Lo más curioso de todo es que el filósofo siempre logra controlar sus pasos con el cerebro. Es como si entre sus piernas y su cabeza no hubiera más órganos, como si fuera un cefalópodo. Pero ¿y si el cuerpo lo empujara a apartarse de los senderos y caminos que ha previsto seguir? Cuando se piensa en la relación de la filosofía con el caminar y con los espacios verdes el resultado no es alentador. Se diría que es otro ejemplo de la resistencia de la filosofía a mezclarse con las ciencias sociales y con los estudios culturales. Ha llovido mucho desde que Heidegger despreciara a los sociólogos y a los antropólogos, pero en muchos sentidos nada ha cambiado. Disfrazados con otros ropajes, aparentemente más tolerantes, los filósofos siguen mirando con recelo a quienes estudian la sociedad. No han parado de hablar de la era tecnológica y de la imposible reconciliación con la naturaleza en tono apocalíptico, de una forma abstracta y solemne, y cuando han recabado algunos datos de otras disciplinas solo lo han hecho para justificar grandes ideas que ya tenían, y no para cuestionar su forma de pensar. Su amor a la terminología rebuscada y a los mensajes de oráculo es más poderoso que su curiosidad. Buscan lo grandioso, el asombro, pero les incomodan el desconcierto y las sorpresas. No pueden vivir sin espíritu de seriedad. Si se dejaran llevar por los increíbles y numerosos datos que proporcionan muchas disciplinas y narrativas –ese es el problema– a veces no podrían contener la risa; tendrían que admitir que nadie en su sano juicio, por muy sabio que se crea, es capaz de cuadrar todas las piezas del problema, y aceptarían que la comprensión del estado de las cosas requiere muchas perspectivas simultáneas, que no casan entre sí y que no pueden sintetizarse en una gran visión. Se ha hablado mucho de las caminatas de los filósofos y de sus estancias en el campo (generalmente en cabañas), pero siempre se han magnificado sus experiencias y su forma de pasear. Como ahora veremos, muchos de sus sermones sobre el deambular humano y sobre la naturaleza resultan poco estimulantes.
Quizá los filósofos antiguos fueran más modestos, aunque no soy quién para opinar sobre los peripatéticos, ni sobre la relación entre caminar y filosofía en la Edad Media, por ejemplo sobre la relación entre las ideas y las piernas de santo Tomás (¿es cierto que caminó más de nueve mil millas durante sus viajes? Umberto Eco podría haber escrito una novela sobre ello, pero no un filósofo). No está claro si hay que darle tanta importancia al hecho de que a Hobbes se le ocurría todo mientras caminaba, especular sobre la relación entre la arquitectura metafísica de Leibniz y los jardines de Herrenhäuser, o pensar que la rutina de paseo de Kant tenía algo que ver con la estructura de su pensamiento.
Hemos oído esa historia en muchas clases de filosofía, pero nada sobre el comportamiento de Kant mientras paseaba. Nadie sacaba a relucir a su colega, Karl Gottlob Schelle, que acabó majara pero que tenía una filosofía muy sensata del paseo, sin aspavientos románticos ni excentricidades de visionarios. Tampoco se nos ha enseñado filosofía mostrando planos de ciudades o trazados de parques. Se supone que la geografía nos distraería de lo esencial del pensamiento, pero ¿quién ha demostrado que eso sea así? Recordemos algunas cosas sobre Kant y luego sobre Hegel que son realmente interesantes. Es imposible explicar las cosas mejor que Michael G. Lee en su The German “Mittelweg”. Garden Theory and Philosophy in the Time of Kant, de modo que no puedo más que empezar recomendando su trabajo. Está profusamente documentado y aclara muy bien cómo se introduce el estilo inglés de jardín en Alemania, así como la relación entre la estética de Kant y ciertos estilos de paisajismo. También permite colocar en contexto una figura conocida entre los estudiosos del paseo, Karl Gottlob Schelle, cuyo tratado El arte de pasear –lo recuerda Federico Silvestre en su estupenda edición– fue publicado en 1802 en Leipzig y dedicado a uno de los miembros de la realeza que hizo posible la construcción de Wortiz, el primer jardín de estilo inglés que se construyó en Alemania siguiendo la teoría de Christian Cay Lorenz Hirschfeld (1742-1792).7 Lo que llama la atención de esta historia es que un filólogo popularizara la filosofía de Kant hablando del paseo, cuando Kant, como es sabido, no fue precisamente un gran paseante, ni menos aún un viajante.
