pasaba el día en el laboratorio de química; otras veces, en las salas de disección, y de vez en cuando en largas caminatas que lo llevaban, al parecer, a los barrios más bajos de la ciudad. Cuando le acometían los accesos de trabajo, no había nada capaz de sobrepasarle en energía; pero de tanto en tanto se apoderaba de él una reacción y se pasaba los días enteros tumbado en el sofá del cuarto de estar, sin apenas pronunciar una palabra o mover un músculo desde la mañana hasta la noche. En esos momentos advertía yo en sus ojos una mirada tan perdida e inexpresiva que, si la templanza y la decencia de toda su vida no me lo hubiesen vedado, quizá yo habría sospechado que mi compañero era un consumidor habitual de algún estupefaciente.
Su forma de ser y su apariencia externa eran como para llamar la atención hasta del más descuidado. Su estatura rondaba los dos metros, y era tan extraordinariamente enjuto que producía la impresión de ser aún más alto. Tenía la mirada aguda y penetrante, fuera de los intervalos de sopor a los que antes me he referido; y su nariz, fina y aguileña, daba al conjunto de sus facciones un aire de viveza y de resolución. También su quijada delataba al hombre de voluntad, por lo grande y cuadrada. Aunque sus manos tenían siempre rastros de tinta y manchas de productos químicos, poseían una delicadeza de tacto muy notable, según pude observar con frecuencia viéndole manipular sus delicados instrumentos de física. Es así como mi interés por él y mi curiosidad por saber cuáles eran los objetivos de sus andanzas no hicieron más que crecer y profundizarse a medida que pasaban las semanas.
Es probable que el lector me tome por un entrometido o por un impertinente si confieso lo mucho que mi curiosidad se había incrementado hacia aquel hombre y todas las veces que intentaba superar la reserva en que me encontraba envuelto respecto a todo lo que a él se refería. Aun así, le pido que tenga presente, antes de juzgarme, la apatía que tenía en mi vida y el poco interés por lo que me rodeaba. Mi salud no me permitía el aventurarme a salir a la calle, a menos que el tiempo fuese extraordinariamente apacible, y carecía de amigos que viniesen a visitarme y romper la monotonía de mi existencia diaria. En esas circunstancias, yo saludé con avidez el pequeño arcano que envolvía a mi compañero e invertí gran parte de mi tiempo en tratar de desvelarlo.
No era medicina lo que estudiaba. Sobre ese asunto y contestando a una pregunta, él mismo había confirmado la opinión de Stamford. Tampoco parecía haber seguido en sus lecturas ninguna norma que pudiera calificarlo para graduarse en una ciencia determinada o para entrar por uno de los pórticos que dan acceso al mundo de la sabiduría. Pero con todo eso, era extraordinario su afán por ciertas materias de estudio, y sus conocimientos, dentro de límites excéntricos, eran tan notablemente amplios y detallados que las observaciones que él hacía me asombraban bastante. Con toda seguridad, nadie trabajaría tan afanadamente ni se procuraría datos tan exactos a menos que se propusiera una finalidad bien concreta. Las personas que leen de una manera inconexa rara vez se distinguen por la exactitud de sus conocimientos. Nadie carga su cerebro con pequeñeces si no tiene alguna razón fundada para hacerlo.
Tan obvio como lo que sabía era lo que ignoraba. Sus conocimientos de literatura contemporánea, de filosofía y de política parecían ser casi nulos. En cierta ocasión que yo cité a Tomás Carlyle, me preguntó con la mayor ingenuidad quién era ese, y qué había hecho. Sin embargo, mi sorpresa alcanzó el punto culminante al descubrir de manera casual que desconocía la teoría de Copérnico y la composición del sistema solar. Me resultó tan extraordinario que en nuestro siglo XIX hubiese una persona