Se nos confunde porque crecemos, cambiamos sin cesar, desprendemos costras antiguas y aun mudamos la piel en cada primavera, nos volvemos cada vez más jóvenes, más futuros, más elevados y más fuertes, proyectamos nuestras raíces cada vez más poderosamente hacia las profundidades –hacia lo malo– en tanto, al mismo tiempo, estrechamos el cielo en un abrazo cada vez más amoroso y amplio, absorbiendo su luz con creciente afán todas nuestras ramas y hojas. Crecemos como los árboles –¡es esto difícil de comprender, como es toda la vida!– no en un lugar sino en todas partes, no en una dirección, sino tanto hacia arriba, hacia afuera, como hacia dentro y hacia abajo; nuestra fuerza empuja a la vez en el tronco, en las ramas y en la raíces, no estamos ya en absoluto en libertad de hacer nada fragmentariamente, de ser nada fragmentariamente… Ese es, como queda dicho, nuestro destino; crecemos hacia lo alto; y aun suponiendo que fuera nuestra fatalidad –¡pues moramos cada vez más cerca del rayo!– no por ello lo honramos menos, será siempre eso lo que no queramos partir, lo que no queramos compartir, la fatalidad de la altura, nuestra fatalidad.17
Curiosamente, aquí el árbol abre y cierra una posibilidad al mismo tiempo. El árbol del que habla Nietzsche crece en todas direcciones, pero su elevación sigue teniendo mucha importancia, esa altura que lo convierte en un espectacular pararrayos capaz de atraer una energía radiante que lo puede carbonizar o partir en dos. Ahí está la grandeza y honestidad de Nietzsche: su propia incapacidad para deshacerse del mundo del que quiere alejarse, el mundo vertical, el ambiente atmosféricamente puro al que no tienen el valor de subir los miserables.18
Pero quizá fuera difícil conseguir que los árboles dejaran de ser símbolos de todo lo que odiaba Nietzsche (el enraizamiento, la profundidad, la trascendencia) y por eso debió de sentir más simpatía por las plantas jóvenes que surgen en lugares imposibles. “En terreno volcánico todo prospera”, decía en 1877. En el aforismo 591, titulado “Vegetación de la felicidad”, de Humano, demasiado humano, afirma: “Muy cerca del dolor del mundo, y a menudo en el terreno volcánico del mismo, ha plantado el hombre sus pequeños jardines de felicidad”. De hecho, “tanta más felicidad cuanto más volcánico sea el suelo”. Pero sería absurdo decir, añade, que ese dolor ya queda justificado. Isquia le gustó quizá por eso, porque como otras islas simbolizaba la relación entre violencia y felicidad, destrucción y edén. El poder del Vesubio excitó en él delirios de grandeza, y le hizo soñar con una vida más valiente, expuesta al peligro: “El secreto para cosechar la mayor fecundidad y la mayor fruición de la existencia es este: ¡vivir peligrosamente! ¡Edificad vuestras ciudades en las faldas del Vesubio!”.19 Sin embargo, las pequeñas islas volcánicas pobladas por plantas le inspiraban un modelo más ralentizado de vida, un crecimiento lento, fruto del viento, fortuito, siempre unido a esas fuerzas naturales tan terribles, abrasadoras que empujan desde abajo y pueden destruirlo todo, como los jardines de Pompeya que el Vesubio cubrió de cenizas.
Sea como sea, Nietzsche, ya lo hemos visto, prefirió los jardines cerrados a cualquier otro espacio, por aquello del clima, o quizá porque hasta la más idílica de las islas, por afortunada que parezca, puede convertirse en un horror si cambia el viento. Dentro del jardín, como decía él, el viento se oye, pero alejado. Dentro del jardín, además, el caminante puede darse forma a sí mismo de una manera reposada, aunque activa, parecida a la que el propio jardinero aplica a su terreno. Los pensadores deben aprender a cuidar sus ideas, y a no dejar que simplemente broten de sus podridos cerebros. Como dice en Aurora:
Jardinero y jardín.— De los días húmedos y nublados, de la soledad, de las palabras sin amor, crecen las conclusiones como hongos: aparecen una buena mañana, no sabemos de dónde, y nos observan grises y avinagrados. ¡Ay del pensador que no es el jardinero, sino solo el suelo de sus plantas!20
Pero más adelante, en otro aforismo deja bien claro que no hay un solo estilo de cultivo y que no es una obligación que el jardín que uno acaba haciendo tenga que ser el jardín de las delicias, también puede ser el jardín de las malicias.
