Se mantendría activo hasta el último momento, disfrutando de su fama y fortuna y apoyando diversas causas sociales y de espiritualismo. Escribía cada vez menos y aún así se mantuvo publicando hasta el año de su muerte y asegurando un legado realmente envidiable por su extensión y diversidad. Arthur Conan Doyle moriría en 1930, de un infarto, con 71 años de edad.
Sherlock Holmes es, sin lugar a dudas, el más famoso detective de todos los tiempos y con su avasallante intelecto, se enfrenta a toda clase de misterios y crímenes, contando siempre con el apoyo del doctor Watson, y sus oportunas dudas, siempre dispuestas a sacar a la luz lo mejor del detective y su complicada mente. Holmes ha sido el modelo a seguir de innumerables personajes literarios y llevado a todos los medios posibles, convirtiéndose en un inmortal referente de inteligencia, del razonamiento abstracto y del arte de la deducción. Conan Doyle tuvo una relación complicada con su creación, agradeciéndole todas las puertas que le abrió y la riqueza económica que le aseguró, pero a la vez resintiendo el control que ejercía sobre su carrera. La percepción de sus seguidores y editores ciertamente no ayudaba por la presión que generaban sobre el autor para escribir más y más historias del detective, pero Conan Doyle logró encontrar el equilibrio, manteniéndose por siempre activo y ávido de temas y géneros nuevos para seguir escribiendo. Su extenso catálogo es prueba suficiente.
El presente volumen reúne en orden de publicación todas las aventuras del detective: Estudio en escarlata, El signo de los cuatro, Las aventuras de Sherlock Holmes, Las memorias de Sherlock Holmes, El sabueso de los Baskerville, El regreso de Sherlock Holmes, Su última reverencia, El valle del terror y El archivo de Sherlock Holmes.
Estudio en Escarlata
Primera Parte: Recopilación de los escritos de John H. Watson, Doctor en Medicina perteneciente al cuerpo de médicos del ejército
Capítulo I: El señor Sherlock Holmes
En 1878 terminé mis estudios en medicina por la Universidad de Londres, luego me fui a Netley para cumplir con un curso que necesitaba para ser médico cirujano en el Ejército. Después de finalizar, comencé como médico cirujano ayudante en el 5° de Fusileros de Northumberland. Este regimiento se encontraba en ese momento de guarnición en la India y ni siquiera me había podido incorporar cuando estalló la segunda guerra del Afganistán. Fue al desembarcar en Bombay, cuando me enteré de que mi unidad había cruzado la frontera, adentrándose en el país enemigo. Yo seguí de viaje, junto con otros muchos oficiales que se encontraban en una situación idéntica a la mía. Logramos llegar sin inconvenientes a Kandahar, donde encontré a mi regimiento y donde me incorporé de inmediato al servicio.
Aquella contienda dio honores y ascensos a muchos, pero en mi caso solo me trajo penurias y desgracias. Me separaron de mi brigada para agregarme a las tropas del Berkshire, con las que me hallaba sirviendo cuando la desdichada batalla de Malwand. Caí herido allí por una bala explosiva que me destrozó el hueso, rozando la arteria, del subclavio. Habría caído en manos de los ghazis asesinos, de no haber sido por el leal y valiente de Murray, mi ordenanza, que me atravesó, lo mismo que un bulto, encima de un caballo de los de la impedimenta y logró llevarme sin otro percance hasta el regimiento británico.
Agotado por el dolor y debilitado a consecuencia de las muchas fatigas sufridas, me trasladaron en un gran convoy de heridos al hospital de base, establecido en Peshawur. Me recuperé en ese lugar hasta el punto que ya podía caminar por las salas, e incluso salir a tomar un poco el sol en la terraza, entonces caí enfermo de ese flagelo de nuestras posesiones de la India: el tifus. Durante meses se temió por mi vida, y cuando, por fin, reaccioné y entré en la convalecencia, había quedado en tal estado de debilidad y de extenuación, que el consejo médico dictaminó que debía ser enviado a Inglaterra sin perder un solo día. Fue por eso que embarqué en el transporte militar Orontes, y un mes después tomaba tierra en el muelle de Portsmouth, convertido en una irremediable mina física, pero disponiendo de un permiso otorgado por un Gobierno paternal para que me esforzase por reponerme durante el período de nueve meses que se me otorgaba.
