—¡Soberbia! —dijeron sus invitados.
Y al día siguiente su Gracia la duquesa Fulana me hizo una visita.
—¿Asistirá usted al Salón de Almack, hermosa criatura? —me preguntó, dándome unas palmaditas en el mentón.
—Asistiré… por mi honor... —contesté.
—¿Con nariz y todo? —volvió a preguntar.
—Tan cierto como que estoy vivo —le respondí.
—Pues bien, mi vida, aquí tiene mi tarjeta. ¿Puedo contar con que usted estará allí?
—De todo corazón mi querida duquesa.
—¡Bah, no me importa el corazón! Diga, más bien: “De toda nariz”.
—Con cada pedacito de ella, amor mío —le dije, y después de halarme una o dos veces la nariz, me hallaba en el Salón de Almack.
Los diversos salones estaban colmados hasta la sofocación.
—¡Ya viene! —dijo uno en la escalera.
—¡Ya viene! —dijo otro un poco más arriba.
—¡Ya viene! —dijo un tercero, todavía más lejos.
—¡Llegó! —expresó la duquesa—. ¡Llegó el encantador amorcillo!
Y tomando mis manos fuertemente me besó la nariz tres veces.
A esto siguió una gran agitación entre los allí presentes.
—Diavolo! —exclamó el conde Capricornutti.
—¡Dios lo guarde! —susurró Don Estilete.
—Mille tonnerres! —gritó el príncipe de Grenouille.
—Tousand Teufel! —rezongó el elector de Bluddennuff.
Esto era inaguantable. Me enfadé y enfrenté a Bluddennuff.
—¡Caballero —le dije—, usted parece un mandril!
—Caballero —contestó él, después de una pausa—, Donner und Blitzen!
Con eso era suficiente. Intercambiamos tarjetas y a la mañana siguiente, en Chalk-Farm, de un disparo le hice volar la nariz y de allí me fui a saludar a mis amigos.
—Bête! —dijo el primero.
—¡Tonto! —dijo el segundo.
—¡Imbécil! —dijo el tercero.
—¡Burro! —dijo el cuarto.
—¡Majadero! —dijo el quinto.
—¡Estúpido! —dijo el sexto.
—¡Vete de aquí! —dijo el séptimo.
Todo esto me atormentó y fui a ver a mi padre.
—Padre —le consulté—. ¿Cuál es el objetivo esencial de mi existencia?
—Hijo mío —me respondió—, continua siendo el estudio de la nasología, pero lamentablemente, te has sobrepasado al lesionar al elector en la nariz. Es cierto que tú tienes una hermosa nariz, pero ahora Bluddennuff no tiene ninguna. Él se ha convertido en el héroe del día y tú estás condenado. Puedo asegurar que en Fum-Fudge la grandeza de un “león” es directamente proporcional al tamaño de su probóscide. Pero, ¡rayos!, no hay rivalidad posible con un león que no tiene absolutamente ninguna.
La incomparable aventura de
un tal Hans Pfaall
Con el corazón lleno de furiosas fantasías
de las que yo soy el amo
Con una lanza ardiente y un caballo de aire,
errando voy por el desierto.
La canción de Tomás el loco
De acuerdo con ciertos informes que llegan desde Róterdam, la ciudad parece encontrarse en alto grado de alboroto intelectual. En ese lugar han sucedido hechos tan imprevistos, tan sorprendentes, tan disímiles de los pensamientos habituales, que es indudable que en estos momentos, toda Europa estará alterada, la física perturbada, y la razón y la astronomía cayéndose a golpes.
