Su madre dijo que en la agonía ella preguntó qué hacer.
“Qué hago”.
Sobre la tapa habían puesto un lirio. Me puse a pensar en que la punta del pistilo era la cara de ella. Por un momento supe que las flores son las caras de los muertos. No las caras de los cadáveres, sino las caras vivas de los muertos. No las caras recordadas de quienes estuvieron vivos, sino las desconocidas caras de la vida de los muertos.
Tal vez los muertos nunca han vivido. Nacen en la muerte, y entonces no existen los muertos que creemos, sino otros, vivientes, nuevos, que no nos conocieron.
Cerré los ojos y en medio de la velación me adormecí. Por entre la nube del sueño me vino la idea de que las caras de las personas son las cimas del mundo.
Mi amiga no está, y me asombra que haya estado. Su cara es también esa tapa lisa que la cubre. Somos cáscaras complicadas, pienso, y la muerte nos resume. Quiero decírselo a alguien, pero no parece que haya nadie que busque ese consuelo. Me digo que la muerte es pulimento, que la verdad es la infinita simplificación, y que muertos nos libramos de la obnubilación de los consuelos.
También me digo que esa caja contiene otra caja que contiene otra, y así hasta no parar, y que esa, que hacia adentro no se topa con un fin, esa fue y será mi amiga.
Me confunde que haya estado toda viva y de repente toda muerta, y me confunde también que no sea así, sino que, mientras los velamos, los muertos estén pasando.
Es la amiga que más me ha durado y la que menos le duró al mundo.
Aunque los muertos no existan, esta noche, en el cambio del calendario, existe el edificio donde se acompañan, como una forma de decir.
Porque es primero de enero, no hay tráfico por la carrera trece. Voy en un taxi, con la ventanilla abajo: por un día se puede respirar el aire que en los otros días es puro humo de motores. Leo los nombres de los almacenes apiñados como nichos de un cementerio en las orillas de la calle. Las puertas están cerradas y las vitrinas tienen echada la persiana. Quisiera leer los nombres uno a uno y entender qué mercancía se vende en cada espacio, pero el taxi va demasiado rápido. Hoy la calle solo me muestra nombres que es indiferente que lea o no lea. Voy entre tumbas de camino hacia la iglesia donde se dirá la misa fúnebre.
La muerte de mi amiga me deja esta ocasión de que me fije en un trayecto bogotano y me planta el deseo –o ni siquiera el deseo, apenas la ocurrencia– de volver otro día, pronto, para entrar en los nichos, en los almacenes, a buscar qué querer. Pero es posible que yo tampoco pase otra vez por esta calle, aunque así lo haya previsto; que la última vez sea esta, de este modo: la calle vacía, su vera cerrada, la sombra conmigo y yo inventándome un deseo.
El cielo está despejado y resplandece. Antes de salir, por un momento contemplé ir vestida de azul claro a despedirla.
Constato que en las iglesias no se puede entrar de frente. Tras la puerta hay un tablón, una pared postiza que nos hace tomar hacia la izquierda o la derecha, y siempre entramos de perfil.
No quiero que me hablen los dolientes, los amigos de amigos ni los muertos. No quiero decir nada. Alguien me abraza en el atrio y siento que el abrazo me hunde en la vergüenza.
Hace veinte años en el campo, al borde del agua, mi amiga y yo vimos el fantasma de una niña. Habíamos salido de la universidad en grupo, y fuimos al salto del Tequendama. Se nos ocurrió celebrar con ese paseo el final del último semestre de nuestra vida de estudiantes. En la terminal de transporte contratamos una furgoneta. Cuando llegamos al campo, ya había anochecido. Oímos cómo saltaba y se despeñaba el río Bogotá. Olimos su basura química y vimos fosforescer, bajo la lumbre del rocío de la cascada, el blanco azul de la espuma venenosa casi sólida, fija en la orilla. Las burbujas parecían hechas de pegotes de pintura. Estaban en un cuadro reproducido en un manual de geografía para niños de primaria, al pie de un texto en el que se contaba que el salto del Tequendama fue creado por Bochica para desaguar la sabana de Bogotá después de una gran inundación.
