No dejes pluma negra alguna, prenda de la mentira
que profirió tu espíritu!
Deja mi soledad intacta.
Abandona el busto del dintel de mi puerta.
Aparta tu pico de mi corazón
y tu figura del dintel de mi puerta.
Y el Cuervo dijo: Nunca más.”
Y el Cuervo nunca emprendió el vuelo.
Aún sigue posado, aún sigue posado
en el pálido busto de Palas.
en el dintel de la puerta de mi cuarto.
Y sus ojos tienen la apariencia
de los de un demonio que está soñando.
Y la luz de la lámpara que sobre él se derrama
tiende en el suelo su sombra. Y mi alma,
del fondo de esa sombra que flota sobre el suelo,
no podrá liberarse. ¡Nunca más!
Metzengerstein
Pestis eram vivus, moriens tua mor ero.
(Vivo he sido tu plaga, muerto seré tu muerte)
Martín Lutero
A lo largo de la historia, el horror y la fatalidad han estado al acecho. ¿Qué sentido tiene entonces, darle una fecha a la historia que voy a narrar? Será suficiente decir que en la época de la que hablo existía en el interior de Hungría, la firme aunque escondida creencia en los principios de la Metempsícosis. De la doctrina misma, es decir, de su falsedad o de su probabilidad, no diré nada. Sin embargo, me atrevo a afirmar que gran parte de nuestra incredulidad, así como dice La Bruyère sobre nuestra infelicidad, “vient de ne pouvoir être seuls”.
Pero había algunos puntos de la superstición húngara que limitan en lo absurdo. Ellos, los húngaros, difieren esencialmente de sus autoridades orientales. Por ejemplo, “el alma”, dijo el primero —y tomo aquí las palabras de un agudo e inteligente parisino— “ne demeure qu’une seule fois dans un corps sensible: au reste - un cheval, un chien, un homme même, n ‘es que la resemblace peu tangible de ces animaux”.
Hacía siglos que las familias de Berlifitzing y Metzengerstein se hallaban profundamente enemistadas. Nunca existieron dos casas tan ilustres distanciadas por un antagonismo tan mortal. El nacimiento de aquel odio parecía encontrarse en las palabras de un antiguo oráculo:
“Un elevado nombre sufrirá una temible caída cuando, igual que un jinete sobre su caballo, la mortalidad de Metzengerstein triunfe sobre la inmortalidad de Berlifitzing”.
Poco o nada significaban aquellas palabras. Pero existen cosas aun más insignificantes que han tenido —y tienen— consecuencias memorables. Al mismo tiempo, los poderíos de estas familias rivales eran contiguos y desde hacía mucho tiempo ambos ejercían una influencia opositora en los negocios gubernamentales. Muy pocas veces, los vecinos inmediatos son buenos amigos y, desde sus altos contrafuertes, los moradores del castillo de Berlifitzing podían observar los ventanales del palacio de Metzengerstein. La suntuosidad, más que ancestral de este último, era muy poco favorable para mitigar los quisquillosos sentimientos de los Berlifitzing, menos antiguos y menos poderosos.
Entonces, ¿cómo despreciar que las simples palabras de una profecía pudieran inflamar y mantener activa la rivalidad entre dos familias ya predispuestas a pelearse por razones de una vanidad hereditaria?
La profecía parecía sugerir —si es que sugería algo— el triunfo definitivo de la familia más poderosa, y aquellos que eran más débiles y menos influyentes la evocaban con una desagradable animosidad. Wilhelm, conde de Berlifitzing, era de ascendencia noble, pero en el momento de nuestra narración, era un viejo inválido y decadente que solo se hacía notar por su excesiva y antigua antipatía personal hacia la familia rival, también por su gran pasión por la caza y la equitación, a cuyos peligros ni sus achaques corporales ni su incapacidad mental lo frenaban de ejecutar a diario. En cambio, Frederick, barón de Metzengerstein, aun no había alcanzado su mayoría de edad. Su padre, el ministro G..., falleció joven, y su madre, lady Mary, lo siguió muy pronto.
