Yo voy por Bogotá sabiendo qué árboles son los hijos de mi madre, con los que ella ignora la ley que dice que lo que está afuera es del gobierno. Su otro hijo, mi hermano, es jardinero en Nueva York, donde emigró hace veinte años. He paseado con él por Manhattan y de repente me ha señalado un arce que plantó en la acera y ya ha cambiado varias veces de color, o una isla de flores que fundó frente a una portería.
Por esa gentileza atrevida de mi madre, por esa libertad con que verdece la ciudad vencida y sucia, puedo perdonarle cualquier desayuda que crea que debo perdonarle. En mi lote sus cerezos vivos crecen del montón de leña que Abrahán dispuso para hacer la hoguera donde iba a inmolar a su hijo en obediencia a Dios. Las ramas suben al cielo en lugar de las llamas en las que todos los hijos hemos estado a punto de ser sacrificados. Pienso en el ángel que impidió el sacrificio de Isaac y también en el carnero que Dios hizo aparecer, trabado por los cuernos en un zarzal, para que reemplazara al niño en la hoguera. Recuerdo la maraña donde quedó atrapado el carnero, y me la figuro como aquella peluca enredada que es el mal, y pienso que los hijos perdonamos a los padres mientras pedimos perdón por la muerte del carnero.
El motociclista dejó la moto y avanzó a pie hacia nosotras y hacia el potro. Sabía qué hacer y explicárnoslo habría sido un desperdicio. Sigiloso. De repente giró hacia la derecha. Pasó por debajo de la alambrada de púas y se internó unos veinte metros en el cultivo de papa. Luego emprendió el camino de regreso hacia la cerca, pero describiendo una curva abierta, de modo que, cuando salió de nuevo a la carretera, apareció mucho más adelante.
Eso se llama una parábola.
Entonces se vino a grandes pasos, derecho por detrás del potro, que al sentirlo salió galopando hacia nosotras y hacia el carro, nos pasó de largo, y ya parecía que iba a desbocarse cuando giró de repente y conoció su potrero y entró en él por el mismo hueco en la alambrada por el que había salido.
Ya no se movía como un motor, revolucionándose penoso, sino que iba amorosamente movido a su lugar.
Oímos el relincho de la madre verdadera y la vimos.
Resultó que vivía con las ovejas.
El motociclista se había hecho invisible para aparecerse más allá como si fuera otro, fingir que iba a cazar al potro y, espantándolo, ayudarlo.
Quiero entrar en la vida del potro que es dos: el que salió a la carretera, que se quedó sin madre por un momento y se creyó perdido, y el que al rato ya estaba con la yegua nuevamente y sabía que nunca había estado perdido; quiero estar en la vida del potro para saber entrar en el camino y salir de él.
¿Era tierno el potro? ¿Nos ablandaba, en el camino?
Enternecerse es aplacarse por la blandura de un objeto. ¿En qué parte se siente la blandura del objeto? La ternura hace que uno sienta que en su duro pecho, donde late y respira, se hunde el dedo.
Lo recurrente y natural es que lo duro ablande: el martillo sobre la carne. Cuando algo me enternece es que lo blando ha ablandado: ese es el milagro.
La distracción y la concentración del otro me enternecen. Su intermitencia.
¿El enternecimiento es estremecimiento? ¿Lo que me ablanda hace que yo tiemble y vibre, que me mueva sin cambiar de lugar como el aliso en el viento?
¿Era poderoso el potro? ¿Nos llevaba, en el camino?
Lo contrario de tener poder es no tener poder. O es ser impotente. O sentirse impotente. Aunque sentirse impotente es lo contrario de sentirse poderoso, que no es lo mismo que tener poder, y quizá ser impotente es lo contrario de ser potente, que no es lo mismo que tener poder ni que ser poderoso. Quizá lo contrario de ser poderoso es ser desvalido. Aunque ser desvalido es más bien estar desvalido, y en ese caso quizá sea lo contrario de estar poderoso, que no creo que sea nada.
