Mediante un tosco mecanismo, la pesada cesta fue bajada cuidadosamente entre la multitud y desde el alto pináculo podía verse a los romanos agruparse alrededor de ella, pero debido a la gran altura y a la niebla dominante no se podían distinguir con claridad sus maniobras.
Había transcurrido media hora.
—Llegaremos tarde —dijo el fariseo, mirando hacia el abismo— llegaremos muy tarde. Seremos arrojados de nuestro empleo por los Katholim.
—No más —respondió Abel-Phittim—, nunca más volveremos a deleitarnos con la grasa de la tierra, nunca más perfumaremos nuestras barbas con incienso; nunca más el delicado lino del templo apretará nuestros riñones.
—¡Raca! —juró Ben-Levi—. ¡Raca! ¿Pretenden engañarnos con el dinero de la compra? ¡Oh, santo Moisés!, ¿están pesando los siclos del tabernáculo?
—¡Por fin hicieron la señal! —gritó el fariseo—. ¡Al fin hicieron la señal! ¡Abel-Phittim, tira fuerte! ¡Y tú, Buzi-Ben-Levi, ayuda también, ya que los filisteos aún retienen la cesta, o por el contrario, el Señor ha suavizado sus corazones y les ha hecho colocar en ella un cordero de buen peso!
Y los gizbarims tiraban de la cesta, mientras se balanceaba pesadamente entre la niebla que continuaba haciéndose más espesa.
—¡Maldición! —dijo después de una hora Ben-Levi, cuando observó confusamente un objeto en el extremo de la cuerda—. ¡Maldición! Es un carnero de los prados de Enjedí, tan arrugado como el Valle de Josafat.
—Es el primer nacido del rebaño —respondió Abel-Phittim—, lo sé por el balido y la inocencia de sus extremidades. Sus ojos son más hermosos que las joyas del pectoral y su carne es similar a la miel de Ebrón.
—Es un ternero engordado de los campos de Basham —exclamó el fariseo—. ¡Los gentiles nos han tratado a las mil maravillas! ¡Unamos nuestras voces en oración! ¡Con el sistro y con el salterio, con el arpa y la trompeta, con la cítara y el sacabuche! Cuando la cesta llegó a pocos metros de distancia de los gizbarims, escucharon un gruñido ronco que reveló un cerdo de gran tamaño.
—¡Vamos, El Emanu! —exclamaron despacio los tres, con los ojos elevados hacia el cielo.
Y cuando liberaron la bestia, huyó corriendo por entre los filisteos.
—¡El Emanu! ¡Dios esté con nosotros! ¡Esa es la carne innombrable!
La pérdida del aliento
Cuento que nada tiene que
ver con el Blackwood
Oh, no respires...!, etc.
Melodías, Moore
La tristeza más notoria cede finalmente ante el tenaz coraje de un alma filosófica, así como la ciudad más invencible cede ante la perenne vigilancia del enemigo. Salmanasar, como nos es revelado en las Escrituras, rodeó Samaria durante tres años y esta, finalmente, cayó. Sardanápalo —consúltese a Diodoro— se resguardó en Nínive durante siete años, pero tampoco le sirvió de nada. Troya cayó al finalizar el segundo lustro, y Azoth abrió, finalmente, sus puertas a Psamético, según lo testifica Aristeo por su honor de caballero, después de haberlas mantenido cerradas durante la quinta parte de un siglo...
—¡Miserable! ¡Zorra! ¡Arpía! —le dije a mi mujer la mañana siguiente a nuestra boda—. ¡Bruja... carne de azote... pozo de maldad... extracto pavoroso de todo lo repugnante... tú... tú...!
Y de puntillas, mientras la agarraba por la garganta y aproximaba mi boca a su oreja, me disponía a lanzar un nuevo y más enérgico epíteto de afrenta que no debería fallar, si es dicho, de convencerla de su insignificancia, cuando, para mi extremo horror y sorpresa, descubrí que había perdido el aliento.
Las expresiones: “Me quedé sin aliento” o “He perdido el aliento”, se escuchan con frecuencia en las conversaciones comunes, pero nunca se me había ocurrido pensar que el aterrador incidente que estoy mencionando pudiera ser bona fide y que realmente pudiera ocurrir. ¡Imagínense, si tienen suficiente fantasía, imagínense mi sorpresa, mi angustia y mi consternación!