Suspendido sobre el precipicio estaba el Hotel del Salto, un pequeño castillo construido a comienzos del siglo XX, clausurado hacía tiempo. Un compañero mencionó que en el pasado las parejas bogotanas iban a pasar allí su luna de miel. Otro recordó que los bogotanos iban allí también para morirse, y evocó a unos famosos suicidas que saltaron en pareja hacia la cortina de agua y la corriente. Otro recordó haber oído que un mafioso había comprado el hotel para remodelarlo y convertirlo en otro hotel. Otros encontraron una ventana que cedía, se metieron en el castillo y nos invitaron a invadirlo.
Un instante después me encontré mirando por la ventana, desde adentro, la terraza de piedra en la que hacía un instante había deseado, sin mucho ímpetu, ser dueña de un hotel en el futuro. Dos compañeros subieron a explorar el segundo piso y volvieron con la confirmación de que el hotel estaba abandonado. Un tercero nos mandó callar para que oyéramos que del piso de arriba llegaba la respiración caudalosa de un dormido. Quizá quien respiraba era uno de nuestro grupo, que quería asustarnos, o era un extraño misterioso que vivía en el hotel, se acostaba temprano y tenía el sueño pesado. Podía ser un ocupante, un mal guardián o un alma en pena.
El grupo se dispersó para recorrer el castillo habitación por habitación. Los compañeros se reagrupaban y se preguntaban unos a otros qué habían descubierto. Era como si jugaran a traer noticias de muy lejos, de otro estado de las cosas. La electricidad estaba conectada a pesar del abandono. Algunos bombillos se encendieron.
¿Qué hacía mi amiga? Yo me quedé en el primer piso, imaginando que el segundo estaba lleno de personas secuestradas, atadas, amordazadas y cubiertas, disfrazadas de muebles por sus secuestradores. Fui a la cocina, que estaba alumbrada por el resplandor de un farol de afuera. Había platos sucios, unas sábanas pisadas en el suelo y tres cuencos medio llenos de arroz crudo, sobre un mesón junto a la entrada a una despensa. Alguien encendió la luz de la despensa y vi varios bultos blancos, cada uno con un rótulo que decía “Arroz completo”.
Un compañero me pasó un paquete de galletas que había encontrado, para que lo robara en su lugar.
Nos hacíamos, unos a otros, preguntas sobre el hotel. Todas eran versiones de “¿Está vacío?”, “¿Está lleno?”.
Cuando llegó la hora de irnos, tuve la impresión de que los que salíamos del castillo éramos muchos más que cuantos habíamos entrado: como si los bultos de arroz se hubieran transformado en gente.
¿Cómo había terminado yo yendo esa tarde al salto con aquella multitud, si entre todos ellos tenía una sola amiga? A pesar de que parecían muchos los que salían del hotel, sentí que por cada uno que salía, se quedaba otro adentro.
Nos metimos en la furgoneta para volver a la ciudad, todos menos mi amiga, que se dio cuenta de que había dejado su suéter en el hotel. Me bajé para acompañarla a buscarlo. Ella se adelantó hacia el portón, pero se detuvo a medio camino y señaló un bus rural que bajaba de la montaña envuelto en la neblina.
El bus frenó en la curva y dejó a una niña de unos doce o trece años, con uniforme de colegio.
Un momento después vimos a la niña asomada a la ventana más alta del castillo. Agitaba el suéter de mi amiga como si fuera una bandera. “¡Muchacha!”, gritó, y mi amiga se arrimó al pie del muro. “Qué me hicieron”, dijo la niña, con una frase delgada y despaciosa, sin interrogación ni exclamación. Siguió en la ventana del torreón, iluminada a contraluz, y nosotras dos corrimos despavoridas a la furgoneta.
No recuerdo si mi amiga recuperó su suéter o si viajó con frío; si la escolar hotelera o fantasma se lo arrojó o si se quedó con él. No he sabido tampoco qué sentido tenía lo que oímos. ¿La niña nos preguntaba qué le habíamos hecho al violar su castillo, o preguntaba qué le habían hecho otros en su vida –todos los otros, toda la vida, los que la dejaron sola al cuidado de un hotel clausurado en la montaña–? ¿Nos pedía que leyéramos la inconsciencia de nuestro acto e interrogáramos nuestro temor, o la pregunta no era una increpación ni un lamento, sino una pregunta franca