Lo que más me llamó la atención de la apariencia de las cosas de abajo fue la supuesta concavidad de la superficie del planeta. De manera poco reflexiva había esperado observar su convexidad real a medida que me elevara, pero pronto pude explicarme tal contradicción. Una línea trazada de manera perpendicular desde mi posición hacia la tierra habría formado la perpendicular de un triángulo rectángulo, cuya base se hubiera alargado desde el ángulo recto hasta el horizonte y la hipotenusa desde el horizonte hasta mi posición. Pero comparándola con la perspectiva que alcanzaba, mi lectura era prácticamente nada. En otras palabras, la base y la hipotenusa del aparente triángulo hubieran sido, en este caso, tan largas al confrontarlas con la perpendicular, que las dos primeras se hubieran podido considerar como paralelas. De esta forma el horizonte del aeronauta siempre se muestra como si estuviera al nivel de la cesta. Mas como el punto ubicado inmediatamente debajo de él pareciera estar —y está— a inmensa distancia, también da la impresión de encontrarse a inmensa distancia por debajo del horizonte. Por ello la supuesta concavidad permanecerá hasta que la elevación trascienda una proporción tan grande con relación al paisaje, que el ilusorio paralelismo de la base y de la hipotenusa desaparezca.
Para este momento, las palomas parecían estar sufriendo mucho. Por lo que decidí, pues, dejarlas en libertad. Primero solté una de ellas, la hermosamente moteada de gris, y la coloqué sobre el borde de la cesta. Se comportó muy inquieta, miraba con ansiedad hacia todos lados, agitando sus alas y gorjeando suavemente, pero no logré convencerla de que se soltara del borde. Por fin la agarré, y la lancé a unas seis yardas del globo. Pero al contrario de lo que esperaba, no tenía ningún deseo de descender, sino que luchó con todas sus fuerzas por regresar mientras lanzaba enérgicos y agudos chillidos. Finalmente, logró alcanzar su posición previa, pero apenas lo había logrado cuando apoyó su cabeza en su pecho y cayó muerta en la cesta del globo.
La otra tuvo más suerte, ya que para evitar que siguiera el ejemplo de su compañera y retornara al globo, la arrojé hacia abajo con todas mis fuerzas y me di el gusto de verla persistir en su descenso con mucha rapidez usando sus alas de la forma más natural. Rápidamente la perdí de vista y no tengo dudas de que llegó a casa sana y salva. La gata, que se había recobrado muy bien de su situación, procedió a devorar con saludable apetito la paloma muerta y luego se durmió muy feliz. A su vez, los gatitos lucían enérgicamente vivaces y no mostraban la más mínima señal de malestar.
A las ocho y cuarto, como ya no me era posible respirar aquel aire sin los más insoportables dolores, comencé a ajustar la conveniente instalación del condensador a la cesta. El mencionado aparato necesita de ciertas explicaciones, y sus excelencias deberán tener en cuenta que mi objetivo en primer lugar, era aislarme y aislar totalmente la cesta de aquella atmósfera sumamente enrarecida en la cual me hallaba, con la finalidad de introducir dentro de mi compartimento y por medio de mi condensador cierta cantidad de dicha atmósfera lo bastante condensada para poder respirarla. Con este objetivo en mente, yo había dispuesto una envoltura o saco muy fuerte, absolutamente impermeable y flexible. La cesta completa quedaba contenida dentro de este saco. Así que después de colocarlo por debajo de la base de la cesta de mimbre y hacerlo subir por los laterales, lo prolongué a lo largo de las cuerdas hasta la orilla superior del aro al cual estaba atada la red del globo. Una vez colocado el saco y cerrando por completo todos los lados y el fondo, tuve que asegurar su boca o abertura pasando la tela por encima del aro de la red o, dicho de otra forma, entre la red y el aro. Pero, si la red era separada del aro para permitir este paso de la tela, ¿cómo sostendría mientras tanto la cesta? Pues bien, la red no estaba unida de forma permanente al aro, sino que estaba sostenida mediante una serie de cordones o lazos. Por lo tanto, solo tenía que desatar unos pocos lazos a la vez, dejando la cesta atada por los restantes. Una vez insertada la porción de tela que constituía la parte superior del saco, volví a amarrar los lazos, pero no al aro —ya que eso no hubiese sido posible puesto que ahora intervenía la tela— sino a una sucesión de inmensos botones colocados en la misma tela, un metro por debajo de la boca del saco y los espacios entre los botones eran iguales a los intervalos entre los lazos. Lista la primera parte, solté otra cantidad de lazos del aro, introduje otra porción de la tela y los lazos que había soltado fueron atados nuevamente con sus correspondientes botones. De esta forma logré insertar entre la red y el aro toda la parte superior del saco. Como es de esperar, el aro cayó dentro de la cesta, mientras que el peso de esta última era sostenido solamente por la resistencia de los botones.