Sin embargo, tengo un buen genio que nunca me abandona por completo. En mis arrebatos más incontrolables siempre conservo mi sentido del decoro, et le chemin des passions me conduit —como expresa Lord Edouard en Julie— à la philosophie véritable.
Aunque en el primer instante no pude comprobar hasta qué punto me afectaba tal situación, decidí de todas maneras escondérselo a mi mujer hasta que nuevas ocurrencias me mostraran la extensión de tan extraña calamidad. De inmediato cambié la expresión de mi rostro, transformándola de su apariencia abultada y retorcida a un semblante de traviesa y vanidosa bondad, y le di a mi mujer un golpecito en una mejilla y un beso en la otra, todo esto sin pronunciar una sílaba (¡Rayos! ¡No me era posible!), dejándola atónita con mi comportamiento, tras lo cual dejé la habitación haciendo piruetas y un pas de zéphyr.
Véanme ahora encerrado en mi boudoir privado, espantoso ejemplo de las funestas consecuencias que se derivan de la irascibilidad. Vivo, pero con todas las particularidades de la muerte. Muerto, pero con todas las debilidades de los vivos. Una verdadera rareza sobre la faz de la tierra, perfectamente tranquilo y, al mismo tiempo, sin aliento.
¡Así es, sin aliento! No juego al afirmar que mi aliento se había esfumado. No hubiera logrado mover una pluma con él aunque mi vida dependiera de ello, y menos aún empañar el cristal de un espejo. ¡Qué destino tan cruel! Sin embargo, lentamente encontré algo de alivio a ese primer paroxismo de angustia incontenible. Después de algunas pruebas descubrí que la capacidad vocal que había considerado como totalmente perdida, dada la incapacidad para continuar la conversación con mi esposa, solo estaba ligeramente afectada. También noté que si, durante tan interesante crisis, hubiera bajado mi voz a un tono intensamente gutural, habría podido continuar expresándole mis sentimientos. De hecho, dicho tono de voz (el gutural) no obedece a la corriente de aire del aliento, sino a cierta acción espasmódica de la musculatura de la garganta.
Me dejé caer en una silla y estuve sumido en la meditación por largo rato. No hay que mencionar que mis pensamientos estaban muy lejos de ser consoladores. Miles de vagas y llorosas fantasías se apoderaban de mi alma, y la imagen del suicidio llegó a cruzar por mi mente. Pero la maldad de la naturaleza humana se caracteriza por rechazar lo evidente y lo factible, prefiriendo lo confuso y lo ambiguo. Temblaba, pues, al pensar en el suicidio como en la más espantosa de las atrocidades, mientras mi gato ronroneaba sobre la alfombra con todo su ímpetu y mi perro de aguas respiraba con cierta fatiga bajo la mesa, ambos jactándose de la fortaleza de sus pulmones y burlándose, evidentemente, de mi imposibilidad respiratoria.
Abrumado por un universo de vagos recelos y esperanzas finalmente escuché los pasos de mi esposa que bajaba la escalera. Cuando estuve seguro de su ausencia, regresé con el corazón palpitante al lugar de mi catástrofe.
Cerré cuidadosamente la puerta y comencé una detallada búsqueda. Era factible que el objeto de mis afanes estuviera oculto en algún rincón sombrío o agazapado en cualquier armario o cajón. Tal vez, podía tener una forma palpable o una vaporosa. La mayor parte de los filósofos no suelen ser muy filosóficos sobre diversos puntos de la filosofía. Sin embargo, en su Mandeville, William Godwin sustenta que “las únicas realidades son las cosas invisibles”, y debe admitirse que esto merece ser tomado en cuenta. Me gustaría que el lector reflexivo recapacitara antes de pensar que tales afirmaciones superan lo absurdo. Puede acordarse que Anaxágoras decía que la nieve era negra y desde este episodio estoy convencido de que estaba en lo cierto.
Seguí buscando larga y cuidadosamente, pero la mísera recompensa de tanta dedicación y perseverancia resultó ser únicamente una dentadura postiza, dos caderillas, un ojo y gran cantidad de billets-doux dirigidos a mi esposa escritos por el Señor Alientolargo. Aprovecho para señalar que esta confirmación de