Filósofos de paseo. Ramón del Castillo. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Ramón del Castillo
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Документальная литература
Год издания: 0
isbn: 9788417866969
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href="#ulink_3c94aa97-cb5e-5bb0-8e6b-54e6bf415695">20 Ibíd.

      21 Ibíd., p. 279.

      22 Bodei, Paisajes sublimes, op. cit., pp. 76-77. Bodei hace bien en subrayar la gran atención que Hegel presta a las cascadas, aunque no explica del todo el porqué. Hegel se detiene ante saltos de agua tres veces, hasta donde sé. La primera afirma que “el vuelo fino, flexible, libre de la espuma tiene algo de cautivador”. Como no se contempla un “poder, una gran fuerza”, el pensamiento queda “liberado de la constricción, de la necesidad imperiosa de la naturaleza, y lo vivo, lejos de unificarse en una masa, se halla en constante disolución y dispersión, un eterno proceso y actividad, produciendo al contrario la imagen de un libre juego” (ibíd., p. 269). Pese a todo, Hegel no se toma la molestia de esperar a la noche para ver caer la mágica luz nocturna sobre la cascada, y reemprende el camino por la mañana antes de que el sol naciente cree el arcoíris. Ante otro salto, más adelante, las observaciones tienen que ver más con las ondas que forma el agua al caer que con la espuma, ondas que arrastran la mirada del espectador, pero sin que pueda fijar su movimiento, pues su imagen se desvanece continuamente, sustituida siempre por otra, o dicho de otra forma: la misma imagen se ve eternamente, a la vez que nunca es la misma (ibíd., p. 275). La tercera vez, ante un salto soberbio formado por el Aar, se fija más en el efecto brutal del agua al caer y se pregunta cómo pueden resistir los salientes de rocas semejante envite, para acabar exclamando: “¡No hay ocasión mejor para cobrar un concepto tan puro de la necesidad de la naturaleza que contemplar la furia eternamente inútil y eternamente continuada de la ola lanzada contra esas rocas!”, para luego añadir con parsimonia: “De todos modos se ve cómo se van redondeando poco a poco sus afiladas aristas” (ibíd., p. 277). En fin, observaciones bastante curiosas que deprimirían a un espíritu en busca de lirismo.

      23 Ibíd., p. 271.

      24 Si este libro hubiera podido ramificarse tanto como El jardín de los delirios, cosa que mi editora no estaba dispuesta a consentir, creo que habría incluido una crónica sobre los paseos de Heine. No aparece en las historias más populares sobre el caminar. Se vuelve una y otra vez a Wordsworth y a poetas y escritores ingleses, pero misteriosamente Heine suele estar ausente. Extraño, porque una de las cosas que hace a Heine incomparable e insuperable es que en las crónicas de sus paseos, excursiones y viajes mezcla todo tipo de géneros literarios y de dimensiones. Como dice Isabel G. Adánez, editora y traductora de Cuadros de viaje (Madrid, Gredos, 2003), en su estudio preliminar, los Reisebilder no son ni novelas de viaje ni relatos de aventuras, ni tampoco narran hechos y detalles como un reportaje. Además, mezclan prosa y verso, canciones populares y poemas líricos, realidad y ficción, crítica literaria, recuerdos autobiográficos, fantasías diurnas y digresiones históricas. Las experiencias que Heine tiene ante parajes naturales son, por lo demás, entusiastas y exaltadas, pero a la vez parodian el sublime romántico. Uno de mis pasajes favoritos es cuando en la cima de una montaña le impresionan los colosales riscos, pero la sensación se desvanece, porque, dice, su alma estaba sorprendida, pero no sobrecogida, y “aquellas imponentes masas de piedra fueron haciéndose más y más pequeñas ante mis ojos, y al final no parecían más que unas pocas ruinas insignificantes de un palacio gigante, ahora hecho añicos, en el que mi alma tal vez se habría sentido a gusto” (op. cit., p. 175). Otro momento que, creo, parece una parodia de Goethe es cuando dice que la mejor forma de clasificar plantas no es la morfológica, sino según el método de Teofrasto, o sea, por su olor, aunque él prefiere su propio sistema de clasificación, “según el cual divido todo entre lo que se come y lo que no se come” (ibíd., p. 98). Tengo que agradecer a la profesora Adánez no solo muchos datos sobre Heine, sino también que pusiera a mi disposición el extraordinario catálogo de la exposición Wanderlust. Von Caspar David Fiedrich bis Auguste Renoir, en la Nationalgalerie de Berlín en 2018, editado por la red de museos de Berlín y la editorial Hirmer. Además de la vasta colección de pinturas, el volumen incluye ocho textos muy interesantes y muchas referencias bibliográficas.