Al primer momento esta solución puede parecer poco adecuada, pero no fue así, ya que los botones eran muy fuertes y como se encontraban tan cerca uno del otro, cada uno de ellos solo tenía que soportar muy poco peso. Aunque la cesta y lo que contenía hubiese sido tres veces más pesado, me habría sentido muy seguro.
Así que luego levanté el aro nuevamente por dentro de la envoltura elástica y lo coloqué casi a su altura anterior mediante tres soportes muy ligeros dispuestos a tal efecto. Como se comprenderá, hice eso para lograr mantener extendido el saco en su remate, de manera tal que la parte inferior de la red mantuviera su posición normal. Ahora, solo me faltaba cerrar la boca del saco y lo hice muy rápido, uniendo los pliegues de la tela y retorciéndolos fuertemente, por medio de un tipo de torniquete fijo desde adentro.
En los laterales de este envoltorio ajustado a la cesta había tres vidrios gruesos pero muy transparentes, por los cuales podía observar en todas las direcciones, horizontalmente, sin ninguna dificultad. En esa parte del saco que correspondía al fondo había una cuarta ventanilla del mismo tipo, que coincidía con una pequeña abertura en el fondo de la cesta. Esto me dejaba ver hacia abajo, pero, no había podido colocar un dispositivo parecido en la parte superior, debido a la forma en que se cerraba el saco y los pliegues que formaba, por lo que no podía esperar ver nada que estuviera situado en el cenit. Igualmente, eso no tenía importancia, pues en el caso de haber instalado una mirilla en la parte alta, el mismo globo me hubiera impedido ver a través de ella.
A treinta centímetros por debajo de una de las ventanillas laterales había un orificio circular, de diez centímetros de diámetro, en el cual había colocado una rosca de bronce. A ella se atornillaba el extenso tubo del condensador, cuyo volumen principal se encontraba, dentro de la cámara de caucho. Mediante el vacío practicado por la máquina, el tubo absorbía una determinada cantidad de la atmósfera circundante y luego, en estado de condensación, la introducía en la cámara de caucho donde se unía con el aire enrarecido en ella existente. Una vez que esta operación se hubo repetido varias veces, la cámara quedó llena de aire respirable. Pero, como no tardaba en viciarse debido al continuo contacto con los pulmones y a lo reducido del espacio, era expulsado con ayuda de una pequeña válvula ubicada en el fondo de la cesta. El aire más denso era proyectado inmediatamente a la enrarecida atmósfera exterior. Y para evitar el contratiempo de que se produjera un vacío absoluto dentro de la cámara, esta purificación del aire no se ejecutaba de una vez sino de manera progresiva, para lograrlo la válvula se abría y volvía a cerrarse durante pocos segundos hasta que uno o dos empujones de la bomba del condensador sustituían el volumen de la atmósfera expulsada. Por vía de experimento coloqué a la gata y a sus gatitos en una pequeña cesta que colgué fuera de la cesta mediante un soporte en el fondo de esta, vecina a la válvula de escape y que me servía para darles alimento cada vez que fuera necesario. Esta instalación, que dejé lista antes de cerrar la boca de la cámara, me dio cierto trabajo pues debí utilizar uno de los colgaderos que he mencionado, al que le amarré un gancho. Tan pronto como el aire más denso colmó la cámara, el aro y las pértigas ya no fueron necesarios, pues la expansión de aquella atmósfera encerrada expandía con fuerza las paredes de caucho.
Cuando terminé todos estos arreglos y hube llenado la cámara como acabo de señalar, ya eran las nueve menos diez. Todo el tiempo que estuve ocupado resistí una espantosa dificultad respiratoria y sentí un terrible arrepentimiento por mi negligencia o, mejor, por mi osadía de dejar para última hora un asunto de tan vital importancia. Pero, apenas terminé, empecé a disfrutar de las bondades de mi invención. Volví a respirar fácil y libremente. Igualmente,