[...] Sigue sin contestación la pregunta de si se aprovecha más al prójimo saliendo inmediatamente en su auxilio y ayudándole –lo que bien puede suceder de manera muy superficial, si no es que se llega a una intervención y reestructuración tiránicas– o de si de uno mismo se forma algo que el otro ve con placer, como un bello y calmo jardín encerrado en sí mismo, con altos muros contra tormentas y el polvo de los caminos, pero también con un amable portón.26
1 Véanse referencias en F. Gros, Andar. Una filosofía, op. cit., pp. 19-37. Después de recordar que “las largas excursiones de Nietzsche transcurrían por caminos conocidos, recorridos precisos que le gustaba repetir”, Gros añade: cuando después de caminar mucho tiempo, se alcanza tras el recodo del camino una contemplación, “se da siempre una vibración del paisaje”, que a su vez reverbera “en el cuerpo del caminante”. La correspondencia entre esos dos elementos, dice, “es como un nuevo impulso indefinido. El Eterno Retorno es desplegar en un círculo continuo la repetición de esas dos afirmaciones […] la intensidad misma de esa copresencia […] da origen a una circularidad ilimitada de intercambios: siempre he estado aquí, mañana, contemplando este paisaje” (ibíd., p. 33). Hay otra comparación de Gros curiosa, menos grandilocuente que merece la pena añadir: el estilo aforístico de Nietzsche, dice, guarda un paralelismo con la aparición súbita de un paisaje sorprendente, con el hallazgo de “un esplendor que estaba a la espera. Muchos aforismos se construyen sobre esos cambios de perspectiva, esas exclamaciones finales en las que se descubre otra cosa, el secreto de un hallazgo como un paisaje nuevo, y el júbilo que lo acompaña” (ibíd., p. 32).
2 El popular filósofo francés –conviene recordarlo– mantiene una relación especial con el mundo verde, pues dice haber obtenido de niño su sentido del orden y del tiempo gracias al jardín-huerto de su padre. La naturaleza, dice, le enseñó más que los libros: “un jardín es una biblioteca, pero pocas bibliotecas son jardines” (Cosmos. Una ontología materialista, Barcelona, Paidós, 2016, p. 28).
3 Teoría del viaje, Barcelona, Taurus, 2016, p. 107. En el aforismo 46 de La gaya ciencia (Madrid, Akal, 1988) dice: “¡Perder por una vez el suelo bajo nuestros pies! ¡Flotar! ¡Extraviarse! ¡Enloquecerse! –eso formaba parte del paraíso y de la orgía de los tiempos pretéritos: mientras nuestra dicha semeja la del náufrago que ha ganado la costa e hinca los pies en la vieja Tierra firme– asombrándose de que se balancee”. En esta imagen, los hombres no son ya los que huyen de un mundo que se considera estable, sino viajeros a la deriva que saben que ya no hay nada estable, ni siquiera la isla que les puede salvar la vida.
4 Ibíd., aforismo 366.
5 La declaración se hace varias veces: “Sal de tu caverna: el mundo te aguarda como un jardín. El viento juega con densos aromas que quieren venir hasta ti; y todos los arroyos quisieran correr detrás de ti”; o luego: “¡Oh animales míos, respondió Zaratustra, seguid parloteando así y dejad que os escuche! Me reconforta que parloteéis: donde se parlotea, allí el mundo se extiende ante mí como un jardín”. Shapiro recuerda que cuando en el capítulo “El convaleciente” aparecen tantas bayas rojas, uvas, manzanas rosas, hierbas olorosas y piñones, se diría que el jardín parece una parodia del Edén. En Forests. The Shadow of Civilization (op. cit., pp. 41 y ss.) Pogue Harrison recuerda el momento en que Zaratustra baja de las montañas y al entrar en el bosque se encuentra al santo que le vio pasar de camino a la montaña diez años antes. El santo le insta a que se quede en el bosque, junto a los animales, como un oso entre osos, o un pájaro entre pájaros. Al quedar aislado en el bosque, dice Pogue Harrison, el santo ignora que “Dios ha muerto” y que la humanidad que lo ha matado está devastando la Tierra, “desconoce que la historia y la naturaleza comparten un destino común y que el bosque pronto será un desierto”.