En aquellos días, Frederick tenía apenas dieciocho años. Esta no es mucha edad en una ciudad, pero en la soledad —en la magnífica soledad de aquel viejo principado— el péndulo vibra con un significado más profundo.
El joven barón heredó sus innumerables posesiones inmediatamente después de morir su padre. Debido a ciertas y particulares circunstancias que caracterizaban la administración de este último, pocas veces se había visto a un húngaro dueño de tales bienes. Sus castillos eran incontables. El más resplandeciente y extenso era el palacio Metzengerstein. La línea que limitaba sus dominios nunca había sido trazada claramente, pero su parque principal abarcaba un circuito de quince kilómetros. Tan inmensa herencia permitía imaginar con gran facilidad el futuro comportamiento de un hombre tan joven cuyo carácter ya era conocido de sobra.
Ciertamente, la conducta del heredero excedió todo lo imaginable y sobrepasó las esperanzas de sus más fanáticos admiradores. En un periodo de tres días, orgías vergonzosas, traiciones evidentes y extravagantes crueldades, hicieron vislumbrar rápidamente a sus aterrados servidores que ninguna servil obediencia de su parte y, tampoco, ningún asomo de conciencia por parte del amo, les ofrecería en adelante ninguna garantía en contra de las atroces garras de aquel pequeño Calígula. El cuarto día comenzó durante la noche un incendio en las caballerizas del castillo de Berlifitzing y la opinión unánime de quienes conocían al barón agregó la acusación de incendiario a la ya espantosa lista de sus delitos y atrocidades.
Sin embargo, durante el disturbio provocado por tal acontecimiento, el joven aristócrata se hallaba —supuestamente— inmerso en la meditación dentro de un amplio y solitario espacio del aristocrático palacio de Metzengerstein. El rico aunque ya descolorido cortinaje, que cubría tristemente las paredes, eran sombrías y solemnes representaciones de las imágenes de miles de antepasados ilustres. En este lugar, sacerdotes de manto de armiño y representantes pontificios, sentados familiarmente junto al déspota y al soberano, impugnaban su veto frente a los deseos de un rey temporal o dominaban, con el consentimiento de la supremacía papal, el cetro insurrecto del archienemigo.
Aquí, las gigantescas y oscurecidas figuras de los soberanos de Metzengerstein, que montados en sus robustos corceles de guerra pisoteaban al enemigo caído, con su potente expresión lograban intimidar al más sereno observador. También aquí, las voluptuosas imágenes de las damas de la época flotaban como cisnes en la encrucijada de una danza irreal, al ritmo de una melodía imaginaria.
Pero mientras el joven barón percibía o fingía percibir el creciente disturbio en las caballerizas de Berlifitzing —o tal vez pensaba en alguna nueva acción, aun más atroz—, sus ojos giraban distraídamente hacia la visión de un inmenso caballo pintado en un color que no era habitual y que aparecía en aquellos tapices como perteneciente a un moro, antepasado de la familia de su rival. En el fondo de la escena, el caballo estaba inmóvil como una estatua, mientras más allá, su caído jinete fallecía bajo el puñal de un Metzengerstein.
Al percibir lo que sus ojos habían estado observando de manera inconsciente se dibujó una perversa sonrisa en los labios de Frederick. Sin embargo, no logró apartarlos de allí a pesar de la abrumadora ansiedad que parecía caer como un manto sobre sus sentidos. Fue con cierta dificultad que logró conciliar sus sentimientos soñadores e incoherentes con la certeza de estar despierto. Cuanto más miraba el tapiz, el encantamiento se hacía más profundo y parecía menos posible que lograra alejar su vista del hechizo de aquella tapicería. Pero, finalmente, como afuera el alboroto era cada vez más violento, logró penosamente poner su atención sobre los rojos resplandores que las caballerizas en llamas proyectaban, sobre las ventanas de aquel aposento.
Pero esta distracción no duró mucho y sus ojos volvieron a posarse automáticamente en el tapiz. Mientras tanto,