Parece que el día... de... —desconozco la fecha exacta—, una gran multitud se había congregado en la inmensa Plaza de la Bolsa, de la ordenadísima ciudad de Róterdam, por razones que no se señalan. El clima era exageradamente tibio para la estación y apenas si se movía alguna hoja. La muchedumbre no perdía su buen ánimo por el hecho de recibir algún amigable chaparrón, de vez en cuando, a causa de las monumentales nubes blancas copiosamente distribuidas en la bóveda azul del cielo. Sin embargo, cerca de mediodía se evidenció una considerable agitación entre los presentes. Resonó el parloteo de diez mil lenguas, un instante más tarde, diez mil caras miraban hacia el cielo, diez mil pipas caían al mismo tiempo de la comisura de diez mil bocas, y un grito comparable, únicamente, con el rugido del Niágara resonaba larga, fuerte y arrebatadamente a través de la ciudad y de los entornos de Róterdam.
Pronto se descubrió la causa de tal alboroto. Detrás de la formidable masa de una de las perfectamente dibujadas nubes que ya hemos mencionado, en un espacio despejado de cielo azul, se vio emerger muy claramente, un extraño volumen, heterogéneo y aparentemente sólido, de forma tan particular y constitución tan antojadiza, que escapaba totalmente a la comprensión, pero no a la admiración, de una multitud de muy fornidos burgueses que la observaban desde abajo con la boca abierta. ¿Qué sería eso? En nombre de todos los demonios de Róterdam, ¿qué significaba semejante aparición? Nadie podía saberlo. Nadie podía figurarlo. Nadie tenía la más mínima idea para aclarar tal misterio, ni siquiera el burgomaestre Mynheer Superbus Von Underduk. De tal manera que, como no se podía hacer nada más razonable, todos ellos colocaron de nuevo su pipa a un lado de la boca, muy cuidadosamente. Y mientras mantenían los ojos atentamente clavados en aquel suceso, fumaron, descansaron, se balancearon como patos, gruñeron significativamente, y después, se balancearon de nuevo, gruñeron, descansaron y, finalmente... fumaron de nuevo.
Mientras, el motivo de tanta curiosidad y de tanto humo bajaba más y más hacia aquella maravillosa ciudad. En muy pocos minutos se hallaba lo bastante cerca para que se lo pudiera distinguir con claridad. Podía ser... ¡Sí, innegablemente era un tipo de globo! Pero un globo como nunca antes se había visto en Róterdam. Pues, me atrevo a preguntar, ¿alguna vez se ha observado un globo totalmente fabricado con periódicos sucios? En Holanda, jamás. Sin embargo, en las mismísimas narices del pueblo —o, mejor dicho, a muy corta distancia sobre sus narices— como señalaron los mejores testimonios, se veía el dichoso globo elaborado con el señalado material que a nadie se le hubiera ocurrido jamás para tal proyecto. Por lo que ello conformaba un máximo insulto para el buen sentir de los burgueses de Róterdam.
Con relación a la forma del extraño objeto, todavía era más reprochable, pues esta era nada menos que un gigantesco gorro de cascabeles al revés. Y ese parecido se vio marcadamente aumentado cuando, al verlo más de cerca, la multitud descubrió una gran borla o campanilla colgando de una punta y, en el borde superior o base del cono, un círculo con pequeños utensilios que parecían cascabeles y que tintineaban incesablemente haciendo sonar la canción de Betty Martin. Pero todavía había algo más execrable. En la extremidad de este fantástico aparato, colgando de unas cintas azules, se observaba, en forma de navecilla, un gigantesco sombrero de castor color pardo, de ala excepcionalmente ancha y de copa hemisférica, con una cinta negra y una hebilla de plata. No deja de ser considerable que muchos habitantes de Róterdam atestiguaran haber visto dicho sombrero con anterioridad y que la gran multitud pareciera observarlo con familiaridad, al tiempo que la señora Grettel Pfaall, al verlo, manifestaba una exclamación de feliz sorpresa, diciendo que el sombrero era exacto al de su virtuoso marido en persona.
Cabe señalar que este hecho merecía tenerse en cuenta, pues, cinco años atrás, Pfaall junto a tres camaradas, había desaparecido de Róterdam de