Es imposible, absolutamente imposible, tener una idea justa del horror de mi situación. Traté de respirar, resoplando, mientras un temblor similar al de un acceso de fiebre recorría mi cuerpo. Sentí que los ojos se me salían de sus órbitas, me atrapó una espantosa náusea, y terminé perdiendo el sentido completamente.
No sé cuánto tiempo estuve en este estado. No obstante, tuvo que ser mucho, pues cuando recobré parcialmente el conocimiento noté que estaba amaneciendo y que el globo volaba a una extraordinaria altura sobre un océano totalmente desierto, sin la más mínima muestra de tierra en cualquiera de los límites del infinito horizonte. Mas, mis sensaciones al despertar del desmayo no eran tan angustiosas como se puede imaginar. Había mucho de demencia en el sereno examen que me puse a hacer de mi situación. Subí las manos a la altura de mis ojos, preguntándome con sorpresa cuál podía ser la razón de que tuviera tan inflamadas las venas y tan espantosamente negras las uñas. Luego examiné con cuidado mi cabeza, moviéndola varias veces, hasta que me persuadí de que no la tenía del tamaño del globo como había creído por un instante. Después toqué los bolsillos de mis calzones y, cuando noté que me faltaban unas tabletas y el palillero, quise explicarme su desaparición, pero al no lograrlo me sentí extrañamente preocupado. Comencé a notar entonces una seria molestia en mi tobillo izquierdo y una ligera conciencia de mi situación comenzó a aclararse en mi mente. Pero, aunque parezca extraño, no me causó asombro ni horror. Si sentí alguna emoción fue una traviesa complacencia ante la astucia que tenía que desplegar para liberarme de aquella posición en que me encontraba, y en ningún momento dudé de que lo lograría sin problemas.
Estuve algunos minutos sumido en profunda meditación. Recuerdo muy bien que apretaba los labios, apoyaba un dedo sobre mi nariz y hacía todos los movimientos propios de los hombres que, instalados en sus sillones, especulan cómodamente sobre asuntos importantes y complicados. Después de haber agrupado adecuadamente mis ideas, actué con gran cuidado y atención para llevar mis manos a la espalda y soltar la gran hebilla de metal del cinturón de mis pantalones. Esta hebilla tenía tres dientes que, por encontrarse llenos de herrumbre, giraban con dificultad sobre su eje. Después de mucho trabajo logré ponerlos en ángulo recto con el plano de la hebilla y observé satisfecho que se mantenían firmes en esa posición. Sosteniendo entre los dientes dicho instrumento, me puse a soltar el nudo de mi corbata. Tuve que descansar varias veces antes de lograrlo, pero finalmente lo conseguí. Entonces até la hebilla a uno de los extremos de la corbata y me amarré el otro extremo en la cintura para mayor seguridad. Luego, con un milagroso despliegue de fuerza muscular me enderecé. En la primera tentativa, logré lanzar la hebilla de forma que cayese en la cesta y, tal como lo había anticipado, se enganchó en el borde circular de la cesta de mimbre.