6 En ¿Qué significa pensar? Heidegger menciona una solemne frase de Nietzsche, “El desierto crece”, y la interpreta como una profecía sobre la desecación del espíritu más que como una constatación de la creciente devastación de la naturaleza. Heidegger afirma que se lleva hablando mucho de la decadencia de Occidente, del ocaso de la civilización, pero que hacer esas declaraciones es más fácil que decir algo verdaderamente esencial. La expresión de Nietzsche, en cambio, acuñada en los años ochenta del siglo xix, sí le parece una observación profunda porque la desertización de la que habla Nietzsche es más terrible que la desaparición de lo que ya ha crecido o ha sido construido. La desertización, dice Heidegger, impide el crecimiento futuro e imposibilita la construcción. Es peor, pues, que la aniquilación porque esta, continúa Heidegger, pone en acción la Nada, mientras que la desertización pone en acción un obstáculo, un estorbo y puede ser compatible “con un alto estándar de vida para el hombre, lo mismo que con la organización de un estado uniforme de dicha para todos los hombres, [pues] puede proceder por todas partes de la manera más terrible, a saber, ocultándose. No es un simple cubrir de arena, es el rápido curso de la expulsión de Mnemosyne”. El dictamen de Heidegger, pues, es que la desertización es algo que arrastra el hombre consigo mismo, algo que lleva con él. Esta lectura heideggeriana permite sentirse a algunos nietzscheanos como unos elegidos parecidos a aquellos iniciados en el culto mistérico que al morir no bebían en el río Late para olvidar sus vidas anteriores cuando se reencarnaran, sino justamente en el otro río del Hades, el río Mnemosyne (¿Qué significa pensar?, R. Gabás [trad.], Madrid, Trotta, 2005, p. 29).
7 La excursión a Capri es especial porque descubre una gruta orientada hacia la salida del sol (la Grotta di Matromania) en la que –según estudios que conocía– se había practicado el culto a Mitra. Esta idea de una religión del sol exportada de oriente, un culto a la vida muy distinto al cristianismo, también excitó su imaginación. Véanse los detalles, en D’Iorio, El viaje de Nietzsche a Sorrento, Barcelona, Gedisa, 2016, pp. 114 y ss.
8 Cita de Fragmentos póstumos de 1881, citado por D’Iorio.
9 En Sorrento y sus alrededores había jardines, invernaderos, villas y barrios que parecían claustros, y caminos entre muros por encima de los que sobresalían no solo naranjos, sino también limoneros y cipreses, higueras y racimos de uva. Todo era una delicia para Nietzsche, que además encontraba muy beneficiosa para sus ojos aquella “mezcla de brisa marina y aire de montaña”, según dice en una carta de 1876 a su hermana y que cita D’Iorio. Lo que le gustaba del jardín al que se abría su estancia era que “también era verde en invierno”. En otras cartas de 1877 dice que debajo del viejo musgo académico está todo “verde y fuerte”.
10 Esta frase se repetirá en Humano, demasiado humano, Madrid, Akal, 2001.
11 Carta de 1877, citada por D’Iorio, op. cit., p. 137. Este mismo texto, como observa D’Iorio, es repetido casi literalmente en el aforismo 275 de Humano, demasiado humano, cuando explica la diferencia entre el temperamento cínico y el epicúreo. El primero sale afuera, por así decir, a la intemperie y se endurece hasta volverse insensible. En cambio, el otro, el epicúreo, se resguarda, se pone el abrigo, a media luz, oyendo silbar al viento huracanado en las cimas de los árboles, mientras que el cínico camina solo y desnudo, con la piel endurecida al sol y al aire mientras por encima de él las copas de los árboles bramando le recuerdan cuán violentamente agitado es el mundo de allá afuera. El cínico niega el mundo civilizado en abierto, pero el epicúreo se distancia de él, lo cual es una forma de