Lo que está a nuestro alcance.— Se puede pugnar con los instintos como un jardinero y, lo que pocos saben, espigar los gérmenes de la ira, de la compasión, de la cavilación, de la vanidad, de forma tan fructífera y provechosa como un hermoso fruto sobre un emparrado; puede hacerse eso con el buen y con el mal gusto de un jardinero, y además a la francesa, a la inglesa, a la holandesa o a la china, también puede dejarse a la naturaleza que mande cuidando solo aquí o allá un poco el adorno y la limpieza, y finalmente puede dejarse, con todo el saber y el pensar, que las plantas crezcan en sus protecciones y obstáculos naturales y que libren entre sí su lucha; sí, se puede sentir alegría por esa vida salvaje, y querer tener esa alegría justo cuando se tiene necesidad de ella. Todo eso está a nuestro alcance: pero ¿cuántos saben acaso que somos libres de ello? ¿No piensa la mayoría en sí mismos como en hechos adultos consumados? ¿No han estampado los grandes filósofos su sello sobre este prejuicio, con la doctrina de la inmutabilidad del carácter?21
Lo importante para Nietzsche, pues, no era tanto el estilo de jardinería (aunque a él le gustara el italiano), sino el hecho de que, si uno ajardina su pensamiento, se enfrenta a algo que todo jardinero sabe: que todo está en movimiento, y que por tanto eso que se llama carácter no es un proceso lineal hasta la madurez, sino un terreno en permanente mantenimiento, un resultado de operaciones delicadas pero también severas, un ejercicio de técnicas aplicadas a uno mismo, como diría Sloterdijk.22 Sin embargo, los que quisieran convertir a Nietzsche en un jardinero tranquilo están de mala suerte. Nietzsche nunca se libra de sus paranoias, de sus obsesiones con las amenazas de la vida mediocre, con todas esas cosas que pueden hacerle perecer de forma miserable, sin grandeza. Hay formas y formas de arruinarse por culpa de las malas hierbas:
No hundirse inadvertidamente.— No una vez, sino continuamente se desmorona nuestra inteligencia y nuestra grandeza; la pequeña vegetación que crece introduciéndose entre todos y que sabe cómo trepar por todos los lados es la que arruina cuanto de grande hay en nosotros, la inadvertida mezquindad cotidiana y de cada instante de nuestro entorno, las miles de raicillas de este o aquel sentimiento mezquino o pusilánime que crece de nuestra vecindad, nuestra administración, nuestra compañía, nuestra división del día. ¡Si dejamos pasar inadvertida esta pequeña mala hierba, sucumbiremos inadvertidamente a ella! Y si queréis sucumbir ante ella, hacedlo de una vez y repentinamente: ¡tal vez entonces queden de vosotros al menos escombros sublimes!¡Y no, como hace temer cuanto vemos, montículos de topos! ¡Y la hierba y la mala hierba sobre ellos, pequeños victoriosos, modestos como otrora y demasiado mezquinos para triunfar!23
Nietzsche no renuncia, pues, a imágenes trasnochadas como las de las ruinas invadidas por plantas, recuerdos de un pasado que él mismo quería dejar atrás pero del que no se libra, como cuando compara sus propias visiones de un paisaje con escenas pintadas por Poussin, mezclas de lo idílico y lo heroico.24
Sea como sea, por mucho miedo que tenga a quedar reducido a moho, el jardinero a lo Nietzsche tenía una gran ventaja sobre otros jardineros menos ambiciosos, pero mucho más hipócritas: no estaba dispuesto a que el jardín fuera el refugio de la compasión. Sea cual sea la forma en la que tratemos de participar de la desgracia de otro “en su presencia siempre representaremos algo de comedia, no decimos muchas cosas que pensamos, con esa prudencia del médico junto al lecho del enfermo grave”.25 Nietzsche mismo se sintió un desgraciado, pero no se dejó engañar por la “comedia de la compasión”. En un pasaje de Aurora explica muy bien cómo detrás de la ética de la simpatía y la sensibilidad ante el dolor de los demás se esconde el miedo. La hipocresía es esa: hay que compadecerse de los demás, porque así la sociedad se siente menos en riesgo y porque así el moralista