Ahora, mi cuerpo se encontraba ladeado hacia el lado de la cesta en un ángulo de unos cuarenta y cinco grados, pero no se crea por esto que me encontraba a solo a cuarenta y cinco grados por debajo de la vertical. Muy lejos de ello. Continuaba casi paralelo a la línea del horizonte, pues cambiar de posición había logrado que la cesta a su vez se desplazara hacia afuera, poniéndome en una situación en extremo peligrosa. Se podría tener en cuenta, sin embargo, que si al caer hubiera resultado con la cara mirando hacia el globo y no hacia afuera como estaba, o más bien, si la cuerda de la cual me encontraba suspendido hubiese colgado del borde superior de la cesta y no de un agujero hacia el fondo, en cualquiera de los dos casos hubiese sido imposible hacer lo que acababa de hacer y las manifestaciones que siguen se hubieran perdido para siempre. No me faltaban, pues, razones para sentirme agradecido, aunque verdaderamente, aún me encontraba demasiado confundido para sentir cualquier cosa, y seguí colgado al menos por un cuarto de hora en aquella extraordinaria posición, sin hacer ningún esfuerzo nuevo y en un sereno estado de estúpido disfrute. Pero esto terminó rápidamente y se vio desplazado por el espanto, la ansiedad y la sensación de absoluta soledad y catástrofe. Lo que sucedía era que la sangre agolpada en las venas de mi cabeza y de mi garganta, que hasta ese momento me había hecho delirar, comenzaba a regresar a sus canales naturales, y que esa lucidez que ahora se sumaba a mi reconocimiento del peligro solo servía para bloquear la ecuanimidad y el valor necesarios para afrontarlo. Afortunadamente, tal situación no duró mucho. La fuerza de la desesperación surgió a tiempo para rescatarme y mientras luchaba y gritaba como un desesperado me enderecé agitadamente hasta que con una mano alcancé el tan deseado borde y, aferrándome a él con todas mis fuerzas, logré pasar mi cuerpo por encima y temblando caí en la cesta de cabeza.
Pasó cierto tiempo antes de poder recuperarme lo suficiente para encargarme del manejo del globo. Después de inspeccionarlo delicadamente, con gran alivio encontré que no había sufrido el más mínimo daño. Todos los instrumentos estaban seguros y no se había perdido ni el lastre ni las provisiones. Además, los había sostenido tan bien en sus lugares respectivos, que era casi imposible que se estropearan. Vi mi reloj y noté que eran las seis de la mañana. Ascendía rápidamente y el barómetro señalaba veinte mil pies de altura. Justo debajo de mí, en el océano, se veía un pequeño objeto negro de forma ligeramente alargada, que parecía del tamaño de una pieza de dominó y que se le parecía mucho en cualquier sentido. Dirigí mi telescopio hacia él y no tardé en reconocer con claridad que era un navío de guerra británico de noventa y cuatro cañones que viraba en dirección oeste-sudoeste, oscilando fuertemente. Lejos del barco solo se observaba el mar, el cielo y el sol que acababa de levantarse.
Justo ahora es el momento de explicarles a vuestras excelencias la razón de mi viaje. Ustedes recordarán que algunas lamentables situaciones en Róterdam, finalmente, me habían hecho considerar la decisión de suicidarme. La vida no me molestaba en sí misma sino motivado a las intolerables angustias resultantes de mi situación. En este estado de ánimo, con deseos de vivir y cansado al mismo tiempo de la vida, el libro comprado en la librería, junto al acertado encuentro con mi primo de Nantes, abrieron una puerta en mi imaginación. Al fin me decidí… Decidí partir, pero seguir viviendo, abandonar este mundo, pero seguir existiendo... En fin, para poner a un lado los misterios: resolví, ocurriera lo que ocurriera, hacer un viaje hasta la luna. Y para que no se piense que estoy más loco de lo que realmente soy, voy a comenzar a explicar lo mejor posible las percepciones que me llevaron a creer que tal propósito, aunque colmado de problemas y peligros, no estaba tan alejado de lo posible para un espíritu atrevido.
La primera situación a considerar era la distancia de la tierra a la luna. El espacio medio entre los centros de los dos astros equivale a 59.9643 veces el radio ecuatorial de nuestra orbe, vale decir unas 237.000 millas. Digo el espacio medio, pero se debe reconocer que como la órbita de la luna está formada por una elipse cuya excentricidad no es menor de 0,05484 del semieje más grande de la elipse, y el centro de la tierra se encuentra situado en su foco, si de alguna forma lograba llegar a la luna en su perigeo, la distancia antes mencionada se vería reducida. Si por el momento dejamos de lado esa posibilidad, de todas formas había que restar el radio de la tierra de las 237.000 millas, es decir, 4.000, y también el de la luna, 1.080, es decir, un total de 5.080, con lo que en circunstancias normales, quedarían por recorrer 231.920 millas.
Me