Yo no tenía en Inglaterra parientes ni allegados. Estaba, pues, tan libre como el aire o tan libre como un hombre puede serlo con un ingreso diario de once chelines y seis peniques. Como es normal, en una situación similar, gravité hacia Londres, gran sumidero al que acuden de manera irresistible todos los que atraviesan una época de descanso y ociosidad. Estuve alojándome durante algún tiempo en un buen hotel del Strand, llevando una vida incómoda, sin ningún proyecto y gastándome mi dinero con mucha mayor esplendidez de lo que hubiera debido. La situación de mis finanzas se hizo tan alarmante que no tardé en comprender que, si no quería verme en la necesidad de tener que abandonar la gran ciudad y de llevar una vida rústica en el campo, me era imperante alterar por completo mi tipo de vida. Opté por esto último, y empecé por tomar la resolución de abandonar el hotel e instalarme en una habitación de menores pretensiones y más barata.
Me hallaba, el día mismo en que llegué a semejante conclusión, en pie en el bar Criterion, cuando me dieron unos golpes en el hombro; me volví, encontrándome con que se trataba del joven Stamford, que había trabajado a mis órdenes en el Hospital de San Bartolomé como practicante. Para un hombre que lleva una vida solitaria, resulta por demás grato ver una cara amiga entre la inmensa y extraña multitud de Londres. En aquellos tiempos Stamford no fue precisamente un gran amigo mío; pero en esta ocasión lo acogí con entusiasmo, y él, por su lado, parecía feliz de verme. Llevado por mi júbilo exuberante, le invité a que comiese conmigo en el Holborn, y hacia allí nos fuimos en un coche de alquiler de los de un caballo.
—¿Qué ha sido de su vida, Watson? —me preguntó, sin disimular su sorpresa, mientras el coche avanzaba traqueteando por las concurridas calles de Londres—. Está delgado como un listón y moreno como una nuez.
Le conté a grandes rasgos mis aventuras. Apenas había acabado de contárselas cuando llegamos a nuestro destino.
—¡Pobre hombre! —me dijo con acento de conmiseración, después de oírme contar mis desdichas—. ¿Y qué hace ahora?
—Estoy en búsqueda de habitación —le contesté—. Trato de resolver el problema de la posibilidad de encontrar habitaciones cómodas a un precio razonable.
—Qué curioso —hizo notar mi acompañante—. Es usted el segundo hombre que hoy me habla en esos mismos términos.
—¿Quién fue el primero? —le pregunté.
—Un señor que trabaja en el laboratorio de química del hospital. Esta mañana se lamentaba de no dar con nadie que quisiese tomar a medias con él un lindo apartamento que había encontrado y que resultaba demasiado caro para su bolsillo.
—¡Por Júpiter! —exclamé—. Si de verdad busca con quien compartir las habitaciones y el gasto, yo soy el hombre que le conviene. Sería mucho mejor tener un compañero que vivir solo.
El joven Stamford me miró de un modo muy extraño, por encima de un vaso de vino, y dijo:
—Creo que no conoce usted aún a Sherlock Holmes; quizá no le interese tenerle diariamente de compañero.
—¿Por qué lo dice? ¿Hay algo en contra suya?
—Para nada he dicho que haya algo en contra suya. Es un hombre de ideas raras. Le entusiasman determinadas ramas de la ciencia. Por lo que yo sé, es una persona bastante aceptable.
—¿Estudia quizá medicina? —le pregunté.
—No... Yo no creo que quiera seguir esa carrera. En mi opinión, domina la anatomía y es un químico de primera línea; aunque nunca asistió de manera sistemática, que yo sepa, a clases de medicina. Es muy voluble y excéntrico en sus estudios; pero ha hecho un gran acopio de conocimientos poco corrientes, que asombrarían a sus profesores.
—¿Alguna vez le ha preguntado cuáles son sus propósitos? —pregunté yo.