LARGO RECORRIDO, 92
Petra Hartlieb
MI MARAVILLOSA LIBRERÍA
TRADUCCIÓN DE MANOLO LAGUILLO
EDITORIAL PERIFÉRICA
PRIMERA EDICIÓN: octubre de 2015
DISEÑO DE COLECCIÓN: Julián Rodríguez
MAQUETACIÓN: Grafime
TÍTULO ORIGINAL: Meine wundervolle Buchhandlung
© DuMont Buchverlag, Colonia, 2014
© de la traducción, Manolo Laguillo, 2015
© de esta edición, Editorial Periférica, 2015
Apartado de Correos 293. Cáceres 10001
ISBN: 978-84-18264-44-3
El editor autoriza la reproducción de este libro, total o parcialmente, por cualquier medio, actual o futuro, siempre y cuando sea para uso personal y no con fines comerciales.
Dedicado a Oliver, mi marido;
al niño grande y a la niña pequeña,
al niño rubio y a su hermana.
Con mi agradecimiento a todos aquellos
sin los que nuestra librería no existiría.
Hemos comprado una librería. En Viena. Escribimos un email con unas cifras, ofreciendo una cantidad que no teníamos, y al cabo de unas semanas llegó la respuesta: acaba usted de comprar una librería. Algo así sólo te pasa en eBay, cuando te dejas arrastrar y pujas más allá de lo que en realidad querías, como cuando a la niña se le antoja muchísimo el Lego de Harry Potter, y entonces vas y escribes esa cantidad y no aparece nadie, maldita sea, que ofrezca más. Y ahora hemos pujado, con un dinero que no tenemos, por una librería que está en una ciudad donde no vivimos. Y la hemos conseguido.
¿Y ahora qué? Pues ahora tenemos que apechugar con el asunto.
«Apechugar» significa que Oliver deja su estupendo y bien remunerado trabajo en una de las mayores editoriales alemanas; que yo me despido de la idea de ejercer la crítica literaria, devuelvo mi acreditación de la emisora de radio y confieso a las chicas del coworking, última moda en el barrio de Schanzen, Hamburgo, que tendrán que buscar otra inquilina; que le explicamos a nuestro hijo de dieciséis años, que es totalmente alemán del norte, y que se acaba de enamorar por primera vez, que nos mudamos a Viena.
Llamamos al amigo que acaba de heredar y le preguntamos si sigue en pie su ofrecimiento de prestarnos una suma elevada. Llamamos a los amigos de Viena y les preguntamos si sigue en pie su ofrecimiento de alojarnos temporalmente. Lo increíble es que todo empezó de una manera absolutamente inofensiva. El verano, estropeado por la lluvia en Hamburgo, se nos estaba haciendo demasiado cuesta arriba, así que nos fuimos a pasar dos semanas a casa de estos amigos vieneses. El plan consistía en holgazanear en el jardín, ir de vez en cuando a bañarnos al Schafbergbad, las terrazas, el vino joven, encontrarse con amigos.
Precisamente una cena con un amigo, comercial de una editorial, lo cambió todo. Novedades y cotilleos sobre la gente del sector, y ay, qué lástima que no viváis en Viena, porque acaba de cerrar una pequeña librería bien situada y con clientela y quieren traspasarla: pagas una cantidad de golpe y luego un alquiler cada mes.
Tras beber unos cuantos spritzs blancos queda por completo claro: una librería de las de antes se convierte en nuestro futuro, al menos en teoría. Nos gusta una librería así, pequeña, en Viena, y cuanto más avanza la noche, tanto más lógico se vuelve todo: ¡ésa es nuestra librería!
A la mañana siguiente nos acordamos oscuramente de la euforia de la velada, de manera que tras haber desayunado no vamos a la piscina.
