A pesar de ello, en el séquito del barón nadie dudaba del profundo y poderoso efecto que las encendidas características de su caballo provocaban en el joven aristócrata. Nadie, salvo un contrahecho e insignificante pajecillo, que imponía su fealdad en todas partes y cuyas opiniones carecían por completo de importancia. Este paje —si es que vale la pena repetir lo que decía— tenía la insolencia de afirmar que su amo jamás se subía a la montura sin un temblor tan poco perceptible como inexplicable, y que al regresar de sus largas y acostumbradas cabalgatas, la expresión de su rostro lucía desfigurada por un semblante de triunfante perversidad.
Una noche de tormenta, Metzengerstein despertó de un pesado sueño, bajó como un demente de su habitación y con sorprendente prisa, penetró en las profundidades del bosque cabalgando en su caballo. Este comportamiento, algo habitual en él, no fue particularmente llamativo, pero su servidumbre esperó su regreso con creciente ansiedad cuando, después de muchas horas de ausencia, las paredes del majestuoso y ostentoso palacio de los Metzengerstein comenzaron a quebrarse y a temblar desde sus cimientos, envueltas, además, en la incontrolable furia de un incendio.
Aquellas pálidas y espesas llamaradas fueron descubiertas excesivamente tarde. Su avance era tan temible que, dándose cuenta de la imposibilidad de salvar la menor parte del edificio, la multitud se reunió cerca del mismo, rodeada de un callado y trágico asombro. Pero, repentinamente, un nuevo y espantoso hecho llamó la atención del grupo, demostrando que la emoción que causa contemplar el sufrimiento humano, es mucho más intensa que los más horrendos espectáculos que pueda generar un elemento sin vida.
Por la extensa avenida de viejos robles que llegaba desde el bosque hasta la entrada principal del palacio se vio avanzar un caballo, parecido al auténtico Demonio de la Tempestad, dando enormes saltos y sobre el cual venía un caballero sin sombrero y con el vestuario revuelto. Era evidente que aquella carrera no obedecía a la voluntad del jinete. La agonía que mostraba en su rostro, la agitada lucha de todo su cuerpo, daban señales de sus sobrehumanos esfuerzos, pero ningún sonido, salvo un fuerte grito, brotó de sus lastimados labios, los cuales había mordido una y otra vez con la fuerza de su pánico. Pasó un instante y se escuchó clara y vivamente el resonar de los cascos sobre el crepitar de las llamas y el aullido del viento. Pasó otro instante y con un solo salto que atravesó el portón y el foso, el corcel penetró en la escalera del palacio llevándose para siempre a su jinete y desapareciendo en el remolino de aquel espantoso fuego.
La furiosa tempestad se calmó de inmediato, siguiendo después una intensa y silenciosa calma. El palacio seguía envuelto en llamas blancas igual que una mortaja, mientras que en la despejada atmósfera resplandecía un brillo sobrenatural que alcanzaba una muy lejana distancia, entonces, una nube de humo vino a depositarse pesadamente sobre las murallas, dibujando la colosal figura de... un caballo.
El Duque de l’Omelette
Y pasó de inmediato a un clima más fresco.
Cowper
Keats cedió ante la crítica. ¿Quién falleció de una Andrómaca? ¡Almas de poca nobleza! El duque de l’Omelette murió por un verderón. L’historie en est brève. ¡Ayúdame, espíritu de Apicio!
Una jaula de oro transportó al pequeño vagabundo con alas, enamorado, derretido, indolente —desde su casa en el distante Perú a la Chaussée d’Antin de su majestuosa dueña La Bellísima—, para ser entregado al duque de l’Omelette. Seis hombres del reino acompañaron al dichoso pájaro.
El duque debía cenar solo aquella noche. En la intimidad de su despacho se inclinaba descorazonadamente sobre aquella otomana por la que él había inmolado su lealtad cuando pujó más alto que su rey en la subasta… la famosa otomana de Cadêt.
¡Suena el reloj! El duque esconde su rostro en la almohada. Incapaz de controlar lo que siente, su Gracia come una aceituna. Y en ese momento se abre la puerta a los dulces sonidos de una música y, ¡oh milagro!, la más delicada de las aves se encuentra frente al más enamorado de los hombres. Pero… ¿qué indescriptible horror eclipsa las expresiones del duque? “Horreur! Chien! Baptiste! L’oiseau! Ah, bon Dieu! Cet oiseau modeste que tu as déshabillé de ses plumes, et que tu as servi sans papier!”1 Sería inútil decir nada más: el duque murió en un acceso de asco.
