Yo estaba haciendo un día de campo entre semana porque acababa de salir a vacaciones. La noche anterior había entregado las notas finales para la universidad, después de pasar el día corrigiendo trabajos de estudiantes. Ellos nunca recogen las últimas correcciones del semestre. Se han ido cuando los profesores las dejamos en la secretaría, y no vuelven hasta agosto, cuando ya se han olvidado. Los trabajos quedan archivados para siempre, o van a parar a la basura. Por eso no valdría la pena esmerarse en los comentarios; bastaría con leer, poner la nota y escribir una observación por si acaso hay quien la lea. Sin embargo, yo me senté a examinar cada oración de los cuentos que recibí al final del Taller de Narrativa. En mi oficina, mientras me demoraba, me preguntaba por qué bregaba así: Estoy haciendo un día de nada. Revisé palabra por palabra, sugerí construcciones alternativas, escribí comentarios en los márgenes y luego una crítica larga al final de cada texto. ¿Qué hago al hacer esto? Veía pasar el tiempo. O hacía de cuenta que las horas no pasaban. Era algo que nadie iba a ver y a nadie iba a servirle. ¿Esto es el trabajo duro, o es lo contrario del trabajo?
Al día siguiente, vi el potro.
El relincho de la madre parecía venir de una finca que acabábamos de dejar atrás en la carretera, pero también de otra de más adelante, por cuyo lado no habíamos pasado todavía. Al potro lo llamaban una madre y otra madre, la suya y no la suya, la de antes y una de después.
—La yegua está allá.
Me bajé del carro. Mi madre, desde adentro, señalaba hacia el frente. Desanduve el camino hacia el motociclista.
—¿Sabe de dónde será ese potrico? Buenas.
—Buenas. Ese es de ahí. Allá donde está la yegua.
El motociclista señalaba hacia atrás, hacia la curva del camino. Tenía un overol de hule, como de ordeñar.
El potro seguía llamando.
Los relinchos de las madres se alternaban.
Me alejé y golpeé el portón de la finca que creí que el motociclista me decía.
—No, no es ahí. La mamá suena adelante –gritó mi madre, que me veía por el espejo.
—Esa no es la entrada –gritó el motociclista desde atrás–. Es por acá.
Señaló un potrero sin portillo.
¿Y si trato de tocarlo?
Como si me hubiera oído el pensamiento, el potro corcoveó.
Le tomé fotos.
Nadie abrió el portón al que llamé, que en todo caso no daba paso al lugar que buscaba.
Mi madre y yo no habíamos sembrado rabanitos esa mañana, pues huerta aún no hay en la fanegada y media que tengo en la montaña. Ella imagina que habrá –con tomates además de rábanos, me dijo–, y yo también lo imagino. Lo que por ahora hay en mi lote es un viejo huerto de manzanos y ciruelos, plantado por los dueños anteriores, y, dispersos por la ladera que da a la carretera, por la pequeña meseta y por la ladera opuesta, que baja hasta una quebrada, árboles y arbustos que yo he ido plantando.
El día en que compré la tierra planté siete árboles, como los días de la semana, que son casas por las que las personas pasamos sucesivamente mientras estamos vivas, una y otra vez, hasta quedar en la séptima, que contiene las casas precedentes; siete como los cinco dedos de una mano más el índice y el pulgar de la otra mano, con los que saco un lápiz de entre un montón de leña imaginaria, de leña de cerezo dispuesta para encender una hoguera, y siete como los planetas de nuestro sol antes de que se descubrieran los dos últimos, que están muy lejos y en lo oscuro y que, para hacérseme visibles, toman el lugar de mis ojos cuando duermo y no veo árboles: Neptuno y Plutón, este ojo y ese ojo, que persiguen los otros siete ojos luminosos del espacio mientras la hoguera que imagino descansa apagada en el suelo apagado de la tierra.
“Siete” parece un verbo en imperativo. Como “quédate”.