      25 La actitud de Rousseau hacia los jardines se ha estudiado tomando como punto de partida Ermenonville (véanse todos los capítulos de El banco en el jardín de Jakob, o Jardinosofía de Santiago Beruete), pero también el jardín ideal que aparece en el Emilio (semejante al de Les Charmettes por donde paseó con madame de Warens). Sin embargo, el más intrigante es el de Julia, o La Nueva Eloísa, que lejos de ser natural requiere un enorme trabajo de mantenimiento y bastante artificiosidad. La dureza del trabajo manual no sale a relucir porque, como dice Solnit, los personajes de Rousseau suelen disfrutar de una comodidad no ostentosa pero siempre dependiente de un servicio de “empleados fantasma” (Solnit, op. cit., p. 39). Como Solnit probablemente sabe, el tema del género es importante para entender el uso que hace Rousseau de la imagen del jardín. Julia, recuérdese, no rompe su voto matrimonial, pero invita a su pretendiente al jardín y le dice que todo aquello ha sido obra suya, porque su marido le ha puesto el cargo de su entera dirección. Entonces Saint-Preux manifiesta sus dudas, pues no parece que le costara mucho lograr aquel tipo de jardín, excepto descuidarlo, pues a pesar de resultar encantador, está poco cultivado y asilvestrado. “No veo marcas de trabajo humano”, dice. Simplemente ha evitado ponerle barreras y la naturaleza sola ha hecho el resto. A lo que ella contesta que, ciertamente, la naturaleza ha hecho todo, pero siempre bajo su dirección. El jardín de Julia es, pues, como el deseo, salvaje y a la vez controlado bajo una autoridad invisible e irrepresentable: la de su marido. Véase el excelente análisis de Christine Roulston en el capítulo 3 de su libro Virtue, Gender, and the Authentic Self in Eighteenth-Century Fiction. Richardson, Rousseau and Laclos, Gainesville, University Press of Florida, 1998. Este tipo de análisis de género y jardín entronca con otras protagonistas de historias como la Charlotte en Las afinidades electivas de Goethe.

      26 Merlin Coverley, The Art of Wandering. The Writer as Walker, Harpenden, Old Castle Books, 2012, p. 26. Le Breton subraya momentos en los que, paseando, Rousseau parece dejar atrás “todo lo que le recuerda la sujeción en que vive, desata su alma, y le infunde ánimos para escoger, combinar y apropiarse de todos los seres a su gusto y sin temores” (Elogio del caminar, op. cit., el subrayado es mío). Frédéric Gros también recuerda que cuando camina Rousseau cree “disponer de la naturaleza entera como su dueño” (Andar. Una filosofía, op. cit., p. 78, el subrayado es mío). En cambio, durante sus últimos paseos, entre mayo y junio de 1878, añade Gros, caminar ya no le sirve a Rousseau para nada, solo es una ocasión para el profundo desapego. Su única finalidad es andar por andar, sin mayores expectativas, pues ya poco tiene que ganar o perder.

      27 Una de las grandes sorpresas de Rousseau como paseante fue que un gran danés se lo llevó por delante y se hirió al caer, pero volvió a casa solo y rechazó la ayuda de un médico, pues “la naturaleza es la que cura”. Véanse los comentarios sobre este incidente y sobre muchas otras anécdotas y costumbres de Rousseau (como no salir cuando llovía y no comer espárragos, también sobre su preferencia por los arroyos, en vez de por los ríos, sus olores florales predilectos y sus opiniones sobre el canto de los ruiseñores) en las notas de Bernardin de Saint-Pierre, en Rousseau, Las ensoñaciones del paseante solitario, Madrid, Alianza, 2008, pp. 211-238. Véanse también Cartas elementales sobre botánica (Madrid, Abada, 2005), donde se hace el entendido, pero en realidad sin llegar a aprender realmente botánica. Al final confesó que miraba las flores para así evitar pensar en las mujeres.

      28 Véase la sección “Solo o acompañado”, en David Le Breton, Elogio del caminar, op. cit., pp. 39 y ss., donde se analizan varios ejemplos de la obsesión de los pensadores por mantenerse a distancia de otros seres. Para este tipo de maniáticos, la compañía humana durante los paseos es uno de los grandes estorbos para alcanzar un tipo de comunión con la naturaleza gracias a la cual logran sentirse soberanos de sus vidas