—¡Qué indecible charlatanismo! —exclamé, dejando la revista encima de la mesa con un golpe seco—. En mi vida he leído tanta tontería.
—¿De qué se trata? —me preguntó Sherlock Holmes.
—De este artículo —dije, señalando hacia el mismo con mi cucharilla mientras me sentaba para desayunar—. Me doy cuenta de que usted lo ha leído, puesto que lo ha señalado con una marca. No niego que está escrito con agudeza. Sin embargo, me exaspera. Se trata, evidentemente, de una teoría de alguien que se pasa el rato en su sillón y va desenvolviendo todas estas pequeñas y bonitas paradojas en el retiro de su propio estudio. No es cosa práctica. Me gustaría ver encerrado de pronto al autor en un vagón de tercera clase del ferrocarril subterráneo y que le pidieran que fuese diciendo las profesiones de cada uno de sus compañeros de viaje. Yo apostaría mil por uno en contra suya.
—Se quedaría sin su dinero —hizo notar Holmes con tranquilidad—. En cuanto al artículo, lo escribí yo mismo.
—¡Usted!
—Sí; soy aficionado tanto a la observación como a la deducción. Las teorías que ahí sustento, y que le parecen a usted tan quiméricas, son, en realidad, extraordinariamente prácticas, tan prácticas que de ellas dependen el pan y el queso que como.
—¿Cómo? —pregunté involuntariamente.
—Pues porque tengo una profesión propia. Me imagino que soy el único en el mundo que la profesa. Soy detective-consultor, y usted verá si entiende lo que significa. Existen en Londres muchísimos detectives oficiales y gran número de detectives particulares. Siempre que estos señores no dan en el clavo vienen a mí, y yo me las ingenio para ponerlos en la buena pista. Me exponen todos los elementos que han logrado reunir, y yo consigo, por lo general, encauzarlos debidamente gracias al conocimiento que poseo de la historia criminal, y si usted se sabe al dedillo y en detalle un millar de casos, pocas veces deja usted de poner en claro el mil uno. Lestrade es un detective muy conocido. Recientemente, en un caso de falsificación, lo vio todo nebuloso, y eso fue lo que lo trajo aquí.
—¿Y los demás visitantes?
—A casi todos ellos los envían las agencias particulares de investigación. Se trata de personas que se encuentran en alguna dificultad y que necesitan un pequeño consejo. Yo escucho lo que ellos me cuentan, ellos escuchan los comentarios que yo les hago y, acto seguido, les cobro mis honorarios.
—Así que, según eso —le dije—, usted, sin salir de su habitación, es capaz de poner en claro asuntos que otros son incapaces de explicarse, a pesar de que han visto los detalles por sí mismos.
—Correcto. Poseo una especie de intuición en ese sentido. De cuando en cuando se presenta un caso de alguna mayor complejidad. Cuando eso ocurre, tengo yo que moverme para ver las cosas con mis propios ojos. La verdad es que poseo una cantidad de conocimientos especiales que aplico al problema en cuestión, lo que facilita de un modo asombroso las cosas. Las reglas para la deducción, que expongo en ese artículo que despertó sus burlas, me resultan de un valor inapreciable en mi labor práctica. La facultad de observar constituye en mí una segunda naturaleza. Usted pareció sorprenderse cuando le dije, en nuestra primera entrevista, que había venido usted de Afganistán.
—Alguien se lo habría dicho, sin duda alguna.