—¡Ja, ja, ja! —dijo su Gracia, tres días después de morir.
—¡Je, je, je! —contestó plácidamente el diablo, levantándose con un aire altanero.
—Voilà!, imagino que esto no será en serio —señaló de l’Omelette—. He pecado, c’est vrai, pero, estimado señor… ¡he de suponer que no tiene usted ninguna intención de llevar a cabo tan bárbaras amenazas!
—¿Tan qué? —dijo su majestad—. ¡Vamos, desnúdese, señor!
—¿Desnudarme? ¡Muy gracioso en verdad! ¡No, señor, no lo haré! ¿Quién es usted para que yo, el Duque de l’Omelette, príncipe de Foie-Gras, recién alcanzada la mayoría de edad, autor de la Mazurquiada y miembro de la Academia, tenga que —obedientemente— quitarme los mejores pantalones jamás cortados por Bourdon, la más hermosa robe de chambre hecha por las manos de Rombêrt, por no mencionar los papillotes y para no hablar de la molestia que sería para mí quitarme los guantes?
—¿Que quién soy? ¡Ah, cierto! Soy Baal-Zebub, príncipe de la Mosca. Acabo de extraerte de un féretro de palo de rosa incrustado de marfil. Estabas muy raramente perfumado y tenías una etiqueta como si te hubieran facturado. Te envió Belial, mi inspector de cementerios. En cuanto a esos pantalones que dices fueron cortados por Bourdon, son un magnífico par de calzoncillos de lino, y tu robe de chambre es una mortaja de no pequeño tamaño.
—¡Caballero —replicó el duque—, no me dejaré agraviar impunemente! ¡Aprovecharé la primera oportunidad para desquitarme de esta ofensa! ¡Usted escuchará hablar de mí! ¡Mientras… au revoir!
Y el duque se inclinaba, antes de alejarse de la satánica presencia, cuando fue interrumpido por un guardián y devuelto al lugar. En vista de ello, su Gracia se frotó los ojos, bostezó, se encogió de hombros y meditó. Después de quedar satisfecho sobre su identidad, echó una ojeada a vuelo de pájaro sobre los alrededores.
El aposento era majestuoso a tal extremo, que de l’Omelette lo declaró bien comme il faut. No tanto por lo largo o lo ancho, sino por lo alto… ¡ah, qué turbadora altura! No había techo… de verdad no lo había… Solo una espesa y arremolinada masa de nubes de color de fuego. Su Gracia sintió que la cabeza le giraba al mirar hacia arriba. Desde lo alto colgaba una cadena de color rojo sangre de un metal desconocido, su extremo superior se perdía igual que la ciudad de Boston, parmi les nuages. En el extremo inferior se balanceaba un enorme farol. El duque se dio cuenta de que se trataba de un rubí, pero de él irradiaba una luz tan fuerte, tan fija, como nunca fue vista en Persia, o imaginada por Gheber, o fantaseada por un musulmán cuando, saturado de opio, se tambalea y cae sobre un lecho de amapolas, la espalda contra las flores y el rostro de cara al dios Apolo. El duque musitó un suave juramento, definitivamente, de aprobación.
Los ángulos de aquel lugar se curvaban creando nichos. Tres de ellos estaban ocupados por estatuas de medidas gigantescas. Su belleza era griega, su imperfección egipcia, su tout ensemble francés. En el cuarto nicho, la estatua estaba velada y no era colosal, pero se podía ver un tobillo estrecho y un pie con sandalia. De l’Omelette se llevó la mano al corazón, cerró sus ojos, volvió a abrirlos y, entonces, sorprendió a su majestad satánica… cuando se sonrojaba.
¡Pero aquellas pinturas! ¡Kupris! ¡Astarté! ¡Astoreth! ¡Mil y la misma! ¡Y Rafael las ha observado! Sí, Rafael estuvo aquí. ¿Acaso no pintó la…? ¿Y no fue condenado por esa causa? ¡Las pinturas, las pinturas! ¡Oh lujo, oh amor! ¿Quién, contemplando esas bellezas prohibidas, tendría ojos para las delicadas obras que, en sus marcos dorados, iluminan como estrellas las paredes de jacinto y de pórfido?
Sin