Según afirmó en La antropología desde un punto de vista pragmático, el puerto de Königsberg recibía tanto tráfico de lugares remotos y culturas diferentes que resultaba el enclave perfecto para ampliar el conocimiento sobre la humanidad y el mundo: “En una ciudad así, ese conocimiento se puede adquirir sin viajar”, proclamó. Por lo demás, Kant no entendió el acto de caminar como un método de descubrimiento: paseó, sí, a diario, pero de una forma que muchos juzgarían mecánica. Heine lo dice claramente. Es difícil escribir la historia de la vida de Kant, porque
no tuvo ni vida ni historia. Vivió una vida de solterón, mecánicamente ordenada y casi abstracta, en una tranquila y apartada callejuela de Königsberg, antigua ciudad próxima a la frontera nororiental de Alemania. No creo que el gran reloj de su catedral haya cumplido mejor su inmenso trabajo diario tan desapasionada y regularmente como lo hizo su paisano Kant: levantarse, tomar café, escribir, impartir clases, comer, pasear...; todo tenía su hora señalada y los vecinos sabían con exactitud que eran las tres y media cuando Kant, vestido con su gabán gris y el bastoncillo español en la mano, salía de la puerta de su casa y se iba de camino de la pequeña alameda de tilos que aún hoy se llama, en recuerdo suyo, el paseo del filósofo. Ocho veces lo recorría arriba y abajo en cualquier estación del año, y cuando hacía un tiempo desapacible o las nubes grises anunciaban lluvia, se veía a su criado, el viejo Lampe, siguiéndolo, temeroso y preocupado, con un enorme paraguas debajo del brazo, la viva estampa de la providencia.8
Tampoco deja de resultar llamativo que en El conflicto de las facultades Kant dijera que el propósito de caminar al aire libre es simplemente hacer que la atención pase de un objeto a otro, evitando así que quede fija en un objeto. Según los entendidos (Lee cita el trabajo de Hent de Vries sobre Kant), este modo de relajación y distracción es útil como ejercicio para que el pensamiento acabe más concentrado. Pese a estar asociado al ideal peripatético de los antiguos, “para él caminar no describe la naturaleza del pensamiento como tal”.9
Lee cree que Heydenreich comprendió mucho mejor que Kant el aspecto cinético de lo que Kant llamó pulcritud vaga (y que Derrida tradujo muy agudamente en La vérité en peinture como beauté errante [‘belleza errante’]). Como Heydenreich, Lee no concebía la belleza natural en relación a un punto de vista estático y apunta que el sistema de Kant “logra tener piernas, por así decir, gracias a la figura del paseante”.10 Al comprender la relación entre percepción y movilidad, la teoría del paisajista logra reflejar mucho mejor que la estética de Kant la evolución de los hábitos burgueses de percepción.11 El asunto suena sencillo, pero para comprenderlo mejor tendríamos que examinar a fondo muchas otras ideas de Kant sobre estética, cosa que no vamos a hacer aquí.12 Para nuestra historia es suficiente concentrarnos en la teoría del paseo de Schelle, un filósofo que prefería dar a la filosofía formatos más divulgativos y menos abstractos.
Lee recuerda que Kant manifestó ciertas reservas hacia este tipo de Popularphilosophie porque sus practicantes huían de grandes abstracciones, tan propias de la teoría estética, y preferían dedicar libros a actividades “mundanas” como pasear o viajar. El “filósofo paseante” y sus excursos sobre la vida común, pues, generan desconfianza entre el filósofo académico con afán sistemático. Schelle tuvo como profesor de estética a Heydenreich en Leipzig y aunque solo lo cita una vez (al final de su libro) está claro que las ideas sobre el Herumwandler (el paseante errabundo) en su tratado de paisajismo y diseño de jardines influyeron en su perspectiva sobre el arte del pasear, un arte que tiene como escenario la Naturaleza pero cuya naturaleza es esencialmente social. Schelle no viajó mucho, pero se documentó lo suficiente para hablar de muchas más cosas que de paseos por jardines de la época. Desde luego, cree que el jardín inglés es el más apto para lograr un equilibrio entre las dos dimensiones que tiene el paseo al aire libre, la natural y la social, el contacto con una naturaleza apacible y el trato cordial con los semejantes. Pero fuera del jardín también se puede cultivar ese arte que permite fusionar naturaleza y sociedad en un solo panorama