Dios plantó el jardín en Edén después de los seis días de la creación: es decir hoy, en el día eterno que no pasa, mientras hombres y mujeres transcurrimos por el tiempo de la historia, muriendo y trabajando. Cada sábado pretendemos descansar y encaminarnos al día del que vivimos desterrados. Entonces salimos al jardín, al parque, al campo. Nuestro descanso es el ansia de coincidir, entre las plantas, con el día de nuestra inmortalidad, lejano y simultáneo.
Desde el primer día, he seguido yendo a mi lote cada sábado a plantar. Tengo guayacanes, tíbares, cedros, arrayanes, sangregados. Y alisos, que son suaves y metálicos. Son de fronda parca y parecen más discernibles que otros árboles: he creído que podría recordar todas las hojas de un aliso y saber que las recuerdo. Al verlos en el viento me parece que están a punto de sonar; que le ponen umbrales al campo, sortean el soplo y campanean.
Antes de tener mi tierra, los sábados me colaba por debajo de las alambradas de fincas ajenas, quién sabe de quiénes; caminaba por bosques y potreros prohibidos, y me sentaba en las piedras a tratar de recordar que un día estaría bajo la tierra; que cuando muriera iba a quedar muerta, pues había entendido que eso era lo que había que recordar. En La Era, que es como llamé a mi fanegada y media, deberé aprender que la tierra no es de nadie.
Por la noche, en la ciudad, después de cerrar los ojos, imagino cómo son en lo oscuro los árboles que he plantado. Me recuerdan que tengo que volver y ver, volver y ver, y me mantengo despertándome.
El día del potro, cuando mi madre y yo llegamos a mi lote, una bandada de pájaros se alzó de los ciruelos. Me acerqué y vi las pepas mondas. Los pájaros se habían comido las frutas y habían dejado la semilla prendida a la rama, en el eje de su vida pasada.
Plantamos un cerezo, que era regalo de mi madre, y dos borracheros, porque me contaron que protegen, y yo me había enterado de que a la finca grande que colinda con la mía se metieron los ladrones. El administrador de aquel lugar me mandó decir que tenía que poner un candado en mi cancela; que era obligación, aunque yo creyera que no tenía nada de robar. La finca que él administra pertenecía a una pareja de ancianos hasta hace pocos meses. También mi parcela era de ellos. Después de que yo se la compré, el banco les embargó el resto de la tierra, con la casa que habitaban.
Entonces empezaron los males, o llegó el mal.
Se puede figurar el mal como una peluca sucia, de pelos enredados, negra, descolorida, que nadie quiere ponerse y que uno tiene que ponerse tapándose el pelo natural. O mejor: tapándose la cara. El mal es esa peluca obligatoria usada como máscara, a la que uno no se puede resistir porque ella es la resistencia.
Los males llegaron con el embargo del banco y la expulsión de la pareja de ancianos, pero también podría decirse que llegaron conmigo, pues cuando yo aparecí en esa montaña y compré mi casi hectárea, empezaron a sucederse o a hacerse manifiestos. (Aunque no se suceden los males, sino que se enredan, que es lo contrario de sucederse y también de manifestarse).
El caso es que en la vecindad de mi parcela se han enredado los caminos. Los antiguos dueños de la finca grande se mudaron al pueblo y mataron a sus dos perros: dizque los perros vivos ya no les cabían en ningún lado. El banco remató la tierra. La compraron tres hombres que vinieron de lejos con el administrador del que hablé antes. Se les metieron los ladrones, como dije, y el administrador mandó tumbar como cien árboles.
El lote se cundió de esa maleza con la que en Boyacá hacen las escobas.
Mis vecinos nuevos llevan gafas oscuras y andan en camionetas de vidrios ahumados. He sospechado que tarde o temprano me sacarán de la montaña. Los vi una sola vez, cuando fueron a inaugurar su propiedad con un asado. Llenaron el aire de olor a carne muerta y esa música: Vinimos a gozar.
¿Qué es lo peor que podrán hacer en la tierra que van dejando sin sombra? ¿Parrandas?, ¿fumigar y fumigar?, ¿criar pollos hacinados? Cuando vi a esos hombres poderosos, entreví la peluca que antes traté de describir: es como una constelación apelmazada.
Quiero