—¡Para nada! Yo descubrí que usted había venido de Afganistán. Por la fuerza de un largo hábito, el curso de mis pensamientos es tan rígido en mi cerebro, que llegué a esa conclusión sin tener siquiera conciencia de las etapas intermedias. Sin embargo, pasé por esas etapas. El curso de mi razonamiento fue el siguiente: “He aquí a un caballero que responde al tipo del hombre de medicina, pero que tiene un aire marcial. Es, por consiguiente, un médico militar con toda evidencia. Acaba de llegar de países tropicales, porque su cara es de un fuerte color oscuro, color que no es el natural de su cutis, porque sus muñecas son blancas. Ha pasado por sufrimientos y enfermedad, como lo pregona su cara macilenta. Ha sufrido una herida en el brazo izquierdo. Lo mantiene rígido y de una manera forzada... ¿En qué país tropical ha podido un médico del ejército inglés pasar por duros sufrimientos y resultar herido en un brazo? Evidentemente, en Afganistán”. Todo ese tren de pensamientos no me llevó un segundo. Y entonces hice la observación de que usted había venido de Afganistán, lo cual lo dejó asombrado.
—Tal como usted lo explica, resulta bastante sencillo —dije, sonriendo—. Me hace usted pensar en Edgar Allan Poe y en Dupin. Nunca me imaginé que esa clase de personas existiese sino en las novelas.
Sherlock Holmes se puso en pie y encendió su pipa, haciéndome la siguiente observación:
—No tengo dudas de que usted cree hacerme un halago comparándome con Dupin. Pero, para mí, Dupin era un hombre de poca valía. Aquel truco suyo de romper el curso de los pensamientos de sus amigos con una observación que venía como anillo al dedo, después de un cuarto de hora de silencio, resulta en verdad muy petulante y superficial. Sin duda poseía algo de genio analítico; pero no era, en modo alguno, un fenómeno, según parece imaginárselo Poe.
—¿Ha leído las obras de Gaboriau? —pregunté—. ¿Está Lecoq a la altura de la idea que usted tiene del detective?
Sherlock Holmes oliscó burlonamente, y dijo con acento irritado:
—Lecoq era un chapucero indecoroso que solo tenía una cualidad recomendable: su energía. El tal libro me ocasionó una verdadera enfermedad. Se trataba del problema de cómo identificar a un preso desconocido. Yo habría sido capaz de conseguirlo en veinticuatro horas. A Lecoq le llevó cosa de seis meses. Ese libro podría servir de texto para enseñar a los detectives qué es lo que no deben hacer.
Me llené de indignación al ver con qué desdén trataba a dos personajes que yo había admirado. Me fui hasta la ventana y permanecí contemplando el ajetreo de la calle. Pensé para mis adentros: “Quizás este hombre sea muy inteligente, pero es desde luego muy engreído”.
—Los de nuestros días no son crímenes ni criminales —dijo con tono quejumbroso—. ¿De qué sirve en nuestra profesión el tener talento? Yo sé bien que lo poseo dentro de mí como para hacerme famoso. Ni existe ni ha existido jamás un hombre que haya aportado al descubrimiento del crimen una suma de estudio y de talento natural como los míos. ¿Con qué resultado? No hay un crimen que poner en claro, o, en el mejor de los casos, solo se da algún delito chapucero, debido a móviles tan transparentes, que hasta un funcionario de Scotland Yard es capaz de descubrirlo.
Por mi parte, yo seguía molesto por aquella manera presuntuosa de expresarse. Pensé que lo mejor era cambiar de tema y pregunté, señalando con el dedo a un individuo fornido, mal vestido, que se paseaba despacio por el otro lado de la calle, mirando con gran afán los números y llevando un ancho sobre azul en la mano, evidente portador de un mensaje:
—¿Qué es lo que buscará ese individuo?
—¿Se refiere usted a ese sargento retirado de la Marina? —dijo Sherlock Holmes.
“¡Pura fanfarria y fachenda! —pensé para mis adentros—. Sabe bien que no tengo manera de comprobar si su hipótesis es cierta”. Apenas había tenido tiempo de cruzar por mi cerebro esa idea, cuando el hombre al que estábamos observando descubrió el número de la puerta de nuestra casa y cruzó presuroso la calzada. Oímos un fuerte aldabonazo y una voz de mucho volumen debajo de nosotros, y fuertes pasos de alguien que subía por la