¿Lo contrario del poder es la debilidad?, ¿la sujeción?
Así como no existen en realidad los sinónimos (decir corcel no es decir caballo, ni decir caballo bebé es decir potro), tampoco existen los antónimos. Pero suponiendo que se pueda ver lo contrario de algo, ¿qué veo cuando digo “lo contrario”? ¿Me refiero a algo que está del otro lado de aquello de lo que es contrario, o a algo que está a su lado, pero patas arriba, o en negativo, o en sombra?
Si uno piensa en el contrario como el revés, como la otra cara, o lo contrario de la cara, quizás es porque imagina que todas las cosas son como monedas, o escudos, o medallas. Como cabezas sin cuerpo. Piensa que cada cosa es a su contrario como la cara es a la parte posterior de la cabeza. El contrario de todo es, entonces, lo contrario de la expresión; la inexpresividad, la cerrazón.
Aunque también, si uno piensa en cada cosa como una cabeza, puede pensar que lo contrario de cada cosa es una cola y entonces puede imaginar que entre cada cosa y su contrario se forma un animal: un potro, por ejemplo.
Puede haber otra manera de ser contrario. Puede haber otro contrario de cada cosa: no lo que está del otro lado, ni del mismo lado pero al revés, sino lo que está en otro lado. Lo contrario del poder no sería lo que está del otro lado del poder, sino lo que está más lejos del poder y es más ajeno a él.
Uno podría pensar que lo contrario de poder es estar perdido.
Era poderoso aquel potro del camino. Será que no estaba perdido para nada, sino que estaba en su misterio.
El pesebre
Los muertos acompañan a los muertos en el paso de este año al siguiente. El despojo de quien fue mi amiga está en una capilla, dentro de un ataúd que ya existía cuando ella estaba viva. En la funeraria hay otras tres capillas ocupadas. Por ser 31 de diciembre, cerraron las puertas para las visitas a las nueve de la noche y no a las doce como en las demás fechas. Mientras escribo, los cadáveres del día están en aquel edificio con las luces apagadas, cada uno en su caja de madera, en el día que ya no existe. Mañana es el año que no llega.
En vida, cada cuerpo tiene por dentro la tiniebla. Lleva su oscuridad y va cubriéndola. No sé si nos entra la luz por la boca abierta; si me alumbro al entreabrirme, cuando como o cuando hablo.
En la muerte, la oscuridad del cuerpo sale al mundo y en el cuerpo queda niebla gris.
Quizá lo que está allá solo, acompañado por los muertos de vivos a quienes nunca conoció, es mi amiga todavía.
Mientras la velábamos, la tapa del ataúd permaneció cerrada. No podíamos ver la cara. Yo sé por qué no se podía: daba miedo. La cara bella de mi amiga dio paso a su cara prohibida. La vi hace dos semanas, enferma y viviente, y era un rayón de la uña de la muerte.
No creo que las caras pertenezcan a la carne. La cara se va antes de acabarse.
El cuerpo de mi amiga yace en la capilla, el edificio, el tercer piso, la noche y el año moribundo, habiendo dejado mi futuro cuerpo solo, en mi casa, con la lámpara encendida.
Al cuerpo guardado le falta la pierna que le cortaron hace años para que no muriera de la enfermedad que lo mató. El paso que faltaba se había adelantado.
Está muerta, es una ruina, y desde aquí yo siento que su muerte me viene dedicada; que llega a pedirme y a dictarme.
Las ruinas sobreviven, y mi amiga no sobrevivió.
Durante la velación me acerqué a tocar la tapa de madera. ¿Qué arreglo le habrán hecho a la cara en las horas transcurridas desde que sacaron el cadáver de la casa hasta que comenzó la velación; entre la despedida y la última visita? ¿Habrán cerrado los ojos opacos, que antes daban la luz que recibían, y la boca por donde la luz habría entrado todavía, después de que callara?
¿Cómo