Sólo verla, sin compromiso. Efectivamente, es lo que han dicho: una librería de los setenta con escaparates de marcos marrones; a través de las lunas sucias se ven vitrinas vacías, dentro reina la oscuridad, en la puerta hay una nota escrita a mano: A partir del 1 de agosto cerramos. Agradecemos a nuestros clientes su fidelidad durante tantos años.
«Es una idea muy loca, pero ¿no podrías averiguar quiénes son los propietarios?» Oliver siempre sabe perfectamente qué resorte tiene que pulsar en mí. Y ya estoy colgada del teléfono y hablo con todos mis conocidos del sector que en esos momentos no están de vacaciones.
Se trataba de una librería tradicional, de las de antes, o al menos lo fue en los años setenta y ochenta. En su última etapa el propietario fue uno de los hijos de la familia, pero ya no se saben más detalles. Logro, por supuesto, contactar por teléfono con el propietario, y dos días más tarde nos citamos para echarle un ojo a la librería, sin compromiso alguno. Es una idea peregrina, pero mirar no cuesta nada. Y así penetramos en un espacio sombrío, abarrotado y estrecho de cuarenta metros cuadrados, con baldas hasta el techo, un suelo sintético sucio, estanterías rotatorias con libros, un fluorescente… y nos parece que está bien. Claro está que la encontramos fea, pero, en líneas generales, la sensación que da es buena. En el cuarto del fondo hay una empinada escalera de caracol de hierro que conduce arriba, a una vivienda que ocupa la totalidad de la primera planta del edificio. Aunque en realidad decir «vivienda» sería exagerar.
–El inmueble se traspasa entero –exclama el propietario.
–Gracias, no nos interesa –respondo yo. Oliver, en cambio, permanece en silencio, le empiezan a brillar los ojos y se pone a medir las habitaciones a grandes zancadas. Un almacén con taquillas para el personal, una mesa grande, cajas de cartón, una báscula, una máquina de franquear, una oficina espaciosa con dos escritorios viejos (que una vez lijados y restaurados podrían colar como vintage), una habitación con la fotocopiadora (un cuarto oscuro), y detrás unas cuantas habitaciones pequeñas más repletas de libros, cajas y material de promoción de varias décadas. Un polvoriento árbol de navidad de plástico sobresale grotescamente tras un montón de cajas de embalaje y libros viejos.
«Una vivienda bonita», oigo que murmura mi marido mientras yo contemplo un hule en el que aún se vislumbran los patrones de nuestra niñez. También unos bestsellers de las manualidades. Callo, no digo nada.
A la cegadora luz del sol, ya en la calle, delante de la librería, todo parece un sueño absurdo y nos quedamos callados.
–¿Y bien? –pregunta mi marido.
–¿A qué te refieres? –pregunto yo.
–¿Qué te parece?
–Espantosa. ¿Y a ti?
–A mí también.
–Pues eso.
Silencio.
–Pero algo se podría hacer.
–Vale, pero la vivienda sí que no funciona, en absoluto.
–¿Por qué no? Sería una vivienda molona y enorme. Mira, en ese cuarto de hacer paquetes podría ir la cocina; en la oficina grande donde están los escritorios, el comedor; y el de la fotocopiadora sería un cuartito para ver la tele. El laboratorio lo convertimos en baño. Y además hay unas cuantas habitaciones pequeñas que serían para dormir y para los niños.
–A ti se te va la olla.
–Sí, es verdad.
Las plácidas vacaciones en la mecedora de estilo hollywoodiense del jardín se han acabado. Quizá podríamos… tal vez deberíamos… qué pasaría si nosotros… Nuestros amigos vieneses nos lo ponen más fácil, pues nos ofrecen que vivamos con ellos mientras no tengamos un hogar propio; así, sin más. Y además está ese viejo amigo (en realidad es un ex mío) y su herencia, que nos ofrece un préstamo a cero interés; también así, sin más.
A mí todo esto me resulta como las famosas figuras imposibles de Escher. Las miras y sabes lo que estás viendo, pero cuando al cabo de un