Pienso que cuando yo muera, mi amigo habrá olvidado a la niña del hotel. Hago una cuenta falsa y se me ocurre que, por ser veinte años mayor que él, viviré en su corazón veinte años más después de mi final.
La misa fúnebre no comienza todavía, y en el retraso me pregunto qué tendrá mi vida que sea interesante para otro, además de aquel fantasma que vi al borde del salto del Tequendama y que la fantasía adorna y la memoria tergiversa. Solo se me ocurren otras historias de terror, de apariciones.
Imagino que las labores del tiempo se dividen en dos filas, una a la izquierda y otra a la derecha, como nosotros cuando entramos en la iglesia. Por un lado está lo que nos pasa y, por el otro, lo que hacemos. Quizás lo que podemos darles a quienes nos sobrevivirán son los acontecimientos, no las obras; no lo que hemos hecho, sino lo que nos ha sucedido y podemos relatar. Cada cosa que nos pasa da testimonio de nuestra entrega al mundo y afirma que el mundo supo que existíamos, mientras que lo que hacemos es solo la huella de nuestro entretenimiento, de nuestra espera solitaria de la muerte.
Pero ¿qué es lo que nos pasa a lo largo de la vida? La aparición de otros, su saludo, la incitación al amor y el amor que procede: la aventura; o la pregunta que otro nos hace sobre cómo lo hemos afectado (el “Qué me hicieron” de la niña o el fantasma), y no la respuesta, que es nuestra obra. Nos pasa, también, la enfermedad. Nos pasa lo que no creímos que nos pasaría.
Sigo esperando que comience la misa. Esto es la desanimación, y me parece que toda la vida es el relleno de la vida.
La han puesto en el suelo de la iglesia, dentro del ataúd, con la cabeza hacia el altar. Como hace poco se ha celebrado la Navidad, entre el altar y la cabeza, también en el suelo y con la misma orientación del cadáver, hay un Niño Jesús tan grande como un niño presente.
Cuando ella murió, yo acababa de llegar de aquel viaje por el Ecuador en el que conté la historia de nuestro paseo al salto.
“Qué me hicieron”, preguntaba el fantasma en mi relato, mientras en la agonía, en Bogotá, mi amiga preguntaba: “Qué hago”.
La última vez que la vi, le hablé de ese viaje que planeaba. Estaba sentada a su lado, junto a su almohada. Ella dijo que, unos años antes, también había ido al Ecuador. En un pueblo le habían dado el chocolate más delicioso que existía. Trataba sus recuerdos de este modo: empezaba a llenarse del pasado, cuando de pronto la morfina le entrecruzaba la memoria con un sueño. Entonces comenzaba a hablar en el sueño mientras también me hablaba a mí.
Le dije que al regreso le contaría de mi viaje. Le prometí que le traería chocolate. Se lo llevé a su casa al día siguiente de volver. Hacía media hora se habían llevado el cuerpo. También llevé a su casa una planta que compré esa mañana, ya a sabiendas de que era para la muerta y no para la viva. Pedí permiso para ponerla en su habitación, y su madre la puso en el alféizar, allí donde ella habría podido verla el día anterior desde la cama.
No sé si por haberle cumplido una promesa después de que muriera pervivo yo en su muerte más allá de mi vida, o si no cumplí nada, pues no había con quién cumplir. La planta que no le había prometido parecerá detrás de la ventana la renovación de la amistad, que no se cumplirá aunque florezca.
En el Ecuador dormí en tantos lugares como días duró mi viaje. Cada mañana me despertaba en una habitación que no volvería a ver. Hoy he repasado de memoria cada albergue, concentrada en constatar que mi partida no dolió ni tenía por qué doler, para aprender a despedirme, esperanzarme o distraerme.
En el vuelo de regreso desde Quito, anoté en mi libreta tres cosas sobre las que quería pensar después.
Era la tarde anterior a la noche de tu muerte.
Ahora que no estás, estás más cerca del lugar que yo quiero escribir.
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